Andando de guacabaud por La Alpujarra, di con mis cuitas en la coqueta plaza de la iglesia de Bayarcal. Allí, una ornada placa da cumplida cuenta de un episodio de la rebelión de los moriscos que me hizo profundizar sobre el tema.
La tal rebelión, que más que escaramuza fue una guerra en toda regla, no fue sino la consecuencia de que el gobierno central –léase Felipe II- les tocase los guitos más de lo prudente y sensato a la población morisca del reino de Granada.
El detonante fue la promulgación de la Pragmática Sanción de 1567, firmada por su muy serena majestad Felipe II en un descanso de la construcción del Escorial, y que limitaba un jartón las libertades culturales, religiosas y otras, de los hasta entonces moritos guapos, moritos buenos.
Esta vez, no la pudieron parar con dinero.
Llegados a este punto, con la bota en el cuello, los moros españoles se dijeron que “de perdidos al río”, y el reino de Granada entero ardió de una punta a otra.
Cuatro años duró la contienda y en ella se cometieron todo tipo de atrocidades… por uno y otro bando, como suele suceder.
Los moriscos desataron sus iras contra todo lo cristiano, especialmente contra el clero, y ellos mismos sufrieron atrocidades indescriptibles.
Si el gobierno central contaba con un avezado y profesionalizado ejército, los moriscos contaron con la ayuda de los monfíes.
¿Qué quiénes eran los monfíes?
Yo podría decirles, simplificando, que unos bandoleros con muy mala leche.
Pero en el San Google he encontrado esto:
“Los monfíes fueron, originalmente, personas huidas a los montes como consecuencia de los desórdenes y la represión asociados a la conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492, y su número aumentó en décadas posteriores conforme aumentaba la presión ejercida por las nuevas autoridades castellano-aragonesas contra los súbditos granadinos de religión musulmana.
Los monfíes, de extracción eminentemente rural, formaron en ocasiones comunidades en los montes en las que practicaban libremente los ritos de su fe, al contrario que los moriscos de los núcleos de población, obligados a mostrar adhesión a las creencias y rituales católicos.
Se dedicaron en gran medida al bandolerismo contra cristianos, y tuvieron en los pastores a sus mejores aliados.
El monfí es, según el diccionario de la Real Academia Española, el moro o morisco que forma parte de las cuadrillas de salteadores de Andalucía después de la Reconquista.
Esta equivalencia no es casual; en los textos de la época se emplea salteador o monfí para designar a cualquier bandido. Se llega a calificar a los piratas de salteadores o monfíes, lo que induce a cierta confusión e indica sin duda el conocimiento de los vínculos existentes entre unos y otros. Pero lo importante es el empleo de la palabra monfí -la más utilizada en Andalucía- procedente del árabe munfi, que designa a un hombre desterrado o exiliado.
Los españoles, pues, adoptaron una palabra cuyo sentido alteraron; para ellos, el monfí es un criminal y sólo eso, por lo que no se distingue en absoluto del salteador.
El monfí es un héroe de la libertad para los moriscos, y quizá hasta un hombre santo a los ojos de los musulmanes; de ahí el prestigio de que gozan muchos de ellos”.
Los monfíes, sin lugar a dudas, fueron los pioneros y el trazo a seguir por las ilustradas y gloriosas hornadas de bandoleros que, desde entonces, han sido protagonistas de la historia de España.
Hasta tal punto es ello cierto que Richard Ford, escritor e hispanista, llegó a escribir: "Una olla sin tocino es tan insípida como un libro sobre España sin bandoleros".
Aún nos dura.
El episodio que nos ocupa sucede la nochebuena de 1568.
Los moros en pie de guerra, declaran caza sin cuartel a los cristianos; pocos y mal preparados.
Huyendo de la quema, unos cincuenta de ellos, vecinos de Laroles y Bayarcal, se refugian en la torre de la iglesia de Bayarcal, por ser la más protegida; entre ellos se encuentran cinco beneficiados del rey.
La torre es cercada por quince escuadras de monfíes lideradas por Farax Aben Farax, jefe de la tribu de los Abencerrajes y el más hijo de puta de los bandoleros monfíes.
Cinco días después –el día de los santos inocentes-, diezmados por el hambre y las penurias, engatusados por las buenas palabricas de los parlamentarios monfíes, los cristianos se rinden. Fueron inmediatamente sacrificados en la placita que está frente a la iglesia, cuya tierra quedó empapada por muchos días con la sangre derramada. Alá es grande y Mahoma su profeta.
Fueron cuatro años de pesadilla. Cuentan los cronistas:
“Apenas quedó sacerdote, sacristán o fraile de la Apujarra y tierras vecinas libre de terribles crueldades. A los curas y frailes les escarnecían recordándoles la severidad con que llevaban la cuenta de los que no asistían a misa y las penas que imponían por esto, las admoniciones que dirigían a las mujeres porque no se descubrían la cara o seguían practicando las antiguas costumbres. Una de las preocupaciones de los sublevados (como buenos musulmanes) era, sin embargo, la de hacer abjurar a los prisioneros, y en los casos de resistencia, que fueron todos, según los historiadores, era cuando iniciaban los tormentos. [...] Los lugares de culto fueron incendiados y saqueados de modo sistemático... Los moriscos expoliaban las sacristías, las casas de los curas y las de los cristianos en general. Como las iglesias sirvieron de refugio a los cristianos... a los asedios siempre se sumaron las rapiñas y profanaciones. [...]
"Iuan a la Iglesia de cualquier lugar, derribauan los retablos, arrastrauan las imágenes, las despedaçauan y quebrauan las pilas del bautismo y sagradas Aras, vestíanse los ornamentos sacerdotales con irrisión y burla dellos" .
Los cristianos tampoco les fueron a la zaga. Pero como la historia las escriben los vencedores, tenemos bastantes menos testimonios de sus desmanes. Que los hubo… y a cientos… como los que originaron la revuelta.
Fue don Juan de Austria en 1571, entrando en Las Alpujarras a sangre y fuego, quien acabó con tanta tontería. Como suele suceder, y no estoy señalando a nadie, el pez grande se comió al chico.
Al sometimiento siguió la deportación. Hubo esperrio de moriscos y pagaron justos por pecadores; se les midió a todos con la misma vara.
De esta medicina ya había probado con anterioridad mi buen amigo Alabez, rey de Mojacar, asunto este que ya tratamos en otro episodio de esta divertida Historia de España (mayo 2007).
El caso es que, mientras paseaba mis ojos por los olmos que rodean la placita de la iglesia de Bayarcal, un pensamiento vino a acompañar mi desazón:
No aprendemos… es que no aprendemos.