La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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26/5/10

la Maya.

Una de las cosas que más curiosamente llamó mi atención, a la llegada a esta ciudad allá por el año 1985, fue la presencia en la calle de las Mayas.
Así, cuando el mes de mayo iba dejando atrás el gris del invierno, no era raro encontrar –casi en cada barrio- una escenificación infantil espontánea conocida popularmente como “la Maya”.
Una niña, engalanada cual si fuese una princesa, adornada de velos, cintas y flores, sentaba su trono en cualquier esquina mientras toda la chiquillería que le acompañaba asaltaba a los viandantes con la súplica amable de “una pesetica pa la Maya”.

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Finalizada la representación, el montante de lo recaudado era depositado, sin excusa alguna, en la tienda de chuches más cercana. En aquellos tiempos, por una peseta aún era posible comprar algunas barras de regaliz, tres o cuatro chicles y, si me apuran y por un poco más, según cuenta Eduardo D. Vicente en su artículo de La Voz del siete de mayo, unos increíbles polos de limón.

Las Mayas eran una tradición en la ciudad y aparecían por todos los rincones. Nadie se sustraía al encanto infantil de las Mayas. Se acababa el mes y se acababan las Mayas hasta el año siguiente.

La infeliz llegada del euro desplazó la peseta y desplazó también la arraigada tradición de la Maya. No hizo falta esta vez aquel bando municipal que a principios de siglo decretaba la “terminante prohibición de pedir limosna en la vía pública con ocasión de la Cruz de Mayo”. Ni siquiera la iniciativa, esta más cercana en el tiempo, de algunos sectores de la sociedad almeriense que exigían al ayuntamiento medidas para terminar con “semejantes mamarrachadas”.

Del explosivo auge de las Mayas en los años 80/90, hemos desgraciadamente pasado a una tradición cada vez más en el recuerdo y menos en las calles. Una etapa esta de oscuridad en que la celebración se inclina menos a lo infantil y lúdico y más a lo crudo y amargo, trasladándonos al tiempo penoso en que proliferaban los pedigüeños reclamando dinero al grito de “Un chavico pa la Maya, que no tiene manto ni saya”.

Este tiempo de crisis, este barro producto de aquel lodo que amasaron los que nos gobernaron y nos gobiernan, esta sociedad venida a menos, esta eclosión de la pobreza y de la tristeza, ha posibilitado que de aquella alegría infantil de la Maya, de aquella explosión de renacentista primavera, hayamos pasado a las tristes lágrimas de clown esquinero, al devenir en rana de la princesa, a la mueca amarga de la desesperanza y el hambre.

La misma mueca que a ellos les encoge el estómago y a uno, infantil donde los haya, le encoge el corazón y el ánimo al sorprenderse amargamente con el positivado del rostro que ilustra este cristalito.

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la maya del kiosco Chirivia, mayo 2010

14/5/10

Pepe el Largo

José Padilla Esparza, Pepe el Largo pa los de su pueblo, cumplidos los sesenta, se prejubiló en una factoría de la Volwswagen, allá por Wolfsburg y regresó a su pueblo de la serranía de Ronda; donde quema el sol en verano y el frío hiere en invierno.
Atrás dejó 40 años de emigrante, callos en las manos, madrugones de ponerse malo, dos hijos casados en Alemania y una esposa descansando en el cementerio de Kostorf.

Con todo eso a las espaldas, Pepe el Largo decidió que era preferible ver acercarse la vejez en la tierra en la que creció y que un día, recién acabada la mili, le vio alejarse con una maleta de madera en la mano y un nudo muy gordo en el estómago.

No le fue fácil volver a empezar aquí.
De Alemania se trajo el Largo un montón de libros de poemas, una jubilación casi decente y una leve cojera en la pierna izquierda, recuerdo del mal día en que un soporte motor vino a desprenderse del torno que lo sujetaba y caer sobre su rodilla.
Por un tiempo se debatió en tierra de nadie, sin conocerse rondeño ni alemán, ausente de amigos y sensaciones, extraño en su propia tierra, otra vez emigrante a su pesar.

