La foto que hoy les traigo corresponde a la Fuente de los Ocho Caños, situada en el antiguo barrio del Mercadillo, allá donde confluyen las calles Real y Santa Cecilia, cerca del Puente Viejo y frente a la iglesia de Padre Jesús, en Ronda, Málaga.
La fuente data del año 1741 y, como su propio nombre indica, en la parte norte esta dotada de ocho hermosos chorros que cubrían las necesidades no sólo del barrio, sino casi de la ciudad entera. Los grifos, que antaño fueron de caída libre, ahora son de pulsador; se pierde encanto, pero se ahorra agua.
A la parte sur se sitúa un abrevadero para las bestias, elemento este indispensable en las ciudades antes que las calles empezaran a oler a gasolina y en las esquinas se instalaran semáforos y pasos de cebra.
Fue mandada construir por Carlos III con dineros reales, de piedra y cantería rondeña, para paliar las necesidades del gentío que acudía al mercadillo de la ciudad antes de construirse el Puente Nuevo.
Cuenta la leyenda –urbana- que sobre el poyo de tan real fuente fue requerida de amores María Yañez, la esposa del corregidor. La cosa no hubiera tenido otra trascendencia –María era muy dada para acoger amantes en su lecho- si el requerimiento no hubiese partido de Diego Mena (a) Caraguapa, lugarteniente del bandolero Roque Amador –la más mala canalla que nunca hubo según cronistas de la época- y al que el Corregidor tenía una especial ojeriza.
Enterado del amorío el Corregidor, ya entrado en años y poco dispuesto a levantar mástil alguno, pero con la mala uva intacta, ordenó capturar al bandolero y le torturó hasta la muerte. La crónica cuenta que le obligó a beber tanta agua que finalmente reventó; potomanía, se llama esto. Luego arrojó el cuerpo al abrevadero para advertencia y ejemplo de otros posibles pretendientes.
Retirado el cuerpo por los lugareños, la fuente estuvo manando sangre durante ocho días seguidos, uno por cada uno de los caños que la adornan. Al noveno día María Yañez saltó al vacío desde el balcón del Tajo y fue a reunirse con el bandido, donde quiera que se reúnan esta gente enamorada.
Quedó la fuente y quedó la leyenda. Trescientos años contemplan la grandeza y sobriedad de esta construcción. Otra leyenda, esta mucho más actual, cuenta que quien bebe de la fuente consigue el favor de su amada por mucho que las circunstancias obren en su contra.
Espero que les haya satisfecho el cuento. No es sino el soporte en que sujetar la foto.
La Vidriera del Mairena
24/10/13
30/8/13
el culebrón del verano
El término “culebrón del verano” lo acuñó mi primo Alfonsito en el verano de 1963, cuando pasábamos unos días en casa de mi abuela, doña Concepción, de quien ya les he hablado otras veces.
Doña Concepción, con seis hijos a sus espaldas, tenía en nómina una caterva de nietos cuyos irresponsables padres no tenían otra ocurrencia, llegadas las calores estivales, que mandarlos a casa de la abuela para que desfogaran un poco mientras ellos se sacudían de tan molesta compaña. La abuela Concepción, que no era precisamente la abuela de verano que tan bien interpreta Rosa María Sardá, imponía la ley marcial en sus territorios como único medio de controlar a tanto incontrolado y era Parra, el ordenanza del abuelo, su más fiel lugarteniente para salvaguardar un mínimo de disciplina.
Fue en aquellos días cuando mi prima Conchi, otra Conchi, ocupó con alevosía la cabaña que con tanto esmero yo había construido en el patio cubierto. Fue cuando ante mis intenciones de desalojo corrió con el cuento a la abuela, que le concedió el usufructo de la cabaña con la única argumentación de que era "más chica", decisión aquella que me ocasionó trauma y dejó marcado para toda la vida. Fue entonces cuando la rabia y la impotencia llevó mi inocente y frágil brazo a coger una papa de un montón que allí se oreaba y tirársela a mi prima, con la desdicha que vino a impactarle en un ojo y el resultado de un hematoma que le duró días y a mí se me condenara al azote público y –lo que más me dolió- al derribo de la cabaña.
