Es costumbre. Es tradición. Es San Juan.
Y San Juan es la onomástica del Rey. Del Rey de los monárquicos y de los republicanos. Del Rey de todos, incluso de los que preferirían no tener Rey.
Y San Juan es la onomástica del Rey. Del Rey de los monárquicos y de los republicanos. Del Rey de todos, incluso de los que preferirían no tener Rey.
Sala de Banderas. Obligada presencia de todos los que tienen algún gusarapo sobre las hombreras, de los jefes de unidad, de los invitados de otras unidades.
En el centro del salón una mesa larga, larguísima, vestida con un inmaculado mantel blanco, sostiene, colocadas con primor, botellas de tinto de Rioja y blanco de Valdepeñas. Jarras de cerveza de ignorado origen. Platos con tortilla española –cómo no-, jamón de la sierra de Aracena, queso manchego y pulpo gallego.
En la pared del fondo un retrato del Borbón. En un rincón, pero llenando el salón, la elemental presencia de la bandera, roja y amarilla, la constitucional, la que juramos –aunque ya nadie se acuerde- servir y respetar. La que representa, y resume, la razón de que estemos aquí.
Nadie verá una silla por ningún lado. Sobran las sillas. Aquí nadie se sienta, se bebe erguido, de cuerpo y de espíritu. Esto no va a ser una fiesta; será más bien un testimonio, una comunión.
Los asistentes van entrado al salón y rodean, silenciosos, el blanco mantel. Todos acuden destocados. Alguno piensa incluso que debería estar en otro sitio, que tiene trabajos pendientes de acabar y que no vendrá el Rey a terminárselos. Las reclamaciones al maestro armero, le diría un veterano. Y se calla. Y espera. Lo que haga falta.
Es cuando se abre la doble puerta del fondo del salón y una voz grita: ¡Comandancia, el Jefe!
Y el Gran Jefe, con la cabeza con más canas que nadie, las hombreras con más gusarapos que nadie y el alma con más cicatrices que nadie, se dirige con paso presto, acompañado del Ayudante, a la cabecera de la mesa. Nadie dice una palabra, pero el trayecto hasta su lugar de presidencia es acompañado por el golpear de los nudillos de todos los presentes sobre la recia mesa, lo que forma un estruendo ensordecedor.
Entonces, toma con la diestra el cáliz de rojo vino, lo levanta al cielo y con voz solemne exclama: ¡POR EL REY!
Y todos los que le acompañamos, ahora somos un equipo, levantamos al tiempo la nuestra y, sin complejos, gritamos: ¡POR EL REY!
Y todos los que le acompañamos, ahora somos un equipo, levantamos al tiempo la nuestra y, sin complejos, gritamos: ¡POR EL REY!
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