La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


.

27/11/14

la historia según Mairena: la rebelión de los moriscos

Bayarcal-2

Andando de guacabaud por La Alpujarra, di con mis cuitas en la coqueta plaza de la iglesia de Bayarcal. Allí, una ornada placa da cumplida cuenta de un episodio de la rebelión de los moriscos que me hizo profundizar sobre el tema.

La tal rebelión, que más que escaramuza fue una guerra en toda regla, no fue sino la consecuencia de que el gobierno central –léase Felipe II- les tocase los guitos más de lo prudente y sensato a la población morisca del reino de Granada.

El detonante fue la promulgación de la Pragmática Sanción de 1567, firmada por su muy serena majestad Felipe II en un descanso de la construcción del Escorial, y que limitaba un jartón las libertades culturales, religiosas y otras, de los hasta entonces moritos guapos, moritos buenos.
Esta vez, no la pudieron parar con dinero.
Llegados a este punto, con la bota en el cuello, los moros españoles se dijeron que “de perdidos al río”, y el reino de Granada entero ardió de una punta a otra.

Cuatro años duró la contienda y en ella se cometieron todo tipo de atrocidades… por uno y otro bando, como suele suceder.
Los moriscos desataron sus iras contra todo lo cristiano, especialmente contra el clero, y ellos mismos sufrieron atrocidades indescriptibles.
Si el gobierno central contaba con un avezado y profesionalizado ejército, los moriscos contaron con la ayuda de los monfíes.
¿Qué quiénes eran los monfíes?
Yo podría decirles, simplificando, que unos bandoleros con muy mala leche.

Pero en el San Google he encontrado esto:
“Los monfíes fueron, originalmente, personas huidas a los montes como consecuencia de los desórdenes y la represión asociados a la conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492, y su número aumentó en décadas posteriores conforme aumentaba la presión ejercida por las nuevas autoridades castellano-aragonesas contra los súbditos granadinos de religión musulmana.
Los monfíes, de extracción eminentemente rural, formaron en ocasiones comunidades en los montes en las que practicaban libremente los ritos de su fe, al contrario que los moriscos de los núcleos de población, obligados a mostrar adhesión a las creencias y rituales católicos.
Se dedicaron en gran medida al bandolerismo contra cristianos, y tuvieron en los pastores a sus mejores aliados.
El monfí es, según el diccionario de la Real Academia Española, el moro o morisco que forma parte de las cuadrillas de salteadores de Andalucía después de la Reconquista.
Esta equivalencia no es casual; en los textos de la época se emplea salteador o monfí para designar a cualquier bandido. Se llega a calificar a los piratas de salteadores o monfíes, lo que induce a cierta confusión e indica sin duda el conocimiento de los vínculos existentes entre unos y otros. Pero lo importante es el empleo de la palabra monfí -la más utilizada en Andalucía- procedente del árabe munfi, que designa a un hombre desterrado o exiliado.
Los españoles, pues, adoptaron una palabra cuyo sentido alteraron; para ellos, el monfí es un criminal y sólo eso, por lo que no se distingue en absoluto del salteador.
El monfí es un héroe de la libertad para los moriscos, y quizá hasta un hombre santo a los ojos de los musulmanes; de ahí el prestigio de que gozan muchos de ellos”.

Los monfíes, sin lugar a dudas, fueron los pioneros y el trazo a seguir por las ilustradas y gloriosas hornadas de bandoleros que, desde entonces, han sido protagonistas de la historia de España.
Hasta tal punto es ello cierto que Richard Ford, escritor e hispanista, llegó a escribir: "Una olla sin tocino es tan insípida como un libro sobre España sin bandoleros".
Aún nos dura.

El episodio que nos ocupa sucede la nochebuena de 1568.
Los moros en pie de guerra, declaran caza sin cuartel a los cristianos; pocos y mal preparados.
Huyendo de la quema, unos cincuenta de ellos, vecinos de Laroles y Bayarcal, se refugian en la torre de la iglesia de Bayarcal, por ser la más protegida; entre ellos se encuentran cinco beneficiados del rey.
La torre es cercada por quince escuadras de monfíes lideradas por Farax Aben Farax, jefe de la tribu de los Abencerrajes y el más hijo de puta de los bandoleros monfíes.
Cinco días después –el día de los santos inocentes-, diezmados por el hambre y las penurias, engatusados por las buenas palabricas de los parlamentarios monfíes, los cristianos se rinden. Fueron inmediatamente sacrificados en la placita que está frente a la iglesia, cuya tierra quedó empapada por muchos días con la sangre derramada. Alá es grande y Mahoma su profeta.

