Hace mucho, muchísimo tiempo que tengo desatendido esto.
Les voy a contar una historieta,
Mi Jefe, el Gran Jefe, me llamó la otra tarde a su despacho para comunicarme, con gran displicencia y ofrecimiento de café, que debería convertirme en su álter ego por obra y gracia del “las reclamaciones al maestro armero”.
Así, me hizo saber que la empresa había recibido protocolaria y puntual invitación del obispo de la ciudad para acudir al besapies que, cada lunes santo, se celebra en la catedral. Y dado que él, para esas fechas, tendría otras muchas ocupaciones en las que distraerse, debería ser yo quien me ocupara de representarle del mejor modo y forma para mantener intacto –o aumentado- nuestro crédito institucional y corporativo.
Uno, más bien ateo y anticlerical, y con el insano propósito de mortificarle un rato en premio a la gracia que me concedía, le hizo ver la muy poca gracia que le hacía besar los pies al señor obispo, por muy obispo que fuese y por muy lavados que los tuviera.
Mi superior, tras mirarme como se miraría a un extraterrestre, entre incrédulo y resignado, me hizo saber que no serían los pinreles del señor obispo los que debería besar, sino los de Jesús del Gran Poder, imagen muy venerada por la feligresía y por cuyo acto se me otorgarían taitantos días de indulgencia –que no sé muy bien que es ni la falta que me hacen- y el reconocimiento y calor de la sociedad a la que nos debemos –dixit-.
Así las cosas aún le quise convencer que, tan alta y honrosa misión, debería recaer en alguien de más elevado espíritu religioso. Alguien deseoso de alcanzar la santidad o redimir sus pecados. Alguien lo suficientemente preparado y que no tendiera a confundir, entre el olor a incienso y la llama de los cirios, el culo con las témporas.
No hubo manera. Tras alegar algo sobre la espiritualidad de la milicia y directrices que inmediatamente traduje como “si la haces me la pagas”, me acompañó hasta la puerta y haciendo ver lo mucho que me estimaba, me puso de patitas en el pasillo; tras lo cual cerró decididamente la puerta a modo de punto y final.
Allí quedé yo. Confuso y jodido. Con la invitación del señor obispo en una mano, el café en la otra y una mueca a medio camino entre la maldición y la tirria en los labios.
Que eso de besar los pies al santo, por mucha santidad que allí se desparrame y mucho frote con el pañolito que procure el sacristán, no debe ser nada higiénico. Y además sé, de buena tinta, que el pañolito lo lavan poco o nada.
Luego les llaman putas a las putas.
Repelús me da, sólo de pensarlo.
La Vidriera del Mairena
13/3/13
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