La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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12/11/16

lo del Cristo

Otra vez va de sentimientos.
Tan de cerca y tan de lejos.
Al hilo de los capillitas sevillanos, del lánguido de Bécquer, hablaba el otro día con un colega allende el Guadalquivir acerca del color especial.

Esta gente, los sevillanos digo, no tienen bastante –nunca lo han tenido- con la semana santa, la feria, el rocío, la navidad, la escapada a Matalascañas y los toros en La Maestranza.

Lo de ayer fue de traca. Esas calles llenas de gente llorosa paseando el Cristo, un Cristo, por el centro de la ciudad… es pa arremangarse. La televisión andaluza, que esa es otra, subtituló el reportaje como “acontecimiento histórico”. Al día siguiente aún no había dimitido nadie. Doña Susana dice que la televisión, su televisión, es de TODOS los andaluces.

Nadie quiera ver en mi comentario una falta de respeto, ni mucho menos. Debo puntualizar que estos excesos de fe, de pasión, o de lo que ustedes quieran llamarle, a mí no me parecen mal. Es más, los respeto y casi los envidio. La pasión es algo que siempre he admirado; tanto me da que sea a la Macarena como a la camiseta del Betis. No sería yo quien les quitaría de las calles ni de las puertas de las capillas.
Pero estos arrebatos me caen tan lejos como la danza Haka de los maorí de Nueva Zelanda. Y, desde luego, le doy el mismo valor.

Seguramente por ser conocedor de eso, mi amigo, el becqueriano, me transcribió una historia real que sacó de un diario sevillano. Quiero que mis nietos la conozcan algún día.

En Sevilla, en el 2009, se ha muerto el último protagonista de una leyenda becqueriana.
Bécquer, después de muerto, siguió escribiendo en su tierra rimas de amor en forma de vencejos de la primavera y leyendas trágicas y hermosas en forma de un trozo de dolor en la vida de un gran delantero centro del Sevilla F.C.

Este último becqueriano que se ha muerto era Juan Araujo Pino, aquel 9 glorioso al que llamaron "El Pato" porque corría sobre los talones hacia el área contraria, en la mítica alineación del viejo Nervión: Bustos, Guillamón, Campanal, Valero, Ramoní, Enrique, Liz, Arza, Araujo, Domenech y Ayala.

El Pato Araujo colgó un día sus botas de delantero centro y su camiseta con cordoncillos como de pescadora playera, y puso un garaje.

Tenía una vida próspera, cuya felicidad... ay, pronto se vio truncada con la grave enfermedad de un hijo. Lo llevó a los mejores médicos, sin que hallaran remedio. Con un hilo de esperanza en su desesperación, acudió muchas tardes a la iglesia de San Lorenzo, a pedirle al Señor del Gran Poder que lo curara. Un día y otro, hasta que el pobre muchacho murió. Entonces, enrabietado por el dolor de la guerra de la vida en la que los padres entierran a sus hijos, fue de luto a San Lorenzo y, encarándose con el Gran Poder, le dijo:

-Que sepas que ya no vengo más a verte porque no has querido salvar a mi hijo. Así que si quieres verme, vas a tener que ir tú a mi casa...

Pasaron los años. Se celebró en Sevilla una Santa Misión en la que las imágenes de Semana Santa fueron llevadas a los barrios, para mover la devoción. Y llevaban al Señor del Gran Poder en modestas andas hacia Nervión cuando la noche se abrió en agua. Los hermanos que portaban al Señor buscaron inmediato refugio para la imagen bajo la tromba. Y vieron la puerta de un garaje. Llamaron. Era el garaje de Juan Araujo, quien oyó los intempestivos aldabonazos. Bajó a abrir, preguntó quién era y oyó que le decían desde el tormentón:

-Venimos con el Gran Poder, abra, por favor, para que no se moje el Señor. 

A Juan Araujo le entró por el cuerpo un repeluco de emoción muy distinto a cuando marcaba los goles de cabeza al Atlético Aviación. Recordó sus palabras encorajinadas por el dolor en la iglesia de San Lorenzo, abrió la puerta y se encontró con el Gran Poder que, como cumpliendo un desafío de Hombre, venía a verlo a su casa.

Juan cayó de rodillas y lloró. Como habrá llorado ahora, en los verdes campos del Nervión definitivo, cuando se haya encontrado de nuevo al Gran Poder y, esta vez sí, con aquel hijo que murió.