Fueron cuatro años de pesadilla. Cuentan los cronistas:
“Apenas quedó sacerdote, sacristán o fraile de la Apujarra y tierras vecinas libre de terribles crueldades. A los curas y frailes les escarnecían recordándoles la severidad con que llevaban la cuenta de los que no asistían a misa y las penas que imponían por esto, las admoniciones que dirigían a las mujeres porque no se descubrían la cara o seguían practicando las antiguas costumbres. Una de las preocupaciones de los sublevados (como buenos musulmanes) era, sin embargo, la de hacer abjurar a los prisioneros, y en los casos de resistencia, que fueron todos, según los historiadores, era cuando iniciaban los tormentos. [...] Los lugares de culto fueron incendiados y saqueados de modo sistemático... Los moriscos expoliaban las sacristías, las casas de los curas y las de los cristianos en general. Como las iglesias sirvieron de refugio a los cristianos... a los asedios siempre se sumaron las rapiñas y profanaciones. [...]
"Iuan a la Iglesia de cualquier lugar, derribauan los retablos, arrastrauan las imágenes, las despedaçauan y quebrauan las pilas del bautismo y sagradas Aras, vestíanse los ornamentos sacerdotales con irrisión y burla dellos" .

Los cristianos tampoco les fueron a la zaga. Pero como la historia las escriben los vencedores, tenemos bastantes menos testimonios de sus desmanes. Que los hubo… y a cientos… como los que originaron la revuelta.

Fue don Juan de Austria en 1571, entrando en Las Alpujarras a sangre y fuego, quien acabó con tanta tontería. Como suele suceder, y no estoy señalando a nadie, el pez grande se comió al chico.
Al sometimiento siguió la deportación. Hubo esperrio de moriscos y pagaron justos por pecadores; se les midió a todos con la misma vara. 
De esta medicina ya había probado con anterioridad  mi buen amigo Alabez, rey de Mojacar, asunto este que ya tratamos en otro episodio de esta divertida Historia de España (mayo 2007).

El caso es que, mientras paseaba mis ojos por los olmos que rodean la placita de la iglesia de Bayarcal, un pensamiento vino a acompañar mi desazón:
No aprendemos… es que no aprendemos.

14bayarcal-30

24/11/14

Crossing of the dessert

El problema del google maps es que todo es plano.
El mundo es plano. Como la palma de la mano.
Y así claro, visto desde el aire, las dificultades brillan por su ausencia.
Luego, vueltos a la realidad, pasa que entre el punto A y el punto B hay una barranquera del demonio y el demonio te espera allá abajo para comerte. Al demonio no le importa que estés pellejuo y correoso; te come igual.

También se recomienda no ir solo.
Y esta recomendación se basa en el más simple principio de supervivencia.
Si te pasa algo en esas gargantas, cárcavas o desfiladeros, no te encuentran ni los cuervos. Así que se hace imprescindible llevar alguien al lado que avise si te escalabras. Además ese alguien cumple la función de darte charla, hacer que no te sientas solo, en lugares donde la sensación de soledad abruma.

Crossing of the desert. Son apenas treinta kilómetros con salida y regreso en el pueblo de Tabernas. Sales del pueblo, te introduces en la rambla y comienzas a bajar como unos ochos kilómetros. Cuando divisas la muralla natural que supone el trazado de la autovía A-7 tomas otro desfiladero situado a la derecha y comienzas a ascender, la brújula apuntando el norte. Las altas paredes te impedirán ver otra cosa que no sean farallones y cielo, azul o nubloso según esté el día.
Si la predicción meteorológica anuncia tormenta tampoco es aconsejable hacer esta ruta. Lo que está más seco que el ojo Perico, en caso de avenida, puede alcanzar metros de altura en minutos y arrastrar con todo lo que se ponga por delante. Y, créame, según el sitio, no hay salida.
Dejas el desfiladero, rodeas el poblado indio de Fort Apache, saludas a Pluma Estropeá y tomas rumbo sur por un camino de ensueño para ciclear. Encontramos un tractor abandonado con el que jugamos un rato.
De pronto te encontraras el camino cercado. Si no quieres volver sobre tus pasos, cosa de todo punto imposible, toca saltar la cancela y hacer saltar las monturas. Cuando estas al otro lado, carteles sobre la valla te hacen ver que donde no tenías que estar era de donde vienes, y que el recinto está fuertemente alarmado. Te entra la risa floja y dices que te toca los…

Sigues hacia el sur, cruzas por el puente bajo la autovía y comienzas el camino de regreso. Cuando llegas al Mini-Holliwood, la cartografía vuelve a jugarte una pesada broma. Allí debía haber un camino que no encuentras. Así que toca dejarse caer por un terraplén con la bici a la espalda. Te pinchas con las aliagas, te resbalas, te caes, te estrozas y te despellejas un pelín, pero vuelves a pisar terreno ciclable. Y ahora toca subir; sin prisas… pero sin pausas. La bici y tú ya lleváis encima el suficiente barro y polvo para que no te conozcan en casa, así que poco importa un poco de polvo más.