Maremoto de emociones que sólo se diluyó un poco, unos días mas tarde, cuando a otro de mis primos se le ocurrió colocar la diana de los dardos sobre la cabeza del tal Alfonsito –jugábamos a Guillermo Tell-, con el resultado que le clavaron el dardo en la coronilla –esta vez no fui yo- y Parra, el lugarteniente, hubo de correr en busca de una asistencia médica que en el lugar era prácticamente inexistente… la partera, y poco más.
En el juicio sumarísimo que siguió al caso, el autor de la fechoría alegó en su descargo que la prudencia había guiado siempre sus pasos. Colocó al portador de la diana de espaldas, y no de frente, con lo que se había evitado que el dardo se le clavara en un ojo, circunstancia esta por la que todos debían estarle muy agradecidos.
Bien, pues les decía que Alfonsito, en uno de sus guacabaud por la inmensa casona, vino diciendo haber visto una serpiente en el primero y más grande de los patios que se situaban tras el edificio. Nadie dejó de haber visto la enorme culebra… pero nadie la vio en realidad. Eso si, desde aquel día, todo el que entraba en el patio, Doña Concepción incluida, lo hacia girando repetidas veces sobre su eje –como los planetas-, con los ojos a punto de salirse de las órbitas y las piernas prietas y el culo apretao pa salir corriendo a las primeras de cambio. Aquello se recuerda, en la historia familiar, como el culebrón del verano.
Es lo que pasa ahora con la pantera de Almería. Todos la han visto, desde Adra a San José, pero a nadie se le ha ocurrido afotarla. Empezó siendo negra y ya va por rosa con mechas de pistacho. En el colmo del ridículo han tomado huellas y cagarrutas para analizarlas. Los vecinos de la zona primero se mosquearon… por si los acasos, pero luego andan ilusionados con ser el foco de la noticia, en lo que han desbancado al Bale ese… que dicen que va a venir al Madrid. Por el contrario, los civiles y los de protección civil están ya hasta los huevos de darle vueltas al monte. Nadie ha pensado –y si lo piensan no lo dicen, porque se chafa la historia- que si alguien hubiera perdido una pantera, lo primero en hacer sería denunciarlo; que una cosa es que te empapelen por no tenerla legalizada y otra por homicidio imprudente.
Pero… va… aquí estamos. Como no tenemos otras historias que contar, incendios no hay, trabajo tampoco, y la caló atosiga… pues nos inventamos la vaina esta de la pantera y estamos tos entretenios.
Doña Concepción, con seis hijos a sus espaldas, tenía en nómina una caterva de nietos cuyos irresponsables padres no tenían otra ocurrencia, llegadas las calores estivales, que mandarlos a casa de la abuela para que desfogaran un poco mientras ellos se sacudían de tan molesta compaña. La abuela Concepción, que no era precisamente la abuela de verano que tan bien interpreta Rosa María Sardá, imponía la ley marcial en sus territorios como único medio de controlar a tanto incontrolado y era Parra, el ordenanza del abuelo, su más fiel lugarteniente para salvaguardar un mínimo de disciplina.
Fue en aquellos días cuando mi prima Conchi, otra Conchi, ocupó con alevosía la cabaña que con tanto esmero yo había construido en el patio cubierto. Fue cuando ante mis intenciones de desalojo corrió con el cuento a la abuela, que le concedió el usufructo de la cabaña con la única argumentación de que era "más chica", decisión aquella que me ocasionó trauma y dejó marcado para toda la vida. Fue entonces cuando la rabia y la impotencia llevó mi inocente y frágil brazo a coger una papa de un montón que allí se oreaba y tirársela a mi prima, con la desdicha que vino a impactarle en un ojo y el resultado de un hematoma que le duró días y a mí se me condenara al azote público y –lo que más me dolió- al derribo de la cabaña.