Hay veces en que la muerte es una devolución de visita.


13sevilla-28ph
-un Cristo sevillano

Otro amigo allende el Betis, al hilo de este Cristalito, me hizo llegar esta foto del Garaje Araujo -ya derribado- allá por el año 1973. Lo inserto a modo de documentación y fe notarial de lo que contamos. Si, listillo, me pregunta cómo pretendían meter la imagen por la puerta del garaje, les diré que en aquella ocasión -como quedó dicho- el Cristo era trasladado no en su trono, sino en andas o parihuelas que facilitaran su paso por los barrios de Sevilla.

gar-araujo*

... de bien nacido, es ser agradecido.

Lo decía mi abuela, doña Concha.

Ha muerto Leonard Cohen. Un artista dicen que genial, pero un mejor hombre.
Y su muerte –por ecos del pasado- me ha traído a la memoria, otro tipo, un ingrato patético llamado Fernando Trueba que no ha mucho me insultó públicamente como persona y como español.
Alguna de sus mercedes dirá que no fue para tanto, y estará en su derecho. Yo también estoy en el mío, de sentirme ofendido. Aún perdura la ofensa… digo.
No les voy a remitir a la vomitona del tal Trueba, pero sí al discurso de Cohen el día que recogió su Príncipe de Asturias.
Hoy, en que los cielos se cierran sobre mí, terminando una etapa de mi vida, apenas sin tiempo para rezar por él un PadreNuestro al dios en el que no creo, sin música y sin foto, les leo…


"Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades,
Miembros del Jurado,
Distinguidos premiados,
Señoras y señores,

Es un gran honor estar aquí ante ustedes esta noche. Quizás, como el gran maestro Riccardo Muti, no estoy acostumbrado a estar ante un público sin orquesta tras de mí, pero lo haré lo mejor que pueda como artista en solitario hoy.

Anoche me quedé en vela, pensando qué podía decir aquí, en esta asamblea de distinguidas personas. Y después de comerme todas las chocolatinas, todos los cacahuetes del minibar, garabateé unas pocas palabras. No creo que tenga que hacer referencia a ellas. Obviamente, estoy muy emocionado por ser reconocido por la Fundación. Pero he venido aquí esta noche para expresar otra dimensión de mi gratitud; creo que puedo hacerlo en tres o cuatro minutos y voy a intentarlo.

Cuando estaba haciendo el equipaje en Los Ángeles, tenía cierta sensación de inquietud porque siempre he sentido cierta ambigüedad sobre un premio a la poesía. La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Así que me siento como un charlatán al aceptar un premio por una actividad que yo no controlo. Es decir, si supiera de dónde vienen las buenas canciones, me iría allí más a menudo.

Mientras hacía el equipaje, cogí mi guitarra. Tengo una guitarra Conde que está hecha en el gran taller de la calle Gravina, 7, en España. Es un instrumento que adquirí hace más de 40 años. La saqué de la caja, la alcé, y era como si estuviera llena de helio, era muy ligera. Y me la acerqué a la cara, miré de cerca el rosetón, tan bellamente diseñado, y aspiré la fragancia de la madera viva. Ya saben que la madera nunca llega a morir. Y olí la fragancia del cedro, tan fresco como si fuera el primer día, cuando la compré. Y una voz parecía decirme: «Eres un hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud a la tierra de donde surgió esta fragancia». Así que vengo hoy, aquí, esta noche, a agradecer a la tierra y al alma de este pueblo que me ha dado tanto. Porque sé que un hombre no es un carnet de identidad y un país no es solo la calificación de su deuda.

Ustedes saben de mi profunda conexión y confraternización con el poeta Federico García Lorca. Puedo decir que cuando era joven, un adolescente, y buscaba una voz en mí, estudié a los poetas ingleses y conocí bien su obra y copié sus estilos, pero no encontraba mi voz. Solamente cuando leí, aunque traducidas, las obras de Federico García Lorca, comprendí que tenía una voz. No es que haya copiado su voz, yo no me atrevería a hacer eso. Pero me dio permiso para encontrar una voz, para ubicar una voz, es decir, para ubicar el yo, un yo que no está del todo terminado, que lucha por su propia existencia. Y conforme me iba haciendo mayor comprendí que con esa voz venían enseñanzas. ¿Qué enseñanzas eran esas? Nunca lamentarnos gratuitamente. Y si uno quiere expresar la grande e inevitable derrota que nos espera a todos, tiene que hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y de la belleza.
Y entonces ya tenía una voz, pero no tenía el instrumento para expresarla, no tenía una canción.
Y ahora voy a contarles muy brevemente la historia de cómo conseguí mi canción.