Y fue en ese tiempo cuando El Largo conoció a Teresa.
Teresa era la cartera del pueblo, la que casi cada día le llevaba cuentas de sus últimos intereses en Alemania. Veinte años más joven que Pepe, casada y con algún crío esperándola en casa. Y no es que Teresa, poco o mucho sino nada, prestara una especial atención al Largo, pero donde hay poco para escoger, escoger ya es una victoria.

Sus hijos, los alemanes, pronto dejaron de escribirle tan a menudo como él hubiera querido. Ya se sabe que cada uno tiene su propia vida y es difícil ocuparse de la vida de los demás. Aunque ese demás sea tu padre que, por añadidura, eligió libremente la responsabilidad de la vuelta.

Y fue en esa dejación del cariño filial cuando el Largo empezó a echar de menos a Teresa. La cartera ya no iba, casi cada día, a dejarle las noticias traídas desde tan lejos. Para más inri la calle del Largo era, y es, una calle sin salida. Sólo entra en ella quien algo en ella busca. No había cartas, no había cartera.

Tan de menos la echaba El Largo que convino, a regañadientes, que se había enamorado como un parvulito.
Dicen, los que saben de eso, que no se manejan muy bien los enamoramientos; no estaba en sus propósitos pero sucedió.
También dicen los que saben que los enamoramientos de la vejez son casi tan irracionales como los de adolescencia, y que no son necesario dos para que una pasión se encienda. El caso es que, loco o cuerdo, Pepe el Largo vivía en un sinvivir con la ausencia de su Teresa.

El resultado de esa confluencia de ausencias y desasosiegos encontró remedio en el refranero: A grandes males, grandes remedios.
Un buen día, el Largo comenzó a recibir otra vez correo. Prácticamente a diario Teresa dejaba en su buzón un sobre de color azul y sin remite.
Ya habrán adivinado sus mercedes que era el propio Pepe el que se escribía a si mismo. Esta chalaura infantil, impropia de un hombre maduro que diría la gente que maduró en demasía, le garantizaba la visita diaria de la repartidora.

A veces, junto al buzón, Teresa encontraba una flor cortada y bajo su tallo un papelito doblado con unos versos que, si no eran buenos, que no lo eran, asomaban ternura, deseo y carencias; días, meses y años de carencias acumuladas.
Casi cuatro meses duró aquel intercambio socio-epistolar; porque ella siempre retiraba la flor y el papelito, si es que lo había.
Un sobre vacío a cambio de un saludo y una sonrisa apresurada. La vez que más, un comentario intrascendente sobre el estado del tiempo, los problemas para respirar de Teresa por una desviación congénita del tabique nasal o alguna historia del pueblo.

Una mañana Teresa no vino y fue sustituida por un muchacho larguirucho y con la cara picada de acné. A esa mañana siguió otra, y otra más. Su timidez le impedía inquirir al sustituto sobre el paradero de su cartera. A los diez días José dejó de escribir su dirección en los sobres que luego depositaba en la oficina de correos del pueblo de al lado.

Un par de meses después, Pepe el Largo se vertía sobre la camisa el café que tomaba en el Café Central, en la carretera, ... por donde para el autobús, mientras Isidro el camarero refería con la clientela la mala suerte de Teresa, la hija del Casimiro, que se había quedao en la anestesia sobre la mesa de un quirófano del Carlos Haya de Málaga cuando iban a practicarle una rinoplastia para que respirase mejor. Y es que, ¿sabe?... ser cartero y andar mucho requiere tener bien despejaos los vericuetos de ventilarse.

A los pocos meses de aquello Pepe el Largo dejó el pueblo. La cancela permanece cerrada y en el buzón ya no aparece su nombre ni dirección alguna.