Maremoto de emociones que sólo se diluyó un poco, unos días mas tarde, cuando a otro de mis primos se le ocurrió colocar la diana de los dardos sobre la cabeza del tal Alfonsito –jugábamos a Guillermo Tell-, con el resultado que le clavaron el dardo en la coronilla –esta vez no fui yo- y Parra, el lugarteniente, hubo de correr en busca de una asistencia médica que en el lugar era prácticamente inexistente… la partera, y poco más.
En el juicio sumarísimo que siguió al caso, el autor de la fechoría alegó en su descargo que la prudencia había guiado siempre sus pasos. Colocó al portador de la diana de espaldas, y no de frente, con lo que se había evitado que el dardo se le clavara en un ojo, circunstancia esta por la que todos debían estarle muy agradecidos.
Bien, pues les decía que Alfonsito, en uno de sus guacabaud por la inmensa casona, vino diciendo haber visto una serpiente en el primero y más grande de los patios que se situaban tras el edificio. Nadie dejó de haber visto la enorme culebra… pero nadie la vio en realidad. Eso si, desde aquel día, todo el que entraba en el patio, Doña Concepción incluida, lo hacia girando repetidas veces sobre su eje –como los planetas-, con los ojos a punto de salirse de las órbitas y las piernas prietas y el culo apretao pa salir corriendo a las primeras de cambio. Aquello se recuerda, en la historia familiar, como el culebrón del verano.
Es lo que pasa ahora con la pantera de Almería. Todos la han visto, desde Adra a San José, pero a nadie se le ha ocurrido afotarla. Empezó siendo negra y ya va por rosa con mechas de pistacho. En el colmo del ridículo han tomado huellas y cagarrutas para analizarlas. Los vecinos de la zona primero se mosquearon… por si los acasos, pero luego andan ilusionados con ser el foco de la noticia, en lo que han desbancado al Bale ese… que dicen que va a venir al Madrid. Por el contrario, los civiles y los de protección civil están ya hasta los huevos de darle vueltas al monte. Nadie ha pensado –y si lo piensan no lo dicen, porque se chafa la historia- que si alguien hubiera perdido una pantera, lo primero en hacer sería denunciarlo; que una cosa es que te empapelen por no tenerla legalizada y otra por homicidio imprudente.
Pero… va… aquí estamos. Como no tenemos otras historias que contar, incendios no hay, trabajo tampoco, y la caló atosiga… pues nos inventamos la vaina esta de la pantera y estamos tos entretenios.
14/8/13
la casa del alcalde
Música azul para acompañar,
Atribuyo el término la hora azul al fotógrafo almeriense Domingo Leiva -relea Domingo Leiva, en abril de 2012-; un artista como la copa de un pino, nada que ver con este eterno aprendiz cazador de imágenes.
Responde, el término, al lapsus de tiempo que discurre entre que el sol se pone -se encienden las farolas- y se hace definitivamente de noche. Más concretamente, un micro espacio incluido dentro de ese período en el que las cosas, la vida, tinta al color azul antes de perderse definitivamente en el negro.
El maestro Leiva es un portento en el tratamiento de las imágenes obtenidas en este período de tiempo; de hecho, casi siempre fotografía en esos minutos.
Con el afán de emularlo, ayer tarde anduve a la caza de la hora azul esa. La dichosa hora se hace esperar, como mujer que se precie, y da el tiempo suficiente para que dudes hasta de tus orígenes. Luego debes andar espabilao, porque tal y como llega se va y puede darse el caso –frecuente- de encontrarte abandonado antes siquiera que hubieras hecho intención de levantarle las faldas.