El camino, la rambla desértica, te vuelve a dejar a las puertas de Tabernas, ahora en el lado sur. Pero te reserva una última sorpresita. Para ascender a la plataforma del pueblo hay que subir un cuestón corto, pero contundente. De la categoría pa cagarse. A estas alturas, ciclistas piltrafillas como nosotros solo pueden hacerlo con la bicicleta de la mano, el corazón saliéndote por la boca y el viento por el tubo escape.

La aventura ha durado tres horas y media. Te duelen el culo y los brazos; y los desollones de las piernas.
Lo sucio que estás es proporcional al hambre que tienes.
Pero una sonrisa se pinta en tu cara mientras añades otra muesca al currículum del Capitán Pedales.

14desert-3ph

14desert-8ph  

14desert-24 -priv-


11/11/14

Anica la de Ronda

Pastora Imperio le regaló una bata de cola.
La reina Victoria Eugenia un mantón de Manila; agradecimiento por su actuación en una fiesta íntima familiar.
Y Federico García Lorca la citó como una de las grandes del cante.

Me invisto en modo conferenciante para hablarles de Ana Amaya Molina (a) Anica la de Ronda (1855-1933).

Una vez tuve una foto de ella. Mejor sea dicho, de la estatua que por suscripción popular se erigió en la calle Santa Cecilia, según se baja a la iglesia de Padre Jesús y a la fuente de Los Ocho Caños. Era una foto de la que me sentía –me siento- particularmente orgulloso. Pero poseía escasa documentación sobre la misma. Mis conocimientos en Ronda tampoco contribuyeron mucho a mitigar mi ignorancia sobre el personaje.

Ahora, la casualidad, ha hecho que esa documentación rebose sobre la mesa de mi escritorio. No desperdiciaré la oportunidad de aprovecharlo.

Anita, gitana, cantaora y guitarrista, compositora, vivió su vida entre el flamenco, el contrabando y el desamor.
Amante de El Lagartijo y del General Contreras, entre otros de menos ascendencia, fue preguntada un día sobre la paternidad de su hijo. Anita, contestó:
Rafael Molina fue mi amigo mío, verdad. Pero el hijo que tengo no e del, ni del general Contreras. Se lo pedí yo a la Virgen de los Dolores y me lo concedió. Créame, señorito de mi arma. Lo demás son crítica, chumba y esas cosas…

Desgranó su arte en los cafés Chinitas o el Sin Techo, de Málaga; y en El Burrero, de Sevilla, cuando Ronda se le había quedado chica, personificando en ellos el origen de su casta arisca y vagabunda, traducida en lo bohemio del gitano.

Ya anciana fue la figura más admirada de la Semana Andaluza en la Exposición de Barcelona, donde bailó y cantó arropada por la guitarra de Ramón Montoya.

De ella, un periodista catalán escribía por aquellos días:
“La casa donde vive Anita Amaya, en Ronda, es un lugar de peregrinación. El juez, el alcalde, el boticario, el registrador, damas de alta y baja alcurnia, todos desfilan por su vivienda, archivo de sabiduría popular. Diariamente, desde Barcelona, se telegrafía al secretario del Ayuntamiento de Ronda, diciendo que la anciana gitana come bien, duerme poco y bebe mucho. También se telegrafía a los gitanos, que, impacientes ya, piden que regrese. Pero ella no quiere marcharse”.

El escritor Nuñez de Prado, en su obra Cantaores Andaluces, dice de Anita:
“Siente el Arte como el corazón que más lo sienta, concibe la belleza como el cerebro constituido para concebirla mejor, siente las grandiosidades de ese arte, como el alma que con más intensidad pueda sentirlas, pero su corazón, su cerebro y su alma, absolutamente humanos, en toda la hermosa acepción de esta palabra, sólo ven en su arte un vehículo para enviar desde sus entrañas al infinito toda la expresión de su exquisita ternura, de sus ansias de goces, de sus sueños de amor, de su ambición de cariño. Ambición que guarda la primera y tal vez la sola finalidad de su vida, ambición que mueve todos sus actos, que impulsa los resortes de su organismo. Eso es lo que la ha hecho más simpática, aún más que sus mismas cualidades para el cante, y a eso se debe, en primer término, los triunfos artísticos que ha logrado y los aplausos que ha obtenido”.

