La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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20/12/10

La Habana

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Se llama Ramón. Ramón Sánchez, abundando en lo documental. Lo sé porque lo pone una plaquita que sujeta en el bolsillo de su camisa.
Y es el encargao.
Desde el otro lado de la barra, gestiona, desde siempre, los intereses comerciales del café La Habana. Hoy, que llueve y la parroquia acude mojada y somnolienta, parece que Ramón durmiera aquí.
Es el único que no viste uniforme, aunque siempre lo hace casi de la misma manera; pantalón oscuro y camisa de manga corta en tonos pálidos.

Ramón, el encargao, parece no hacer nada; sólo mira. Únicamente cuando los suyos se ven desbordados, que es casi nunca, echa una mano con lo que tercie.
Los camareros, todos de uniforme, blanco-negro y lila, todos con pajarita, deambulan cada uno a lo suyo. Uno a la cafetera… y sólo a la cafetera -solo para presing, le cantan-, otro a la barra, otro a las mesas, otro a la terraza. Yo, que no conozco sus nombres, les he bautizado por su referencia; el flaco, el nervioso, el joven, el calvo, el pistolero. Caminan siempre presurosos, aunque el local esté vacío, y no sonríen casi nunca.
Si alguno de ellos duda entre azúcar o sacarina, no lo pregunta al cliente sino a Ramón si anda cerca. Ramón sentencia si una cosa u otra, que lo sabe porque es el encargao.

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La Habana es una cafetería de estilo colonial, anclada en una esquina de la Avda. de Cabo de Gata, en el barrio del Zapillo, allá cerca del mar. Las paredes están recubiertas de madera, la iluminación la proporcionan quinqués de colorines y del techo cuelgan originales pai-pais que oscilan pausados para refrescar el ambiente. La atmósfera, calida y decadente, tiene algo que me atrae.
Alguna vez vi una mujer, guapa, ausente e igualmente decadente, que apoyada en la barra entabló una conversación amistosa con Ramón. Hay algo entre ellos dos.

En la cocina, gorrito reglamentario sobre las cabezas, otro hombre y otra mujer se ocupan de servir las tostadas y churros del desayuno, las tapas del aperitivo o los pasteles de la merienda. En la planta de arriba, cerrada al público, se encuentra el obrador en el que elaboran sus propios productos y repostería.

La clientela de La Habana es fija. Y numerosa. Son mayoría las personas de edad avanzada, pasados los cuarenta, y con evidente poder adquisitivo.
Porque el café, en La Habana, es treinta céntimos más caro que en cualquier otro sitio de los alrededores. No es que sea mejor, ni que proceda directamente de Cuba –como cuenta una leyenda zapillera-, pero si es más caro.
Una de las voces de mi conciencia diría que es el precio a pagar porque tengan empleo ocho personas en vez de cuatro, razón suficiente para que siga acudiendo al lugar.
La Habana está decorada con originales y rebuscados detalles. Radios y teléfonos antiguos, fotos en blanco y negro, maquetas de barcos, objetos de cartografía y un piano de cola al fondo del salón.
Y entre todos esos objetos, adusto, serio y vigilante, Ramón… el encargao.

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22/11/10

crónicas batuecas (... y 4) / la cama m'echó p'atrás.


La idea no era mala. En los umbrales de la senectud, se trataba de explorar nuevos territorios, dar un paseo a la parienta y descubrir diferentes enclavamientos en los que acomodar, si llegara el caso, los muchos años.

Oí hablar de Yuste, a las puertas de Las Batuecas, y hacia allí que encamine el Ibiza, tan viejo ya como el que escribe pero, como este, con las itv’s ajustadas a derecho, a mayor gloria de los vinos con solera. Bien es verdad que, tanto al uno como al otro, no les vendría mal el cambio de la correa de distribución.

Si Yuste fue digno retiro para un emperador, mandamás de todas las españas que en el mundo eran, y eran muchas por aquel entonces, también lo podría ser para un tarugo nacido a la sombra de la serranía de Cádiz, tierra esta que sin desmerecer la Extremadura conquistadora ya había colocado el non plus ultra una miajilla más allá de Chiclana.

Así que plantada la tienda a la sombra de la torre del Bujaco, pasé unos días, el abanico en una mano y la Nikon en la otra, recopilando datos con los que documentar el “informe Retiro”.

Y resultó que las Batuecas, exploradas al calor del verano, se asemejan a los hornos de Pedro Botero, sólo comparable en lo extremo –al decir de los lugareños- a lo frío que puede resultar el invierno.
Cuacos, a tiro de piedra de la conquistadora Plasencia, en el corazón mismo de La Vera, no es sino el resumen de aquella tierra, verde y canela, frío y calor, a partes iguales.

Averigüe así que el emperador en cuestión debió ser hombre en extremo religioso, hasta el punto que, postrado en cama por su enfermedad, no tuvo el menor reparo en abrir un hueco en la pared de su dormitorio para desde el lecho poder seguir la celebración de la santa misa.
Luego quiso enterrarse mitad dentro mitad fuera bajo el altar de la basílica, una cosa bastante rara, pero terminó enterrado en El Escorial porque de todos es sabido que, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Y el vivo, que fue su hijo Felipe II (a) el Prudente, dispuso que se enterrase más cerquita de Madrid. Es que Cuacos, digan lo que digan, queda bastante lejos de todas partes.

Soleado al fín por todos los soles cacereños, pateados la totalidad de los caminos batuecos y recogido finalmente en el pequeño y enlutado dormitorio que fue testigo último del último suspiro del emperador, tanteado con reparo el colchón que fue depositario del cuerpo abandonado del alma, convine conmigo mismo en que aquello no era para mí.

Y es que, si bien podría enumerar ciento y un detalles que desaconsejan mi retiro a tan afamado lugar, a mí, lo que de verdad m'echó p’atrás… fue la cama.


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Vista personalizada de la alcoba del Emperador.
Gentileza de mi amigo Rafael (a) el Séneca, a quien habré de pagarle el detalle en especias sacadas de mar. A ser posible, a la sombra de La Fabriquilla.



24/9/10

crónicas batuecas (3) / el charco de las nutrias.

A mi amigo Antonio Atienza, a mi hermano José Antonio, porque con ellos todo resultó, sino más fácil… si más entretenido.

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Bien es verdad que la aventura que hoy les vengo a contar, no se corresponde en el espacio con el título que la cobija, pero si en el tiempo, y me ha parecido oportuno trastear lo imprescindible los recovecos de los recuerdos no fuera a ser que, con las pamplinas, se perdieran los hechos por el desagüe de la memoria.
El caso es que coincidimos Lagartija y este que les cuenta en las faldas de Sierra Bermeja cuando una tarde de sopor, mientras huíamos del calor de agosto a la sombra de una tasca del puerto pesquero y con la excusa de tomarnos un café que sabía a rayos, oímos a un lugareño contar sobre lo ordinario y extraordinario de un lugar que él conocía por “el charco de las nutrias”, paraje este donde no había estado jamás… pero que debía ser la leche.

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Así que esta vez, para huir de la amenaza del aburrimiento, acordamos Lagartija y yo que sería bueno salir de guacabaud y llegar a la maravilla esa de Las Nutrias, algo así como Eldorado para el lugareño aquel que dejaba sobre la barra aluminizada de La Escollera, con la ceniza de su cigarro, un espeso sudor impregnado del aroma rancio de una lonja vespertina.