Así que allí me tenían. Al acecho, montado el trípode –imprescindible-, el bloc de notas y las gafas de ver a mano, objetivo y encuadre asegurados, mando a distancia dispuesto y toda la paciencia del mundo. Ante Nikita, y mis propios ojos, el objeto de nuestra codicia: la casa del alcalde.
El edificio que ven a la izquierda, blanco, es el museo de arte moderno. Imposible de obviar; otra vez aquello de la antítesis. Lo que está detrás, no es sino la mole del hotel NH. Esto viene a ser como un exquisito anillo colocado en la mano de un rudo labrador.
La hora azul llegó, despacito, sin hacer ruido; y tal como vino se fue.
Una veintena de veces se abrió el objetivo, de las que sólo tres o cuatro he considerado aprovechables.
Sus mercedes dirán si mereció la pena mi desvelo.
Lo que si mereció la pena, lo que podré contarle a mis nietos, es que poco después de insertar la fotografía en un conocido foro fotográfico, el maestro Leiva dejó bajo ella el siguiente comentario:
-Excelente la composición y el encuadre. Un abrazo, Juan.
Francamente creo que es mejorable.
Pero Nikita ni yo llegamos más allá. Y quien hace lo que puede…
El enlace de la foto en su tamaño original,
http://farm6.staticflickr.com/5338/9508717940_abf7ed18d5_b.jpg
Atribuyo el término la hora azul al fotógrafo almeriense Domingo Leiva -relea Domingo Leiva, en abril de 2012-; un artista como la copa de un pino, nada que ver con este eterno aprendiz cazador de imágenes.
Responde, el término, al lapsus de tiempo que discurre entre que el sol se pone -se encienden las farolas- y se hace definitivamente de noche. Más concretamente, un micro espacio incluido dentro de ese período en el que las cosas, la vida, tinta al color azul antes de perderse definitivamente en el negro.
El maestro Leiva es un portento en el tratamiento de las imágenes obtenidas en este período de tiempo; de hecho, casi siempre fotografía en esos minutos.
Con el afán de emularlo, ayer tarde anduve a la caza de la hora azul esa. La dichosa hora se hace esperar, como mujer que se precie, y da el tiempo suficiente para que dudes hasta de tus orígenes. Luego debes andar espabilao, porque tal y como llega se va y puede darse el caso –frecuente- de encontrarte abandonado antes siquiera que hubieras hecho intención de levantarle las faldas.
Así que allí me tenían. Al acecho, montado el trípode –imprescindible-, el bloc de notas y las gafas de ver a mano, objetivo y encuadre asegurados, mando a distancia dispuesto y toda la paciencia del mundo. Ante Nikita, y mis propios ojos, el objeto de nuestra codicia: la casa del alcalde.
El edificio que ven a la izquierda, blanco, es el museo de arte moderno. Imposible de obviar; otra vez aquello de la antítesis. Lo que está detrás, no es sino la mole del hotel NH. Esto viene a ser como un exquisito anillo colocado en la mano de un rudo labrador.
La hora azul llegó, despacito, sin hacer ruido; y tal como vino se fue.
Una veintena de veces se abrió el objetivo, de las que sólo tres o cuatro he considerado aprovechables.
Sus mercedes dirán si mereció la pena mi desvelo.
Lo que si mereció la pena, lo que podré contarle a mis nietos, es que poco después de insertar la fotografía en un conocido foro fotográfico, el maestro Leiva dejó bajo ella el siguiente comentario:
-Excelente la composición y el encuadre. Un abrazo, Juan.
Francamente creo que es mejorable.
Pero Nikita ni yo llegamos más allá. Y quien hace lo que puede…
El enlace de la foto en su tamaño original,
http://farm6.staticflickr.com/5338/9508717940_abf7ed18d5_b.jpg
12/8/13
la cueva de Alí Babá
Hoy si toca; pero esto no pasa de ser una opinión personal sujeta a crítica.