Y dejo para el final un fragmento del poema El Cristo de los Gitanos, de José Carlos de Luna, recogido en la Historia del Flamenco, tomo 2, editorial Tartessos 1995, p.p. 328-329, en el que nuestra amiga Anita no sale tan bien parada. Y es que esto del artisteo siempre tuvo mucha envida entre bastidores.
“Esta gitana vieja, más vieja que el castillo que arrebola su cara con polvo de ladrillo y luce chamuscados los pelos del bigote, aun con la guitarrilla se gana su guisote, arrastrando orgullosa la bata de lunares por inmundos garitos y tristes lumpares.
Con el alba, borracha, camino de su choza, entre perros sarnosos que le ladran con furia, contonea su cuerpo como cuando era moza y a sus pies se rendían el oro y la lujuria.
Yo quise rodearte de pan y de respeto, porque eres relicario de exquisitos joyeles; pero adoras al vicio, porque él es tu amuleto, y al hambre y la miseria, porque son tus caireles.
Y como a ti te debo mucho de lo que escribo, porque fluyó vibrante por tu caucona boca, al bajar de mi jaca y soltar el estribo, saludo con respeto tus perjeños de loca”.

Ana Amaya, Anita la de Ronda, flamenca y gitana, se nos murió el 1 de noviembre de 1933, hace ahora 81 años, y para nuestra desgracia no dejó ningún documento sonoro.
Ni falta que hace.
Desde el respeto que me merecen todos los flamencos, sirvan estas líneas, doña Ana, de homenaje.

ronda126-5

9/11/14

pecas

- ¿Qué buscas de ella?
- Quiero contarle las pecas, Piloto.
La Carta Esférica, Arturo Pérez-Reverte.

Ando apurado estos días. San Silvestre se nos echa encima y he de encontrar textos para el Anuario lo suficientemente buenos como para sostener la mediocridad de mis fotos –dixit, el maestro-. Así que ando sumergido en lo taurino y lo flamenco –así se titulará el volumen-, empeñado en rescatar del pecio de mi ignorancia algo que merezca la pena.
Relevados este año mis incondicionales –si, alguno hay- del engorroso encargo de allanar el camino, me dejo las pestañas y unos cuantos ratos de ocio –tampoco tengo muchos- en conseguir unas peanas lo suficientemente firmes para que el trabajo, por inestable que resulte, no se venga abajo con estrépito.

Así que estaba el otro día, muy a primera hora, en la biblioteca que me sirve de refugio, 2ª planta, sección de Etnología y Etnografía. Como era el único usuario a esa hora, me acomodé en un lugar que me aovilla de forma particular, frente a un ventanal con el edificio de Ministerios haciendo sombra.

No había aun calentado la silla cuando accedió a la sala una chica de aspecto desenvuelto. Diecisiete o dieciocho años, melena pelirroja, sobrepeso evidente, gafas de pasta naranja y un millón de pecas en la piel. Podría haberse sentado en cualquier otro lado, el espacio entero estaba a su disposición, pero eligió sentarse frente a mí. Susurró un quedo buenos días y esparció sus libros y apuntes sobre la mesa.

A esas alturas estaba uno a vueltas con la intrigante y sorpresiva vida de Ana Amaya Molina (a) Anica la de Ronda, de quien ya les hablaré otro día que venga al caso; pero pronto hubo algo que llamó mi atención e hizo que todo lo demás quedara en no ya un segundo plano… sino un tercero o un cuarto.
La chica que se sentaba frente a mí, estudiante de química a juzgar por los apuntes que barajaba, había decidido a modo de festejo matinal, mostrarme sus exuberantes y bien formados pechos.
Y uno, claro está, quiso contarle las pecas.

Se volvió a producir aquella situación frecuente en la pista del tenis cuando la de al lado está ocupada por alguien con las piernas bastante más bonitas que las tuyas.
Y, lo sé por experiencia, no se puede estar en misa y repicando.
Así que, abandonado a la contabilidad, transcurrió la mayor parte de la mañana.
No crean que lo lamento, no. El caer en estos pecados, sin arrepentimiento posible, es la causa de que uno también –dixit, Fito- no le rece a la Virgen de la Locura.

Si yo no les trajera, como suelo, la prueba documental, alguna de sus mercedes –incrédulos irredentos- apostillaría que vuelvo a hacer un ejercicio de estilo. Dame tu dedo, Tomás, y clávalo en mi llaga.

pecas -priv-

El original de la fotografía, como ustedes pueden suponer, tiene un campo más amplio. Pero ni puedo ni quiero identificar a la modelo.
Estas cosas quedarán, como casi siempre, entre usted y yo.