Como todo explorador que se precie, preguntamos y nos documentamos. Por llevar, hasta llevábamos en la mochila –con una brújula regalo del Coronel Tapioca- un primoroso mapa extraído del Internet. Mapa este que nos debía acercar, sin posibilidad de error, al destino programado.

Hasta el límite del territorio civilizado la cosa fue más o menos bien. Algunos dislates en el kilometraje marcado, pero el norte seguía siendo el norte y el sur seguía siendo el sur. Con todo, el mapa debía de estar hecho con el culo, porque rebasado el acueducto sobre la autovía, principio del ignoto territorio, aquello fue Babel.
La brújula marcaba el este y el sentido común el norte, el mapa decía bajar y la ruta sólo hacía subir… y subir… y subir…
La hora del ángelus, agosto, un calor del copón, ni pájaros en el aire, los lagartos emigraron hace tiempo, el mapa en una mano, la brújula en la otra, las gafas –de ver- en la punta de la nariz y una cara de tonto que te cagas.
Pensé en hacer una llamada para contar por donde andaba, pero el móvil no tenía cobertura. Así que asumí que, si por fin sobrevenía el zamacuco, me encontraría el próximo explorador de pacotilla que pasara por allí.


Tanto subimos que coronamos el Puerto de la Mentira, llamado así porque a cualquiera que se lo cuentes te dice que es mentira que tú hubieras estado allí. Y menos en bicicleta.
Coronado el puerto, sin rastro ni de las nutrias ni del charco, observamos que un camino forestal caía al lado norte de la montaña. Nos sentamos a debatir Lagartija y yo y debatimos que, si bajábamos al otro lado… y luego no había salida, y había que volver a subir, lo que subirían serían nuestros restos cuando los levantara el juzgado de guardia de turno.

Así pues, intento fallido, desde allí mismo nos descolgamos en sentido inverso y cuando escribo “nos descolgamos”, pueden interpretarlo en el sentido literal de la expresión.

Incompetentes pero tozudos, el segundo día de guacabaud, una vez utilizado el mapa para limpiarnos el culo y nuevamente documentados con testimonios de gente que una vez oyó, una vez leyó, una vez quiso ir, nos pusimos de nuevo en el camino. Esta vez por otra ruta. Esta vez… también nos perdimos.
Perdidos andábamos cuando vimos acercarse un ciclero en sentido contrario al que seguíamos. Nos contó, mira tú que cosas, que él también andaba extraviado, que venía ni dios sabía de donde, que llevaba dos días con el bañador y la toalla en la mochila y, pese a ser aborigen del lugar, aún no había podido meter las patitas en el agua.

Tomamos buena nota de sus desventuras y rectificamos nuestra ruta en base a lo que nos contaba. Colocamos al Lebrijano en la banda sonora, calle arriba… calle abajo, y seguimos camino. Al llegar al cauce seco del río, vinimos a dar con quien Lagartija dio en llamar “el último mohicano”, y ello en base a su tez aceitunada, su vestimenta tipo “el corte chino”, su gorro modelo Cocodrilo Dundee, y porque detrás de donde él vive ya no vive nadie.

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Fue allí donde tuve que dejar a Lagartija. Hay parajes que ni las más intrépidas bicicletas pueden hollar. La deje oculta entre unos arbustos, le acaricié la rueda trasera y me perdí cauce arriba, saltando entre matas y roquedal.
A los trescientos metros de escalada el agua salió a mi encuentro. Primero tímidamente, luego saltando con alegría, finalmente de modo torrencial y desinhibido. A unos dos kilómetros de donde dejé a Lagartija, me sorprendió la naturaleza. Al coronar un alto de roca de unos dos metros de altura, me asaltó la belleza agreste, silenciosa y solitaria, de lo que yo creí mi destino; una piscina natural de agua de montaña.

Como no tenía quien inmortalizara el momento, quien diera memoria de mi logro, coloque la mochila a la orilla del agua, le acomodé la gorra y las gafas de sol… y disparé la cámara. Valdría para documentar que yo, piltrafilla pero tenaz, había estado allí. Fue algo así como clavar el piolet y la bandera en la cima del Everest.

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Y volví sobre mis pasos.
Y se lo conté primero a Lagartija. Y después a todo el que me quiso escuchar.

Y entre los que me escucharon, estaba quien sabía. Quien sabía más que yo… que deben ser muchos; pero este estaba en el lugar y tiempo adecuado, no perdiendo tiempo en chafarme la ilusión.
Así que no tuvo reparo en contarme que lo que yo creía el charco de las nutrias no era más que el charco de las extranjeras. También de admirar, pero ni mucho menos el afamado paraje natural que yo perseguía.

Nos vimos en la necesidad de programar una nueva salida, un nuevo itinerario, unas nuevas ganas y un renovado afán para descubrir la luna.
Esta vez viajamos acompañados de mi amigo Antonio Atienza, tenista cualificado pero igual de ciclero piltrafilla que el que les cuenta, y del Bosco Chico… que le ha cogido gusto a esto de explorar a golpe de pedal.

A estas alturas ya he consumido la mitad de las letras de que disponía, como entonces la mitad de las fuerzas a emplear… así que habrá que resumir.

Está lejos, bastante lejos, no viene en los mapas –en ningún mapa-, no es aconsejable subir en agosto pero… ojo… en invierno puede ser peor. También hubo un punto en que tuvimos que abandonar las bicicletas y continuar a golpe de zapatilla.

Hubimos de caminar.
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Hubimos de escalar, descender, vadear, nadar.
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Pero mereció la pena. Lo que hicimos no es sino el precio, rebajado al día del espectador, de lo que nos esperaba al final… EL CHARCO DE LAS NUTRIAS.

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Y para que sus mercedes no piensen que les estoy contando milongas, me he permitido –con sumo gusto- dejarles el adjunto reportaje fotográfico.

Para que metan el dedo en la llaga… y se mueran de la envidia.

He vuelto al lugar el 1 de septiembre de 2012.

Ha sido reconfortante porque pude comprobar que han limpiado –a conciencia- la zona. La última vez que visité el lugar, hará ocho o diez meses, aquello se había convertido en un estercolero gracias a la sensibilidad de los senderistas del todo a cien, aquellos que llegan con el coche hasta la orilla misma del río Castor, donde ya es imposible continuar más arriba y no tienen más remedio que echar las patitas –nunca mejor dicho- abajo. Veremos cuanto dura.


Llegar hasta el corazón mismo de la Charca de las Nutrias viene a ser una experiencia religiosa, que cantaría el Iglesias; aunque aconsejo no hacerlo nunca solo… por si los accidentes.

No puedo ni quiero sustraerme al placer de traerles dos nuevas fotos de esta excursión, acompañadas del ruego de que protejamos el lugar.

yo estuve aquí

coronando el charco de las nutrias

crónicas batuecas (2) / la torre de Aliseda.