Y esto puede valer como banda sonora; espero no le distraiga de lo principal,
Cada tarde, al toque de oración, una sección del cuartel de infantería situado a escasos 300 metros, con escuadra de gastadores y banda, se dirigía en formación militar hasta el lugar de La Verja donde ondeaba la bandera española. Allí, con el debido protocolo, la bandera era arriada y trasladada al cuartel, donde permanecía hasta la mañana siguiente, en que era izada con igual ceremonia. Así un día tras otro, de lunes a domingo.
Les estoy hablando del año 1976. El acto era seguido por una multitud de curiosos que se congregaba en el lugar para asistir al singular rito.
Uno, que por entonces vivía en Algeciras, vivió algunas de aquellas tardes.
Personalmente, lo que más curioso me resultaba de toda aquella parafernalia, era como los bobby’s del otro lado de la verja, que momentos antes habían retirado la bandera británica sin más historias, se cuadraban y permanecían firmes y en la primera posición del saludo hasta que la bandera española bajaba de su mástil. Cortesía británica, supongo.
Luego venía la comunicación, a voz en grito, entre familiares y amigos residentes a uno u otro lado de la frontera, tierra de nadie de por medio. Este espectáculo, al contrario del que les contaba, no sólo no me gustaba… sino que me deprimía. La razón de la sinrazón. Los mismos pañuelos que servían para hacerse ver, luego valían para secarse las lágrimas.
Habían pasado siete años desde que don Gregorio López Bravo -con dos cojones y la anuencia de don Paco- había cerrado a cal y canto la frontera. Por un tuerto me saco un ojo, se habría dicho. En ese tiempo, que yo recuerde, sólo una vez se había abierto la verja. Y fue para permitir el paso a una ambulancia que trasladaba una británica cuya vida corría serio e inminente peligro y que fue intervenida quirúrgicamente en el hospital de La Línea.
Así de chulos éramos.
Luego vino la democracia, y la modernidad. Se abrió la valla… oh… que bien. Algunas cosas ganamos, si. Ya podíamos llenar el depósito de combustible y comprar tabaco a precio de colonia –no se les ocurra comprar cualquier otra cosa en la roca-. Pero ellos, los británicos, ganaron más. Nosotros volvimos a nuestra vieja costumbre de bajarnos los pantalones, cualidad esta que… como la de montar en bicicleta, es algo que no se olvida.
-el peñón de la ignominia, desde la playa de Estepona
Les ahorraré los detalles históricos, los pueden consultar en cualquier Wikipedia. Valga el resumen de que fue ocupada en 1704 por una escuadra anglo-holandesa, con la ayuda de una peña del Barcelona, y con el fútil pretexto de entregarla a Carlos III que por entonces hacía oposiciones a Rey de las Españas.
El Tratado de Utrecht, unos años más tarde, la cedió a la corona británica; muy lejos pues el propietario del postor original.
Si me parece conveniente recordarles algunos detalles:
Fueron los ingleses los que levantaron la barrera fronteriza, luego bautizada por los lugareños como La Verja.
Fueron los ingleses los que construyeron el aeropuerto apropiándose, unilateralmente, de parte de la zona de nadie.
Fueron los ingleses los que, ganando terreno al mar, extendieron la plataforma del Peñón adentrándose en la bahía de Algeciras.
Fueron y son los ingleses los que nos impiden pescar donde siempre lo habíamos hecho.
Han sido los ingleses los que, un día si y otro también, nos buscaron la lengua y las manos, ante nuestra proverbial incapacidad para responder. Se mueve uno mal con los pantalones en los tobillos.
Han sido los ingleses, los gibraltareños, y los propios llanitos, los que nunca nos trataron de igual a igual en un pacto llamado a ser tripartito.
Podremos perder los pantalones, pero no el sentido del humor.
También parece oportuno recordarles que en el dichoso Tratado –único documento del que se deriva la soberanía británica- se recoje explícitamente que:
- sólo se ceden la ciudad y el castillo de Gibraltar junto con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen; España no cedió el istmo, las aguas territoriales o el espacio aéreo supra yacente.
