Lucía, la menor de seis hermanos, apenas cumplidos los diecisiete, huérfana de madre, ayudaba en las cosas de la casa y en las salinas aledañas a la aldea; que todas las manos eran pocas para subsistir en aquellos años. Cuando el sol se asomaba cada mañana, despuntando tras el promontorio en el que se asienta el faro de Cabo de Gata, el Califato Segura ya hacía tiempo que se mecía en las aguas de la bahía.
Pero para Andrés amanecía mucho más tarde. El día no era tal hasta que Andrés no lo veía en los ojos de Lucía; y eso nunca ocurría antes del mediodía, cuando el barquichuelo aproaba al refugio de Monteleva para dejar en tierra las pocas melvas, sardinas y pulpos que aún saltaban en su sentina. Cuando Andrés se acercaba a puerto cada mediodía, sus ojos entrecerrados para protegerse del sol en su cenit, nunca tomaron como referencia el espigón de los gatos o la torre de Vela Blanca. Su referencia siempre fue la falda de Lucía, agitada por el viento mientras la chiquilla corría hasta el amarradero que sujetaría al Califato.
Pero para Andrés amanecía mucho más tarde. El día no era tal hasta que Andrés no lo veía en los ojos de Lucía; y eso nunca ocurría antes del mediodía, cuando el barquichuelo aproaba al refugio de Monteleva para dejar en tierra las pocas melvas, sardinas y pulpos que aún saltaban en su sentina. Cuando Andrés se acercaba a puerto cada mediodía, sus ojos entrecerrados para protegerse del sol en su cenit, nunca tomaron como referencia el espigón de los gatos o la torre de Vela Blanca. Su referencia siempre fue la falda de Lucía, agitada por el viento mientras la chiquilla corría hasta el amarradero que sujetaría al Califato.
La tarde se iba, su mano en su mano, sus ojos en sus ojos, entre sueños y huidas a cualquiera de las pequeñas calas que esconden los acantilados del Cabo, y en las que ellos mismos se escondían. Así pasaba la vida hasta el aciago anochecer en que el señor Ramón, el padre de Lucía, le anunció –como quién recita un avemaría- que quince días más tarde se desposaría con Don Bernardo, treinta y cinco años mayor que ella, afincado en Madrid y, lo que es más importante, dueño de las salinas que daban de comer a su padre, sus cinco hermanos y ella misma, dueño de la casa que habitaban, dueño de los trajes que vestían, dueño de sus almas y de sus voluntades. Era eso, o eso. Lágrimas o lágrimas.
No volvió a hacerse a la mar el Califato. Los muchachos barajaron mil formas de salir de la trampa. Eludir el compromiso por parte de Lucía suponía dejar en el paro a su padre y hermanos. Y un paro de 1942 era mucho paro. Andrés se arrodilló ante Don Bernardo y le ofreció, a cambio de su novia, todo lo que tenía; el Califato y lo que pudiera faenar de por vida. Ni siquiera recibió contestación. Amablemente, un criado, le puso en la calle.
El 20 de Septiembre de 1942, inusualmente para aquella fecha, amaneció nublado. Una espesa calima se pegaba a la playa, a las humildes casas y a los barcos varados en la arena. El mar, de puro quieto, no se oía. En la puerta de la pequeña iglesia de San Miguel, solitaria, enhiesta y orgullosa, Don Bernardo y sus allegados, la familia de Lucía y unos pocos lugareños, los obligados por el salario del cacique, esperaban la llegada de la novia. Lucía se hacia esperar. Don Bernardo miró por tres veces, impaciente, molesto, su reloj de bolsillo. Pasaban veinte minutos de las doce del mediodía, la hora fijada para la boda. Presagiando la tragedia, sin cruzarse una palabra siquiera, la comitiva nupcial tomó camino desde la iglesia a la humilde casa de los salineros. Caminaron despacio, como temiendo llegar. La encontraron descalza, vistiendo el traje de novia, y colgada de una viga de su dormitorio. Había utilizado para asegurar su último viaje el velo del vestido.
Tampoco el Califato estaba en su amarradero, ni se supo más de él. Se lo tragó el mar con su patrón en la cubierta. No oyeron tocar a duelo en la aldea porque el primer golpe de badajo hizo añicos una campana que durante la noche había cristalizado y salinizado. También cubrió la sal, en días, el crucifijo de la iglesia, el sagrario, los vasos sagrados, la iglesia toda, que permanece hierática, muda, monumento de sal en el paraje, abandonada y sin que su altar, ahora petrificado por la sal, haya vuelto a ser testigo de ningún oficio religioso. El pequeño cementerio aledaño a la iglesia por poniente, sólo alberga una tumba, ahora cubierta por las ortigas y las malvas: la de Lucía.
Así me lo han contado. Así se los cuento.
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La iglesia de las Salinas tras su abandono. Foto de mi amigo y maestro Domingo Leiva, obtenida de la red.
La iglesia, remozada, en la actualidad.- Foto del autor.
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