Hoy tocan documentales de la 2. No es bueno que todo sean pedaladas y aventuras tipo tras el corazón verde.
Así que les hablaré de torres; de una torre en particular, la última que llamó mi atención.
Yo la bauticé como la Torre de Aliseda, pero en realidad se denomina Torre de la Higuera, a medio camino entre Malpartida y Aliseda.
Su ruina se levanta en un páramo desprotegido, fuera de elevación alguna que no sea una formación rocosa de muy baja altura y más baja situación estratégica. En su base se adivina el opus incertum*, propio de los campamentos romanos, lo que hace pensar que pudo ser un puesto defensivo, o una torre vigía, en el camino de Medellín a Alcántara cuando las legiones romanas pacificaban Iberia como ahora las nuestras pacifican Afganistán, sólo que entonces no salía en la CNN.

Por la poca o nula documentación encontrada sobre la torre, parezco deducir que tanto a la administración, como a su actual propietario –formó parte de varios señoríos- como a los lugareños, les importa un huevo de pato. O sea, que de aquí a tres días de la torre no quedarán mas que los sillares (si colaboran las cigüeñas, uno y medio). Y quedarán los sillares si, como en otros sitios ya ocurrió, no son expoliados para emplearlos en otras construcciones más del tipo casita de fin de semana.

Las torres vigías, como las ruinas, son algo que siempre han llamado mi atención. Ustedes, muy suspicaces, enseguida lo relacionarán con el impulso fálico tan tópico de la gente primitiva. Por aquí, por el sur del sur, tenemos innumerables muestras de ellas… aunque de distinto origen pues casi todas se levantaron como defensa a las incursiones piratas de los seguidores de Alá. Les he dejado repetidas muestras en el lugar de la red donde colecciono estampitas.

¿Que porqué les cuento esto?
Muy posiblemente porque nunca vuelva a pasar por el lugar, el tiempo cada vez da para menos.
Y si no lo cuento… dentro de unos años –pocos ya- encontraré la fotografía en una caja de cartón y mis conocimientos sobre la torre de Aliseda se habrán ido por el desagüe de la memoria.

(*) Del latín, obra irregular. Que venía a ser, traducido al cristiano, que la obra se hacía con la colocación de sillares irregulares ordenados como Júpiter les fuera dando a entender.

la Torre de la Higuera

15/9/10

crónicas batuecas / el cementerio alemán

Hace unos días, mientras peregrinaba hacia Yuste con el único objeto de comprobar, sobre el terreno, si lo que había sido bueno para Carlos V podía ser bueno para mí, tope de bruces con el cementerio.
A escasos metros del lugar donde el emperador entregó la cuchara, disimulado a la salida de una curva, se encuentra el cementerio más original de los que yo hubiera podido visitar hasta ahora.

Una placa situada junto a la cancela herrumbrosa de la entrada, abierta de par en par, no deja dudas sobre lo que tenía ante mis ojos: DEUTSCHER SOLDATENFRIEDHOF, o lo que es lo mismo, Cementerio Militar Alemán.
Con el respeto que la cosa merecía me adentre por la senda que lleva a su interior hasta quedar atónito con lo que se ofrecía a mis ojos. En una explanada rodeada de olivos, de aproximadamente 80 metros de largo por 50 de ancho se alinean, en marcial formación, 180 cruces de granito negro bajo cada una de las cuales descansan los restos de soldados alemanes que, por una u otra causa, vinieron a morir en territorio español durante la primera o la segunda guerra mundial.

Sobre cada una de las cruces el nombre del soldado, su rango militar, y las fechas de nacimiento y muerte.
Allí no veréis más capillas, más jardines ni más monumentos funerarios. Un sencillo porche y un espartano banco de madera es todo el cobijo que se ofrece al visitante. Los que allí reposan no necesitan de ninguna otra comodidad.
Ya de puestos, y dado que no puedo dejar de lado mi vena cotilla, vine al conocimiento que los que allí descansan son 26 soldados alemanes fallecidos en la primera guerra mundial y 150 de la segunda, por lo general tripulación de barcos hundidos frente a las costas españolas o aviones derribados en nuestro cielo; entre ellos los 36 tripulantes del submarino U-77 que el 29 de marzo de 1943 fue hundido frente a la costa de Calpe por dos aviones británicos con base en Gibraltar.
Como el resto de sus compañeros todos andaban desperdigados por suelo español hasta que en 1980, algún desocupado alemán se ocupó en reunirlos a todos y trasladarlos a un lugar común.

¿Porqué Yuste?
Supongo que, estando donde ya estaban, por cercanía al que fue su emperador, porque el desocupado alemán resultó hispanófilo y porque, definitivamente, como el sol español no hay sol que caliente los huesos.


los alemanes de Cuacos

6/9/10

el vicio solitario.

Uno sólo debería asomarse a este lugar, pegar cristalitos, cuando tiene alguna buena fotografía que mostrarles, algo que les pinte una sonrisa, les ilumine el día o sirva, como poco, para contarles algún cotilleo tipo La Noria que les ponga en la pista de que en todas las casas hay un cuadro ladeao. Se ahorraría con ello un buen número de pamplinas escritas y una no menos considerable merma en su prestigio como escritor, si es que alguna vez tuvo de eso.
Si ello no es así, las más de las veces, es porque la fotografía ha quedado impresa en la tarjeta dt –desastre total- del alma y no en la sd de la Nikon. En uno y en otro caso, mal que nos pese a ustedes y a mí, me veo en la necesidad de exponerlas.
Otros van al psicólogo y yo pego cristalitos pero, sin lugar a equivocarme, es la misma cosa.

El caso es que hoy creo que está justificada mi presencia aquí. Hoy les traigo cotilleo de primera calidad. Podía haberla titulado de otro modo, algo más genérico, pero estoy muy influenciado por Don Camilo y se me pegan con facilidad todas las guarradas.
La descubrí hace unos días en un lugar muy frecuentado de mi barrio.
A mí no me parece ni mal ni bien, más bien que mal, pero no deja de sorprenderme que con la cantidad de meapilas y de tiquismiquis tipo “me la agarro con papel de fumar” que hay en mi ciudad, aún no haya puesto nadie el grito en el cielo.
Máxime cuando el graffiti, una verdadera obra de arte por lo expresivo, se encuentra en el obligado paso hacia uno de los colegios más importantes de la zona.

Quizás sea que nos vamos sacudiendo viejos prejuicios o que aún no la haya visto el tonto de turno (pa mi que va a ser lo segundo), pero este año va a comenzar el curso con una clase gratuita de educación sexual.

En cualquier caso lo que si me parece estupendo es la invitación al disfrute, al gozo y a la vida sana. Porque… ¿sabe su merced?... resulta que eso de que se te caen los ojos o te quedas tontito, como tantas otras cosas, ha resultado ser purita mentira… cosas de curas.

el vicio solitario


NOTA DEL AUTOR: Desgraciadamente, el graffiti sobrevivió pocos días. El censor de turno no podía permitir semejante impudicia. Su sentido de la moralidad, y su spray de pintura negra, hicieron el resto. No me voy a tomar la molestia de mostrarles como quedó tan original dibujo.

23/7/10

Mira que está lejos Japón.

Esta vez, a falta de fotografía que les ayude a tragar la píldora, les voy a dejar banda sonora. Para que les acaricie los oidos mientras se tragan el tocho de rigor. Que les sea leve. 