- la cesión se efectúa sin jurisdicción territorial alguna para Gran Bretaña;
- la cesión se realiza sin comunicación alguna por tierra con el resto de España; y - España tiene un derecho preferente para recuperar este territorio en el caso en que la Corona británica decida darlo, venderlo o enajenarlo de cualquier modo.
Y finalmente que la colonia de Gibraltar, porque es una colonia, no forma parte ni de la Unión Europea ni del espacio Schengen, extremo este último muy a tener en cuenta por si algún pollinfla indocumentao viene en alegar algo sobre el paso de fronteras.
Gibraltar, lo saben, es un lugar condicionado, muy condicionado.
A Gibraltar hay que llevar hasta el agua que se beben. Por esa razón, los años de verja cerrada le costaron a Su Graciosa Majestad un buen montón de libras esterlinas.
¿Qué ganamos a cambio? Absolutamente nada. Como los macacos del Peñón, que saltan cuando les lanzas cacahuetes, nosotros saltamos cuando nos prometieron que seríamos europeos. De cuarta fila, pero europeos.
Ahora, centro financiero, paraíso fiscal, ombligo del narcotráfico y destino de un turismo añejo, rancio y limitado, muy limitado, Gibraltar no debería ser para nosotros más que la Cueva de Alí Babá.
Pero hasta Alí Babá se puede mofar con absoluta impunidad de quien sabe que no le van a perseguir.
Se corre mal con los pantalones en los tobillos.
- la roca desde Piedra Paloma.
Y esto puede valer como banda sonora; espero no le distraiga de lo principal,
Cada tarde, al toque de oración, una sección del cuartel de infantería situado a escasos 300 metros, con escuadra de gastadores y banda, se dirigía en formación militar hasta el lugar de La Verja donde ondeaba la bandera española. Allí, con el debido protocolo, la bandera era arriada y trasladada al cuartel, donde permanecía hasta la mañana siguiente, en que era izada con igual ceremonia. Así un día tras otro, de lunes a domingo.
Les estoy hablando del año 1976. El acto era seguido por una multitud de curiosos que se congregaba en el lugar para asistir al singular rito.
Uno, que por entonces vivía en Algeciras, vivió algunas de aquellas tardes.
Personalmente, lo que más curioso me resultaba de toda aquella parafernalia, era como los bobby’s del otro lado de la verja, que momentos antes habían retirado la bandera británica sin más historias, se cuadraban y permanecían firmes y en la primera posición del saludo hasta que la bandera española bajaba de su mástil. Cortesía británica, supongo.
Luego venía la comunicación, a voz en grito, entre familiares y amigos residentes a uno u otro lado de la frontera, tierra de nadie de por medio. Este espectáculo, al contrario del que les contaba, no sólo no me gustaba… sino que me deprimía. La razón de la sinrazón. Los mismos pañuelos que servían para hacerse ver, luego valían para secarse las lágrimas.
Habían pasado siete años desde que don Gregorio López Bravo -con dos cojones y la anuencia de don Paco- había cerrado a cal y canto la frontera. Por un tuerto me saco un ojo, se habría dicho. En ese tiempo, que yo recuerde, sólo una vez se había abierto la verja. Y fue para permitir el paso a una ambulancia que trasladaba una británica cuya vida corría serio e inminente peligro y que fue intervenida quirúrgicamente en el hospital de La Línea.
Así de chulos éramos.
Luego vino la democracia, y la modernidad. Se abrió la valla… oh… que bien. Algunas cosas ganamos, si. Ya podíamos llenar el depósito de combustible y comprar tabaco a precio de colonia –no se les ocurra comprar cualquier otra cosa en la roca-. Pero ellos, los británicos, ganaron más. Nosotros volvimos a nuestra vieja costumbre de bajarnos los pantalones, cualidad esta que… como la de montar en bicicleta, es algo que no se olvida.