Un vecino lenguaraz me contó la historia al verme fotografiar el buzón, tan deshabitado como un nido de golondrinas en invierno.
Ahora yo la cuento a sus mercedes para que convengan conmigo en que debe ser difícil pasar las horas sin que nadie llame a tu puerta, aunque sea con la excusa de poner una carta sin remite en tu buzón.
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buzón florido

4/5/10

la abuela Esperanza

Alguna vez me da en pensar que somos un pelín raros. La rareza es una forma suave de explicar, o justificar, que tuvieran que pasar casi sesenta años para que reparase en ella, en mi abuela Esperanza.
Nunca, al menos que yo recuerde, estuvo la abuela Esperanza en mi vida. La distancia y, supongo, los posibles, nos mantuvieron alejados el año escaso que coincidimos en este planeta de vivos. Luego, sencillamente, nadie se preocupó de que yo hiciera memoria de ella.

Así que he tenido que plantarme en los umbrales de la vejez, más vale tarde que nunca, para hacer gala de esta afición mía a nadar contra corriente y subvertir lo que se daba por natural; que era vivir en el desconocimiento.
Es cierto, desde luego, que en igual situación se encuentra el abuelo Eugenio, pero sólo sé salvar una memoria de cada vez.
Y no conozco mejor manera de remediar el entuerto, de presentar a mi abuela las excusas que merece, que traerla a La Vidriera, lugar donde no sólo será recordada por mí, sino por sus nietos, biznietos y tataranietos, si es que tienen a bien asomarse algún día a contemplar estos cristalitos.


No sé si será serio mezclar a mi abuela con los indios, pero aquel año pocas cosas más importantes pasaron y tampoco yo soy un tipo serio.

Cuando aún no se habían apagado en los mentideros los ecos de que el general Custer y su séptimo de caballería –fíjese su merced de que tiempos le estoy hablando- habían sido aniquilados por 2.500 indios de varias tribus comandados por el jefe Caballo Loco, venía al mundo en la aldea de El Pozuelo, la noche del 5 de Octubre de 1876, la abuela Esperanza.

Doy por seguro que sus padres, Nicolás y Matilde, ni nadie en El Pozuelo, ni en Riotinto, ni siquiera en Huelva entera, estaban muy al tanto de quien era Custer y sus trajines con los indios, cosa de no tener telediarios, pero son dos importantes sucesos que ocurren paralelos en el tiempo y no es cosa baladí dejar de relacionarlos.
La abuela Esperanza a los 26 años.

Como por aquellos tiempos se bautizaba todo lo que era capaz de moverse, no iba a ser menos la niña y en la iglesia de El Pozuelo, ante una tal Patricia Delgado que consta en acta da fe de su nacimiento, le fue impuesto el nombre de María Isabel Esperanza Vélez de la Banda. Luego en el registro civil le quitarían el Maria Isabel y se quedaría en Esperanza, a secas, que tanto nombre era un lujo para aquella época de penuria. Sirvieron de padrinos, a ver que remedio, Emilio y Eugenia, vecinos de Riotinto y firmaron como testigos Juan y Eulogia Domínguez.


La infancia de la abuela Esperanza, su niñez, se nos ha perdido en el tiempo; como se perdieron el general Custer, sus soldados del séptimo de caballería y los propios indios, pero nos consta que toda ella, como su vida entera, transcurrió en El Pozuelo.

No me cuesta trabajo imaginarla al contemplar las fotografías, cercanas para mí, de Gustavo Gillman, un ingeniero de minas inglés que fotografío la vida rural de Almería a finales del siglo XIX.

La niña se casó no ya tan niña, a los 31 años. El elegido fue Eugenio Francisco Domínguez García, hijo de José y de Rita, y cinco años más joven que ella, cosa extraña de imaginar en aquellos tiempos. El 4 de febrero de 1907, en la iglesia de El Pozuelo –cómo no- y tras pronunciar los protocolarios “si quiero” ante el cura don Pedro Ramos Lagares y su Jefe, y de que firmaran como testigos Francisco Feria Conejo y Leopoldo Vélez de la Banda, este último hermano de la novia, fue día de boda y celebración en la aldea.
No es de extrañar que, el arroz a punto de pasarse, los recién casados se aplicaran de lleno a sus deberes, resultado de los cuales irían viniendo al mundo Manuel (que moriría en la guerra civil), Teodora, José y Andrés, al que todo el mundo llamaba Emilio..., supongo que por cosas de los pueblos. Luego ya no hubo lugar a más arroz, o este se pasó definitivamente.