Al hilo de mi crónica Cazallera, me apuntaba un amigo sospechoso, a micrófono cerrado, que cuento mis viajes a cualquier parte cual si el destino hubiera sido la luna. Y que yo, al fin y al cabo a pedales, lo más lejos que había estado era en Ceuta. Tiene ese amigo sospechoso mucho de razón… pero no toda. Se le escapa al sospechoso un detalle sustancial. A mi modo de ver las cosas, que no digo que sea ni mejor ni peor… pero es el mío, lo fundamental de cada viaje no es el destino, sino el camino. 

Y quiero contárselo a mi amigo, el sospechoso, a micrófono abierto. Para ello me va a ayudar una especie de parábola... Tengo otro amigo, este para nada sospechoso, que estuvo no hace mucho en Japón. Pongamos que se llama, mi amigo digo, Rafael. Japón, mira que está lejos Japón. ¿Se acuerdan de aquella canción de Los Chanclas? Japón es el sitio que está más lejos del mundo. No debe de haber lugar más alejado que Japón. Y allá que se fue mi amigo Rafael… con dos cojones. Y se fue, ni más ni menos, que a enseñarles Aikido a los japoneses, que ya tiene narices la cosa. 

Habrá Rafael hecho cosas importantes en su vida pero, desde el color de mi cristal, dos superan todas las demás. La primera, en el plano profesional y perdonarán sus mercedes que no me extienda en detalles, hacer una tortilla sin cascar los huevos. Y la segunda, en lo personal, irse de vacaciones al Japón y conseguir dejarse a la mujer en casa sin que eso le costara el matrimonio. Admiro yo al tío este. 

Pues bien, mi amigo Rafael, con todo y haber estado en Japón… y mira que está lejos Japón, no ha dejado –que sepamos- huellas para seguir su viaje. A lo mejor es que tampoco quería. Pero resulta, que uno, que na más ha llegao a Ceuta… parece como si hubiera pisado la luna. Y es que de eso se trataba. Eso es lo que quería contarle a mi amigo el sospechoso. Mis nietos, mis amigos, aún los sospechosos, cuando dentro de muchos años se asomen a La Vidriera sabrán que alguien que se hacía llamar Mairena estuvo en Cazalla y que disfrutó tanto pateándola como contándolo. 

Quería contarle también que uno, que empezó a colgar cristalitos en La Vidriera allá por mayo del 2007 lo hizo sin ningún ánimo preconcebido. Pero que a estas alturas, el número de visitas –clientes, les llamo yo- superas las dieciséis mil, extremo este fácilmente demostrable. Y que si, que serán pamplinas, pero que no sólo de eruditos, Lopes y Unamunos, vive el lector. Si uno, en lugar de haber ido a Ceuta hubiera podido visitar Japón –mira que está lejos el Japón-, en lugar de un cristalito hubiera colgado una vidriera entera y en vez de tener 16.000 clientes lo mismo tenía un millón. 

Pero…, ¿dónde iba yo a meter a tanta gente?

12/7/10

Una pica en Flandes, otra vez.


-Señor, Flandes es un infierno; llueve sobre mojado y el sol es negro.

-Sin Flandes no hay nada, capitán. ¡Necesitamos ese infierno!
(Alatriste al Conde Duque de Olivares).

Han pasado ya dos años, desde la lluviosa noche del 29 de junio de 2008, en que vi proclamarse a la selección española de fútbol campeona de Europa.
Aquella noche, en la plaza del torico de Teruel, tras el gol de Fernando Torres, el cielo se echó a llorar –vamos a suponer que de alegría- y cayó la de dios es cristo en forma de diluvio universal. Nunca nos habíamos mojado tan a gusto como aquella noche. Lo dejé contado aquí en forma de cristalito (junio-2008).

Hasta anoche. Anoche, a lomos de una Babieca adornada con la del “a por ellos”, paseamos las calle de la ciudad remojados en el agua de las cien fuentes ocupadas por gente con el corazón tan henchido como el mío. Por la parte que me tocaba.

No encuentro mejor cita para describirlo que la apuntada en el encabezamiento. Flandes volvió a ser un infierno, volvió a llover sobre mojado y el sol ni siquiera apareció.
Carlos V ya no estaba, pero la bandera tenía las mismas hipotecas y se sustentaba con los mismos mojados corazones.
Si contra los alemanes ganamos a caballeros, ahora lo hicimos sobre la zafiedad y la marrullería, contra macarras mal encarados y barriobajeros vestidos de naranja mecánica y amparados por un árbitro –infame calvo y sajón- que, en lugar de mandarlos a la caseta, se dedicaba a charlar con ellos. Triunfó el buen gusto, el trato exquisito al balón, la elegancia y el arte.
Y si, fueron los nuestros, esta vez fueron los nuestros. Esta vez nosotros fuimos los mejores. Esta vez la pica la clavó uno de Albacete.
Perdonarán sus mercedes que no me extienda más en la crónica; poco más queda que decir y aún perdura la resaca. Después del partido la gente de mi ciudad, como las de tantas otras, se echó a la calle. Fue como en San Juan, pero no a la orilla del mar. Salimos a la calle para gritarnos que podemos, que somos dedos de la misma mano. No ya en esto del fútbol, que viene a ser meramente anecdótico, sino en cualquier otra cosa.
Ojalá sepamos conservar los mismos valores para aplicarlos a otro orden de cosas, en esa otra vida que sigue, ajena a festejos e igual de amarga que siempre.
Esta vez, que nos quiten lo bailao, los nuestros fueron los más listos, los más guapos y los más guay. Esta vez, fuimos nosotros los que besamos a la guapa de la película pasándonos el guión por las entretelas.
Anoche, loado sea el altísimo, volvimos a poner una pica en Flandes.
Otra vez.

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28/6/10

tras los pasos de Edurne.

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Lo mío con las Vías Verdes va a ser algo así como lo de Edurne Pasaban con los catorce ochomiles.
Salvando las distancias, claro. Pero si tiene en cuenta su merced que uno no es de Bilbao, y que tira a friolero, sustituir cumbres nevadas por desheredados trazados ferroviarios, son diferencias tan sutiles que ni el lector más avezado reparará en ellas.
Algo mágico se enreda en los senderos de las Vías Verdes; desde la recuperación para la vida de pueblos que languidecían en la rutina y el aburrimiento, al milagro de encontrar a Caperucita Roja cruzando el bosque a golpe de pedal.

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Le tocó el turno ahora a la vía verde de la Sierra Norte de Sevilla. Y con esta ya llevo cuatro. Espero que antes de que la vejez me arrumbe definitivamente, haya podido completar las catorce. Talmente como la Pasaban, pero con menos alboroto publicitario y mediático. Justificable esta última circunstancia en que, verdaderamente, ella es bastante más guapa que yo.

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Así que esta vez, que nos juntamos ciento y la madre porque el Bosco chico le ha cogido el gusto y se adjuntó el toque femenino, establecimos nuestro cuartel general en Cazalla de la Sierra, pueblo famoso por sus anises y sus cigüeñas, elementos ambos con sobrada cantidad y calidad.

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Iremos despacio para no caernos. Parece oportuno, antes de subirnos a la bici, dejar memoria de algunas consideraciones sobre el entorno. Tiempo habrá luego de recrearnos en la parte técnica.

