El mes pasao me trajo mi hijo del pueblo a la capital para ver un partido de tenis. En el pueblo sólo se juega a los bolos y al subastao, y dice mi hijo que ya va siendo hora que me culturice y explore los deportes de nuevas tendencias.
A mí el deporte siempre me ha parecido un absurdo. Un absurdo nada sano, además. Absurdo porque, básicamente, se trata de hacer un esfuerzo vano, ilógico, algo que no sirve para nada. El alpinista, ..... subir para bajar; el submarinista, bajar para subir; el corredor... para llegar primero a la meta. Y, digo yo, ¿es que la meta no estará mañana en el mismo sitio?
Insano porque no hay nada más perjudicial para el cuerpo humano que hacer deporte. Lo dicen las mujeres de todos los deportistas.
Y si hay un deporte que reúne como pocos las calificaciones de absurdo e insano, ese es el tenis. El tenis, me aseguraron, lo inventaron los ingleses. Y para empezar, en origen, no hay nada más raro que un inglés. Si, los ingleses son esos tipos que hacen todo al contrario; conducen por la izquierda, cuentan en libras y toman té en lugar de café y güisqui en vez de vino tinto.
El tenis es insano porque, pese a no haber contacto físico entre los contendientes (de hecho están separados por una red para que no se muerdan), ya antes de empezar puede cualquiera comprobar lo maltrechos que aparecen. De tal guisa los verán que se sujetan las articulaciones de codos y rodillas mediante extraños vendajes y se espolvorean los huesos y músculos con apestosos ungüentos. Algunos de ellos suelen incluso colocarse una cinta o pañuelo en la frente, debemos suponer que para mitigar los dolores de cabeza que el juego produce, o para que no caigan al suelo las escasas ideas que por allí les ronden.
Absurdo porque, también básicamente, el juego consiste en que el contrario se quede con una pelotica que ninguno de los dos quiere. Para conseguir este fin, se la lanzan uno a otro con persistencia rayana en la locura. Con cuanto más mala leche se la eches al contrario mayores posibilidades tienes de que se la quede. Echársela al público no vale. Volearla fuera del recinto del juego tampoco vale. Si al contrario no le gusta la forma en que se la has lanzado, por descortés o violenta, te dice –“jau”, y vuelta a empezar. Puntuar tampoco se puntúa como en otros deportes. Son, por decirlo de alguna manera..... raricos. En vez de contar los goles de uno en uno, los cuentan de 15 en 15, pero alguno hace trampa y yo oí a uno que ya contaba de 40 en 40.
El partido suele acabar cuando los dos raros se ponen de acuerdo en el tanteo o uno de ellos la endiña de “muerte súbita”, que eso debe ser ya la rehostia.
Es, además, incomodísimo de ver, porque como ninguno de los dos quiere la pelotica, esta va pacá.... pallá.....pacá...... pallá....., y a ti te entra una tortícolis de cojones y terminas mandándolos a esparragar mientras coges el caminito del bar a tomarte un tinto de verano. Lo único que me ha gustado del tenis ese es que, si juegan mujeres, lo hacen con unas falditas cortísimas. El juego continua siendo igual de malaje, pero ellas están pa comérselas.
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