La memoria de la gente la recuerda como una mujer alta y delgada, vestida de negro y con un pañuelo a la cabeza, costumbre de los tiempos.

También la recuerdan extremadamente alegre, y a la que siempre se la veía con una cesta de mimbre en la mano y las llaves de la iglesia del pueblo en la otra. Recuerdan igualmente que se levantaba a las 5.00 de la mañana para aviar los animales y la casa. A las 7.00 anunciaba “el alba” en las campanas de la iglesia, se iba al campo a trabajar con las bestias y sobre las 12.00 volvía al pueblo para tocar “angelus”. Marchaba de nuevo a sus quehaceres y a las 14.00 horas volvía a la iglesia para tocar “vísperas”.
Sus tardes transcurrían ocupada con nuevas faenas y a las 20.00 horas de nuevo estaba en la iglesia para tocar “el rosario”. Acabado de rezar el rosario tocaba “ánimas” y… hasta el día siguiente.
Tanta campana, tanta iglesia y tanto rosario hacía decir a la gente que era más beata que el cura.

Dado su carácter jovial, cuando llegaban los carnavales era de las primeras en disfrazarse. Lo hacía vistiéndose de gitana de las que pedían por los pueblos, y se adornaba con una trenza larga que fue de su madre. A los niños les tiznaba la cara con carbón para disfrazarlos y solía llevar en la cesta un pedazo de pan y un trozo de chorizo. Cuando alguno decía que tenía hambre les refregaba el chorizo por la boca, pero no permitía que ninguno de ellos le diera un bocado, única manera de conseguir que el trozo de chorizo durara todo el carnaval.

No era la abuela Esperanza mujer de penas, aunque las tuviera como todo el mundo. Por el contrario, era frecuente verla contando chascarrillos. De tener alguna aflicción, su confidente era su vecina Isabel; pero poco dada al chismorreo, cuando la hacía partícipe de alguna confidencia, siempre le añadía: “Y de esto chitón, que está padre en el cajón”.

Una hepatitis crónica acabó con su vida el 2 de Noviembre de 1954, con 78 años, en El Pozuelo. Tenía yo algo menos de dos años y no pudo llegar a conocerme. A su lado estaban su yerno Emilio Delgado, marido de la tía Teodora, y José Domínguez, uno de sus hijos.
-Descanse en paz, susurró en voz baja don Manuel Pérez Rivera, el cura que le dio sepultura.

Con el último “intro” de mi portátil al escribir esta crónica pretendo reparar, en lo posible, dos dolores de corazón; el de mi abuela y el mío propio.
¡Va por ti, abuela!

A los 65 años



Agradecimiento:
Este cristalito no hubiera podido subir a La Vidriera sin la colaboración, absolutamente indispensable, de mi prima Elena, tan diligente como guapa, a quien agradezco de veras se tomara la molestia de recopilar –por un capricho de su primo- la totalidad casi de los datos que se ofrecen.
Apunte para ratones de biblioteca:
Investigando por la otra parte del árbol genealógico, he dado en averiguar –gracias al tío Antonio Moreno… el único que guarda memoria a estas alturas- que mis bisabuelos, los padres del abuelo –por parte de madre- Bartolomé, se llamaban Juan Moreno Rubio e Isabel Téllez Vega.- Ambos eran de Jiméra de Libar (Málaga) pero vivieron mucho tiempo Teba, con último domicilio en calle Antequera nº 9. Él era capataz de Vía y Obras de Renfe.- Marchaba al tajo en un borrico y completaba jornadas de trabajo de sol a sol durante quince días.- Volvía a casa para apañar ropa y cuerpo y regresaba de inmediato al tajo.- La abuela Isabel tuvo seis hijos (Bartolomé, Juan, Isabel, Dolores, Francisca y Francisco) y todos trabajaron en la Renfe.


16jul-122*
Aquí teneis una foto de los dos, facilitada igualmente por el tío Antonio.