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Cazalla de la Sierra, ya me perdonarán los cazalleros, es un pueblo tirando a serrano por definición y a sosito por vocación. Y digo lo de sosito porque, excluyendo la feria, la romería de la Virgen del Monte y las propias vivencias de esta sobresaliente Vía Verde, aquí el más principal evento parece consistir en reunirse en torno al kiosco de las papas situado en la plaza del Carmen y, bolsa de papas va… bolsa de papas viene, como en las ferias antiguas, 2.50 euros la ración, el personal se arremolina cual si fuese un botellón cualquiera para comentar las vivencias del cada día.
Alanís queda fuera del trazado de la Vía Verde, a mitad de camino entre Cazalla de la Sierra y San Nicolás del Puerto, pero recomiendo un paréntesis para visitarlo. No se puede uno ir de aquí sin poner los pies en Alanís, lo que pueden hacer en la víspera del bicicleo y mientras reconocen el terreno. Es un pueblito que nos ofrece un estupendo y conservado castillo en el alto, la ermita de San Juan a su vera y una fuente, la de las Pilitas, con una leyenda a la que cuesta trabajo sustraerse


http://www.alanis.es/index.php/Turismo/Monumentos/fuente-de-las-pilitas.html

Si la visitan la noche de San Juan, aún pueden tener la suerte o el hechizo –otro milagro- de encontrar sentada en su brocal a la mora Ascia, Ana María pa los cristianos, llorando por la eternidad el asesinato de su doncel la misma noche en que iban a tomar las de Villadiego y el doncel la iba a evangelizar definitivamente.
Ya casi al final, junto a la vía y a escasos cinco kilómetros del Cerro del Hierro, el punto intermedio de nuestra etapa –que luego queda la vuelta-, se encuentra San Nicolás del Puerto, caserío dividido en dos por el río Galindón, el cual se salva con un espectacular puente romano a cuya sombra han construido una poza-piscina y un rebalaje que constituyen el núcleo central de la afamada playa de San Nicolás.


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Eso si, a pesar de los chavales que alborotan en la prueba gráfica que se les adjunta, les juro que el agua permanece fría de cojones en cualquier época del año, por lo que se recomienda abstenerse a los cicleros acostumbrados a climas más cálidos.
Por si lo anterior fuera poco, podemos encontrar en San Nicolás una cuidada área recreativa, allá donde nace el río Huéznar. Tiene de todo; por tener hasta tiene un chiringuito al uso, lugar ideal para reponer fuerzas, sorprenderse por la presencia –un nuevo milagro- de cangrejos en el río y hacer ánimos de emprender el camino de vuelta.


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El Cerro del Hierro, a diecinueve kilómetros en pedales de la estación de Cazalla, es el punto de retorno en nuestro viaje. Natural y monumento, lo conforman los restos del antiguo poblado minero, ahora reconvertido en segunda residencia de la mayoría de los que allí se cobijan. Unos doscientos metros más adelante, se sitúa la enorme hoya que da testimonio de la gloria minera de este paisaje. Hoya que se circunda por una corona de escarpadas rocas, remedo de un pétreo órgano ya para siempre silenciado.
Como en todas las minerías de nuestro país allá por el año 1900, fueron los ingleses los que metieron mano en la tajada. Los ingenieros ingleses ni que decir tiene que vivían como ingenieros ingleses. De aquel colonialismo fundamentalista nos han quedado como prueba la escuela inglesa (mitad iglesia, mitad escuela) y las casas de los ingenieros, ya en ruinas.
Valgan como anécdotas añadidas, para que su merced acuda documentado cuando decida el viaje, que las minas se empezaron a explotar sobre el año 1900 –a manos inglesas, claro-; que el ferrocarril que unía la explotación con la de Cazalla era de vía ancha, en contra de la costumbre de la época; que la explotación se detuvo durante la guerra civil española; que se reanudó acabada esta, ya explotada por una empresa española –las migajas-; que con hierro extraído de este lugar se construyó el puente de Triana en Sevilla y que cerraron definitivamente en el año 1966.


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Tanto al inicio, en Cazalla, como aquí en el Cerro, hemos echado en falta un punto de información en condiciones y un garito donde sentarnos y tomar un refresco –aunque fuera pagando- .
Si es entre uno y otro punto donde necesitas asistencia, que San Cucufato te ayude; no vimos ni un solo agente dedicado a este menester.
Toca ahora pasar a la parte técnica, al pedaleo, suum quisque por el que nos pagan.


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Suponiendo que tomes como punto de partida la estación de Cazalla-Constantina, suponer muy aconsejable porque harás en primer lugar el sentido ascendente, has de estar muy enterado que entre la susodicha estación y el pueblo más cercano –Cazalla- distan 8 kilómetros como ocho soles. Ocho kilómetros de carretera, curva sobre curva, con un desnivel medio del 6’5 % o, lo que es lo mismo, una cuesta del copón.
Ello hace imprescindible que el traslado desde Cazalla a la estación lo debas hacer en coche y con la bici como equipaje. La causa es muy simple: Cuando acabes el recorrido, a ver quién tiene huevos de subir esos ocho kilómetros hasta el pueblo a golpe de pedal. Desde luego yo no, que soy un ciclista piltrafilla e indocumentado.
Bueno, pues situados ya en la estación, la bike a punto y el culo y tus piernas también, hubimos de recapitular para ver por dónde leches empezábamos. La Vía no comienza propiamente en la estación, sino unos metros más abajo. Lo fácil es rebasar el paso a nivel –cuando no venga el tren- y bajar hasta la siguiente curva –unos cien metros- donde se ubica una casa rural denominada “El Paraíso del Huéznar”. Es un lugar donde deben alquilar bicicletas y servir de alojamiento. Y digo “deben” porque estaba cerrada a cal y canto. Tenemos mala suerte nosotros con los servicios.
Así que nos olvidamos del Paraíso del Huéznar y tenemos dos opciones; o seguir unos ochocientos metros por la antigua carretera a San Nicolás del Puerto y luego, al llegar a la altura de isla Margarita, cruzarla y entrar ya en el corredor verde; o tomar a la derecha la carretera para Constantina, cruzar el puente, e inmediatamente de cruzarlo tomar a la izquierda el inicio del ya mentado corredor verde.
Recomiendo la primera de las opciones porque así tienes la oportunidad de patear el recinto de isla Margarita, área recreativa estupendamente acondicionada y lugar ideal para ir a comer la tortilla de patatas.
Llaman a este tramo el corredor verde para distinguirlo de la propia vía verde, que encontraremos unos 4’5 kilómetros más adelante. El corredor no la desmerece; el firme es de tierra compactada y a la izquierda queda la ribera del Huéznar, con inmensos chopos que te dan sombra la mayor parte del tiempo. A la derecha queda la dehesa, prado, pastos, encinas y alcornoques, cochinos de pata negra y ganado bravo suficiente para llevar toros a Barcelona hasta el año 2054.