Porque era un guitarrista mediocre, aporreaba la guitarra, solo sabía unos cuantos acordes. Me sentaba con mis amigos, mis colegas, bebiendo y cantando canciones, pero en mil años nunca me vi a mí mismo como músico o como cantante.
Pero un día, a principios de los 60, estaba de visita en casa de mi madre en Montreal. Su casa está junto a un parque y en el parque hay una pista de tenis y allí va mucha gente a ver a los jóvenes tenistas disfrutar de su deporte. Fui a ese parque, que conocía de mi infancia, y había un joven tocando la guitarra. Tocaba una guitarra flamenca y estaba rodeado de dos o tres chicas y chicos que le escuchaban. Y me encantó cómo tocaba. Había algo en su manera de tocar que me cautivó. Yo quería tocar así y sabía que nunca sería capaz.
Así que me senté allí un rato con los que le escuchaban y cuando se hizo un silencio, un silencio apropiado, le pregunté si me daría clases de guitarra. Era un joven de España, y solo podíamos entendernos en un poquito de francés, él no hablaba inglés. Y accedió a darme clases de guitarra. Le señalé la casa de mi madre, que se veía desde las pistas de tenis, quedamos y establecimos el precio de las clases.

Vino a casa de mi madre al día siguiente y dijo: «Déjame oírte tocar algo». Yo intenté tocar algo, y él dijo: «No tienes ni idea de cómo tocar, ¿verdad?». Yo le dije: «No, la verdad es que no sé tocar». «En primer lugar déjame que afine la guitarra, porque está desafinada», dijo él. Cogió la guitarra y la afinó. Y dijo: «No es una mala guitarra». No era la Conde, pero no era una guitarra mala. Me la devolvió y dijo: «Toca ahora». No pude tocar mejor, la verdad.
Me dijo: «Deja que te enseñe algunos acordes». Y cogió la guitarra y produjo un sonido con aquella guitarra que yo jamás había oído. Y tocó una secuencia de acordes en trémolo, y dijo: «Ahora hazlo tú». Yo respondí: «No hay duda alguna de que no sé hacerlo». Y él dijo: «Déjame que ponga tus dedos en los trastes», y lo hizo «y ahora toca», volvió a decir. Fue un desastre. «Volveré mañana», me dijo.

Volvió al día siguiente, me puso las manos en la guitarra, la colocó en mi regazo, de manera adecuada, y empecé otra vez con esos seis acordes –una progresión de seis acordes en la que se basan muchas canciones flamencas–. Lo hice un poco mejor ese día. Al tercer día la cosa, de alguna, manera mejoró. Yo ya sabía los acordes. Y sabía que aunque no podía coordinar los dedos para producir el trémolo correcto, conocía los acordes, los sabía muy, muy bien.
Al día siguiente no vino, él no vino. Yo tenía el número de la pensión en la que se hospedaba en Montreal. Llamé por teléfono para ver por qué no había venido a la cita y me dijeron que se había quitado la vida, que se había suicidado.

Yo no sabía nada de aquel hombre. No sabía de qué parte de España procedía. Desconocía porqué había venido a Montreal, porqué se quedó allí. No sabía porqué estaba en aquella pista de tenis. No tenía ni idea de porqué se había quitado la vida. Estaba muy triste, evidentemente.
Pero ahora desvelo algo que nunca había contado en público. Esos seis acordes, esa pauta de sonido de la guitarra han sido la base de todas mis canciones y de toda mi música. Y ahora podrán comenzar a entender las dimensiones de mi gratitud a este país.
Todo lo que han encontrado de bueno en mi trabajo, en mi obra, viene de este lugar. Todo lo que ustedes han encontrado de bueno en mis canciones y en mi poesía está inspirado por esta tierra.

Y, por tanto, les agradezco enormemente esta cálida hospitalidad que han mostrado a mi obra, porque es realmente suya, y ustedes me han permitido añadir mi firma al final de la página.
Muchas gracias, señoras y señores".