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Acabado este corredor volvemos a cruzar el Huéznar por un puentecillo con deliciosa umbría y, tras superar una corta cuestecilla, ya ponemos las ruedas sobre la Vía Verde propiamente dicha.
Y de verdad, lo juro por la memoria del Capitán Trueno, que es una pasada. El firme, de slurry, transcurre durante muchos kilómetros por el corazón del bosque, lo que te proporciona sombra y te quita viento. La pendiente es muy suavita, casi inapreciable, se cruzan dos puentes con firme amaderado y un diseño espectacular, así como un túnel que no se encuentra iluminado porque ni puñetera falta que le hace. Durante casi todo el trayecto te acompaña como música de fondo el arrullo del río y los sonidos del bosque y te dará la impresión de haberte sumergido en otro mundo.
A mi se me hizo corto y hubiera querido quedarme a vivir allí por unos meses. Pero el lunes tenía que trabajar…


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Por poner algunos peros:
1. Falta de atención y servicios antes, durante y después. Esto quiere decir que si pinchas, averías o te da un calambre, o te ayudas por ti mismo o yo recogeré tus restos la próxima vez que haga esa vía.
2. Ten especial cuidado al cruzar alguno de los caminos rurales que dan servicio a las fincas del lugar. Los ganaderos y agricultores del lugar van a lo suyo y no entienden de líricas ni de bicicletas.
3. Lleva abrigo sea cual sea la época del año en que la haces. Nosotros la hemos hecho a finales de junio y tanto al amanecer como al caer la noche, vestidos de verano como íbamos, temblábamos como zamacucos. Claro que nosotros somos gente del sur, que si se la meten llora y si se la sacan gritan. Un espeluzno de gente, vamos. Luego nos hemos enterado que al paraje le conocen como la Siberia Sevillana. No van mu descaminaos, no.


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Ya dije que van cuatro. La próxima, si el destino lo permite, será la Vía Verde del Almanzora, que me pilla mucho más cerca.
Acompañado o en solitario, espero tenerle ahí para contárselo. Y es que, si no lo cuento, la cosa pierde parte de su gracia.



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No te vayas sin disfrutar esto; enciende los altavoces y ...


26/5/10

la Maya.

Una de las cosas que más curiosamente llamó mi atención, a la llegada a esta ciudad allá por el año 1985, fue la presencia en la calle de las Mayas.
Así, cuando el mes de mayo iba dejando atrás el gris del invierno, no era raro encontrar –casi en cada barrio- una escenificación infantil espontánea conocida popularmente como “la Maya”.
Una niña, engalanada cual si fuese una princesa, adornada de velos, cintas y flores, sentaba su trono en cualquier esquina mientras toda la chiquillería que le acompañaba asaltaba a los viandantes con la súplica amable de “una pesetica pa la Maya”.

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Finalizada la representación, el montante de lo recaudado era depositado, sin excusa alguna, en la tienda de chuches más cercana. En aquellos tiempos, por una peseta aún era posible comprar algunas barras de regaliz, tres o cuatro chicles y, si me apuran y por un poco más, según cuenta Eduardo D. Vicente en su artículo de La Voz del siete de mayo, unos increíbles polos de limón.

Las Mayas eran una tradición en la ciudad y aparecían por todos los rincones. Nadie se sustraía al encanto infantil de las Mayas. Se acababa el mes y se acababan las Mayas hasta el año siguiente.

La infeliz llegada del euro desplazó la peseta y desplazó también la arraigada tradición de la Maya. No hizo falta esta vez aquel bando municipal que a principios de siglo decretaba la “terminante prohibición de pedir limosna en la vía pública con ocasión de la Cruz de Mayo”. Ni siquiera la iniciativa, esta más cercana en el tiempo, de algunos sectores de la sociedad almeriense que exigían al ayuntamiento medidas para terminar con “semejantes mamarrachadas”.

Del explosivo auge de las Mayas en los años 80/90, hemos desgraciadamente pasado a una tradición cada vez más en el recuerdo y menos en las calles. Una etapa esta de oscuridad en que la celebración se inclina menos a lo infantil y lúdico y más a lo crudo y amargo, trasladándonos al tiempo penoso en que proliferaban los pedigüeños reclamando dinero al grito de “Un chavico pa la Maya, que no tiene manto ni saya”.

Este tiempo de crisis, este barro producto de aquel lodo que amasaron los que nos gobernaron y nos gobiernan, esta sociedad venida a menos, esta eclosión de la pobreza y de la tristeza, ha posibilitado que de aquella alegría infantil de la Maya, de aquella explosión de renacentista primavera, hayamos pasado a las tristes lágrimas de clown esquinero, al devenir en rana de la princesa, a la mueca amarga de la desesperanza y el hambre.

La misma mueca que a ellos les encoge el estómago y a uno, infantil donde los haya, le encoge el corazón y el ánimo al sorprenderse amargamente con el positivado del rostro que ilustra este cristalito.

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la maya del kiosco Chirivia, mayo 2010

14/5/10

Pepe el Largo

José Padilla Esparza, Pepe el Largo pa los de su pueblo, cumplidos los sesenta, se prejubiló en una factoría de la Volwswagen, allá por Wolfsburg y regresó a su pueblo de la serranía de Ronda; donde quema el sol en verano y el frío hiere en invierno.
Atrás dejó 40 años de emigrante, callos en las manos, madrugones de ponerse malo, dos hijos casados en Alemania y una esposa descansando en el cementerio de Kostorf.

Con todo eso a las espaldas, Pepe el Largo decidió que era preferible ver acercarse la vejez en la tierra en la que creció y que un día, recién acabada la mili, le vio alejarse con una maleta de madera en la mano y un nudo muy gordo en el estómago.

No le fue fácil volver a empezar aquí.
De Alemania se trajo el Largo un montón de libros de poemas, una jubilación casi decente y una leve cojera en la pierna izquierda, recuerdo del mal día en que un soporte motor vino a desprenderse del torno que lo sujetaba y caer sobre su rodilla.
Por un tiempo se debatió en tierra de nadie, sin conocerse rondeño ni alemán, ausente de amigos y sensaciones, extraño en su propia tierra, otra vez emigrante a su pesar.

Y fue en ese tiempo cuando El Largo conoció a Teresa.
Teresa era la cartera del pueblo, la que casi cada día le llevaba cuentas de sus últimos intereses en Alemania. Veinte años más joven que Pepe, casada y con algún crío esperándola en casa. Y no es que Teresa, poco o mucho sino nada, prestara una especial atención al Largo, pero donde hay poco para escoger, escoger ya es una victoria.

Sus hijos, los alemanes, pronto dejaron de escribirle tan a menudo como él hubiera querido. Ya se sabe que cada uno tiene su propia vida y es difícil ocuparse de la vida de los demás. Aunque ese demás sea tu padre que, por añadidura, eligió libremente la responsabilidad de la vuelta.

Y fue en esa dejación del cariño filial cuando el Largo empezó a echar de menos a Teresa. La cartera ya no iba, casi cada día, a dejarle las noticias traídas desde tan lejos. Para más inri la calle del Largo era, y es, una calle sin salida. Sólo entra en ella quien algo en ella busca. No había cartas, no había cartera.

Tan de menos la echaba El Largo que convino, a regañadientes, que se había enamorado como un parvulito.
Dicen, los que saben de eso, que no se manejan muy bien los enamoramientos; no estaba en sus propósitos pero sucedió.
También dicen los que saben que los enamoramientos de la vejez son casi tan irracionales como los de adolescencia, y que no son necesario dos para que una pasión se encienda. El caso es que, loco o cuerdo, Pepe el Largo vivía en un sinvivir con la ausencia de su Teresa.

El resultado de esa confluencia de ausencias y desasosiegos encontró remedio en el refranero: A grandes males, grandes remedios.
Un buen día, el Largo comenzó a recibir otra vez correo. Prácticamente a diario Teresa dejaba en su buzón un sobre de color azul y sin remite.
Ya habrán adivinado sus mercedes que era el propio Pepe el que se escribía a si mismo. Esta chalaura infantil, impropia de un hombre maduro que diría la gente que maduró en demasía, le garantizaba la visita diaria de la repartidora.

A veces, junto al buzón, Teresa encontraba una flor cortada y bajo su tallo un papelito doblado con unos versos que, si no eran buenos, que no lo eran, asomaban ternura, deseo y carencias; días, meses y años de carencias acumuladas.
Casi cuatro meses duró aquel intercambio socio-epistolar; porque ella siempre retiraba la flor y el papelito, si es que lo había.
Un sobre vacío a cambio de un saludo y una sonrisa apresurada. La vez que más, un comentario intrascendente sobre el estado del tiempo, los problemas para respirar de Teresa por una desviación congénita del tabique nasal o alguna historia del pueblo.

Una mañana Teresa no vino y fue sustituida por un muchacho larguirucho y con la cara picada de acné. A esa mañana siguió otra, y otra más. Su timidez le impedía inquirir al sustituto sobre el paradero de su cartera. A los diez días José dejó de escribir su dirección en los sobres que luego depositaba en la oficina de correos del pueblo de al lado.

Un par de meses después, Pepe el Largo se vertía sobre la camisa el café que tomaba en el Café Central, en la carretera, ... por donde para el autobús, mientras Isidro el camarero refería con la clientela la mala suerte de Teresa, la hija del Casimiro, que se había quedao en la anestesia sobre la mesa de un quirófano del Carlos Haya de Málaga cuando iban a practicarle una rinoplastia para que respirase mejor. Y es que, ¿sabe?... ser cartero y andar mucho requiere tener bien despejaos los vericuetos de ventilarse.

A los pocos meses de aquello Pepe el Largo dejó el pueblo. La cancela permanece cerrada y en el buzón ya no aparece su nombre ni dirección alguna.

Un vecino lenguaraz me contó la historia al verme fotografiar el buzón, tan deshabitado como un nido de golondrinas en invierno.
Ahora yo la cuento a sus mercedes para que convengan conmigo en que debe ser difícil pasar las horas sin que nadie llame a tu puerta, aunque sea con la excusa de poner una carta sin remite en tu buzón.
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buzón florido

4/5/10

la abuela Esperanza

Alguna vez me da en pensar que somos un pelín raros. La rareza es una forma suave de explicar, o justificar, que tuvieran que pasar casi sesenta años para que reparase en ella, en mi abuela Esperanza.
Nunca, al menos que yo recuerde, estuvo la abuela Esperanza en mi vida. La distancia y, supongo, los posibles, nos mantuvieron alejados el año escaso que coincidimos en este planeta de vivos. Luego, sencillamente, nadie se preocupó de que yo hiciera memoria de ella.

Así que he tenido que plantarme en los umbrales de la vejez, más vale tarde que nunca, para hacer gala de esta afición mía a nadar contra corriente y subvertir lo que se daba por natural; que era vivir en el desconocimiento.
Es cierto, desde luego, que en igual situación se encuentra el abuelo Eugenio, pero sólo sé salvar una memoria de cada vez.
Y no conozco mejor manera de remediar el entuerto, de presentar a mi abuela las excusas que merece, que traerla a La Vidriera, lugar donde no sólo será recordada por mí, sino por sus nietos, biznietos y tataranietos, si es que tienen a bien asomarse algún día a contemplar estos cristalitos.


No sé si será serio mezclar a mi abuela con los indios, pero aquel año pocas cosas más importantes pasaron y tampoco yo soy un tipo serio.

Cuando aún no se habían apagado en los mentideros los ecos de que el general Custer y su séptimo de caballería –fíjese su merced de que tiempos le estoy hablando- habían sido aniquilados por 2.500 indios de varias tribus comandados por el jefe Caballo Loco, venía al mundo en la aldea de El Pozuelo, la noche del 5 de Octubre de 1876, la abuela Esperanza.

Doy por seguro que sus padres, Nicolás y Matilde, ni nadie en El Pozuelo, ni en Riotinto, ni siquiera en Huelva entera, estaban muy al tanto de quien era Custer y sus trajines con los indios, cosa de no tener telediarios, pero son dos importantes sucesos que ocurren paralelos en el tiempo y no es cosa baladí dejar de relacionarlos.
La abuela Esperanza a los 26 años.

Como por aquellos tiempos se bautizaba todo lo que era capaz de moverse, no iba a ser menos la niña y en la iglesia de El Pozuelo, ante una tal Patricia Delgado que consta en acta da fe de su nacimiento, le fue impuesto el nombre de María Isabel Esperanza Vélez de la Banda. Luego en el registro civil le quitarían el Maria Isabel y se quedaría en Esperanza, a secas, que tanto nombre era un lujo para aquella época de penuria. Sirvieron de padrinos, a ver que remedio, Emilio y Eugenia, vecinos de Riotinto y firmaron como testigos Juan y Eulogia Domínguez.


La infancia de la abuela Esperanza, su niñez, se nos ha perdido en el tiempo; como se perdieron el general Custer, sus soldados del séptimo de caballería y los propios indios, pero nos consta que toda ella, como su vida entera, transcurrió en El Pozuelo.

No me cuesta trabajo imaginarla al contemplar las fotografías, cercanas para mí, de Gustavo Gillman, un ingeniero de minas inglés que fotografío la vida rural de Almería a finales del siglo XIX.

La niña se casó no ya tan niña, a los 31 años. El elegido fue Eugenio Francisco Domínguez García, hijo de José y de Rita, y cinco años más joven que ella, cosa extraña de imaginar en aquellos tiempos. El 4 de febrero de 1907, en la iglesia de El Pozuelo –cómo no- y tras pronunciar los protocolarios “si quiero” ante el cura don Pedro Ramos Lagares y su Jefe, y de que firmaran como testigos Francisco Feria Conejo y Leopoldo Vélez de la Banda, este último hermano de la novia, fue día de boda y celebración en la aldea.
No es de extrañar que, el arroz a punto de pasarse, los recién casados se aplicaran de lleno a sus deberes, resultado de los cuales irían viniendo al mundo Manuel (que moriría en la guerra civil), Teodora, José y Andrés, al que todo el mundo llamaba Emilio..., supongo que por cosas de los pueblos. Luego ya no hubo lugar a más arroz, o este se pasó definitivamente.

La memoria de la gente la recuerda como una mujer alta y delgada, vestida de negro y con un pañuelo a la cabeza, costumbre de los tiempos.

También la recuerdan extremadamente alegre, y a la que siempre se la veía con una cesta de mimbre en la mano y las llaves de la iglesia del pueblo en la otra. Recuerdan igualmente que se levantaba a las 5.00 de la mañana para aviar los animales y la casa. A las 7.00 anunciaba “el alba” en las campanas de la iglesia, se iba al campo a trabajar con las bestias y sobre las 12.00 volvía al pueblo para tocar “angelus”. Marchaba de nuevo a sus quehaceres y a las 14.00 horas volvía a la iglesia para tocar “vísperas”.
Sus tardes transcurrían ocupada con nuevas faenas y a las 20.00 horas de nuevo estaba en la iglesia para tocar “el rosario”. Acabado de rezar el rosario tocaba “ánimas” y… hasta el día siguiente.
Tanta campana, tanta iglesia y tanto rosario hacía decir a la gente que era más beata que el cura.

Dado su carácter jovial, cuando llegaban los carnavales era de las primeras en disfrazarse. Lo hacía vistiéndose de gitana de las que pedían por los pueblos, y se adornaba con una trenza larga que fue de su madre. A los niños les tiznaba la cara con carbón para disfrazarlos y solía llevar en la cesta un pedazo de pan y un trozo de chorizo. Cuando alguno decía que tenía hambre les refregaba el chorizo por la boca, pero no permitía que ninguno de ellos le diera un bocado, única manera de conseguir que el trozo de chorizo durara todo el carnaval.

No era la abuela Esperanza mujer de penas, aunque las tuviera como todo el mundo. Por el contrario, era frecuente verla contando chascarrillos. De tener alguna aflicción, su confidente era su vecina Isabel; pero poco dada al chismorreo, cuando la hacía partícipe de alguna confidencia, siempre le añadía: “Y de esto chitón, que está padre en el cajón”.

Una hepatitis crónica acabó con su vida el 2 de Noviembre de 1954, con 78 años, en El Pozuelo. Tenía yo algo menos de dos años y no pudo llegar a conocerme. A su lado estaban su yerno Emilio Delgado, marido de la tía Teodora, y José Domínguez, uno de sus hijos.
-Descanse en paz, susurró en voz baja don Manuel Pérez Rivera, el cura que le dio sepultura.

Con el último “intro” de mi portátil al escribir esta crónica pretendo reparar, en lo posible, dos dolores de corazón; el de mi abuela y el mío propio.
¡Va por ti, abuela!

A los 65 años



Agradecimiento:
Este cristalito no hubiera podido subir a La Vidriera sin la colaboración, absolutamente indispensable, de mi prima Elena, tan diligente como guapa, a quien agradezco de veras se tomara la molestia de recopilar –por un capricho de su primo- la totalidad casi de los datos que se ofrecen.
Apunte para ratones de biblioteca:
Investigando por la otra parte del árbol genealógico, he dado en averiguar –gracias al tío Antonio Moreno… el único que guarda memoria a estas alturas- que mis bisabuelos, los padres del abuelo –por parte de madre- Bartolomé, se llamaban Juan Moreno Rubio e Isabel Téllez Vega.- Ambos eran de Jiméra de Libar (Málaga) pero vivieron mucho tiempo Teba, con último domicilio en calle Antequera nº 9. Él era capataz de Vía y Obras de Renfe.- Marchaba al tajo en un borrico y completaba jornadas de trabajo de sol a sol durante quince días.- Volvía a casa para apañar ropa y cuerpo y regresaba de inmediato al tajo.- La abuela Isabel tuvo seis hijos (Bartolomé, Juan, Isabel, Dolores, Francisca y Francisco) y todos trabajaron en la Renfe.


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Aquí teneis una foto de los dos, facilitada igualmente por el tío Antonio.

4/3/10

La Vía Breve

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Cuando el ayuntamiento de Lucainena decidió anunciar a bombo y platillo, en enero de 2010, la puesta en escena de su Vía Verde, equivocaron a todas luces el adjetivo de calificación.
Y esto es así porque si algo la caracteriza es su brevedad. Tan breve como cinco kilometrillos de nada. Así que antes que hayas ajustado plato y piñón, ya estas divisando a babor la noria de sangre del Cortijo las Tejas, o lo que es lo mismo, el final de la vía como tal.

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Bien es cierto que estos cinco kilómetros están cuidados como un jardín pero, como de mejorar se trata, haremos aquí mención a lo francamente mejorable, que de disfrutar el breve paseo ya dará su merced cumplida cuenta.

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Declaro pecado imperdonable, causa de excomunión y azote público, dejar fuera del circuito las minas propiamente dichas y los ocho hornos de calcinación, santo y seña de la minería en el lugar. Quedan a pocos metros y hubiera supuesto poco esfuerzo anexarlos al recorrido. Trazado que, dicho sea de paso, debiera incluir un recorrido por el casco urbano. Conforme está trazado en la actualidad, el ciclero puede iniciar el recorrido por la Vía sin poner los pies en Lucainena. Y eso, señores concejales de la cosa, es un fallo garrafal por muy temprano que ustedes quieran levantarse.

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Los cinco kilómetros de trazado, que se inician al amparo del pueblo y del peñón a cuya sombra duerme, se hacen en sentido descendente; ciento cuarenta metros de desnivel. A nuestras espaldas quedará la torre vigía, principal de las siete que protegían el emplazamiento urbano, a la izquierda la ermita de Nta. Señora del Rosario y, un poco más adelante, el nuevo cementerio.

El firme se conforma por gravilla y albero compactado. Es de hacer notar que, a pocas fechas de su puesta en servicio, ya se encuentra resquebrajado en algunos puntos. Alegará el abogado defensor que nunca ha llovido como este año; y le responderá el fiscal que como excusa… vale, pero que o lo arreglan o a no mucho tardar habrá que cambiar la calificación de breve por la de ruina.

Muy cuidadas, aunque por la extensión de la vía casi innecesarias, las áreas de descanso. A izquierda y derecha observaremos cortijos rurales, campos de labor y otros de secano. Rebasado el kilómetro 4, en un alto a la derecha, la casa rural de El Saltador, y un poco más adelante, a la izquierda y ya al final de la vía, la noria de tiro (o de sangre) del cortijo Las Tejas.
Se trata de un claro ejemplo del aprovechamiento del agua. La componen dos grandes ruedas, una horizontal que movía una caballería y otra vertical, engranada en la anterior, que llevaba colgada una maroma con arcaduces para sacar el agua del pozo.
Según la documentación recogida sobre el lugar, el mecanismo se situaba sobre un pozo alargado. El agua caía sobre un cajón de madera, de donde partía una acequia hasta una balsa cercana donde se acumulaba para el regadío.

Acabado el camino, que tan a poco sabe, nos queda la alternativa de seguir por lo que se ha dado en llamar “vía compartida” hasta la aldea de Polopos. Son 8 kilómetros más en los que la carretera ocupó la antigua plataforma del ferrocarril, lo que la hace irrecuperable. El eufemismo “compartida” viene a señalar que puede ser utilizada por cualquier vehículo con ruedas o sin ellas, y si bien es cierto que por aquí no circulan ni los zorros, también lo es el que cualquiera puede darte un susto, máxime si te haces a la equivocada idea de que to el monte es orégano.

A destacar, en este último tramo, el único túnel del trazado y los puentes derruidos de La Rafaela –u Olivillos, más próximo a Lucainena- y el del Molinillo, ya cercano a Polopos, llamado así porque a unos doscientos metros se ubicaba un molino, desgraciadamente ya en desuso.

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Al final, a falta de mejor abrevadero en Polopos, siempre se pueden recuperar fuerzas en la cercana Venta del Pobre, a cuyo mostrador podremos dar cuenta de las peripecias del camino.
Mientras nos tomamos una cerveza fresquita que nos reponga del sofoco del camino, podemos soñar lo estupendo que hubiera sido el que, por una vez, se hubieran hecho las cosas bien y del tirón. Esto es, treinta y tantos kilómetros en exclusividad de vía verde entre la mina de Lucainena y el cargadero de Aguamarga.
Claro que eso ya sería la leche. Aquí no se trabaja así.