-el peñón de la ignominia, desde la playa de Estepona
Les ahorraré los detalles históricos, los pueden consultar en cualquier Wikipedia. Valga el resumen de que fue ocupada en 1704 por una escuadra anglo-holandesa, con la ayuda de una peña del Barcelona, y con el fútil pretexto de entregarla a Carlos III que por entonces hacía oposiciones a Rey de las Españas.
El Tratado de Utrecht, unos años más tarde, la cedió a la corona británica; muy lejos pues el propietario del postor original.
Si me parece conveniente recordarles algunos detalles:
Fueron los ingleses los que levantaron la barrera fronteriza, luego bautizada por los lugareños como La Verja.
Fueron los ingleses los que construyeron el aeropuerto apropiándose, unilateralmente, de parte de la zona de nadie.
Fueron los ingleses los que, ganando terreno al mar, extendieron la plataforma del Peñón adentrándose en la bahía de Algeciras.
Fueron y son los ingleses los que nos impiden pescar donde siempre lo habíamos hecho.
Han sido los ingleses los que, un día si y otro también, nos buscaron la lengua y las manos, ante nuestra proverbial incapacidad para responder. Se mueve uno mal con los pantalones en los tobillos.
Han sido los ingleses, los gibraltareños, y los propios llanitos, los que nunca nos trataron de igual a igual en un pacto llamado a ser tripartito.
Podremos perder los pantalones, pero no el sentido del humor.
También parece oportuno recordarles que en el dichoso Tratado –único documento del que se deriva la soberanía británica- se recoje explícitamente que:
- sólo se ceden la ciudad y el castillo de Gibraltar junto con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen; España no cedió el istmo, las aguas territoriales o el espacio aéreo supra yacente.
- la cesión se efectúa sin jurisdicción territorial alguna para Gran Bretaña;
- la cesión se realiza sin comunicación alguna por tierra con el resto de España; y - España tiene un derecho preferente para recuperar este territorio en el caso en que la Corona británica decida darlo, venderlo o enajenarlo de cualquier modo.
Y finalmente que la colonia de Gibraltar, porque es una colonia, no forma parte ni de la Unión Europea ni del espacio Schengen, extremo este último muy a tener en cuenta por si algún pollinfla indocumentao viene en alegar algo sobre el paso de fronteras.
Gibraltar, lo saben, es un lugar condicionado, muy condicionado.
A Gibraltar hay que llevar hasta el agua que se beben. Por esa razón, los años de verja cerrada le costaron a Su Graciosa Majestad un buen montón de libras esterlinas.
¿Qué ganamos a cambio? Absolutamente nada. Como los macacos del Peñón, que saltan cuando les lanzas cacahuetes, nosotros saltamos cuando nos prometieron que seríamos europeos. De cuarta fila, pero europeos.
Ahora, centro financiero, paraíso fiscal, ombligo del narcotráfico y destino de un turismo añejo, rancio y limitado, muy limitado, Gibraltar no debería ser para nosotros más que la Cueva de Alí Babá.
Pero hasta Alí Babá se puede mofar con absoluta impunidad de quien sabe que no le van a perseguir.
Se corre mal con los pantalones en los tobillos.
- la roca desde Piedra Paloma.
8/7/13
Requiescat in pace por una chocolatina; el Toblerone.
Corría el año 1973 cuando la Compañía Andaluza de Minas decidió construir en Almería un enorme silo que, pasados los años, sería bautizado por la imaginación popular como El Toblerone, por su parecido casi idéntico con la conocida chocolatina.
La explotación minera situada en El Alquife (Granada), evacuaba el mineral de hierro extraído de sus entrañas hasta la estación de ferrocarril de Almería. Cercano a esta, un embarcadero construido al efecto –el cable francés- cumplía la misión de introducirlo en los barcos que lo distribuían por todo el mundo.
El viento, de casi constante presencia en Almería, hacía que toda la zona cercana a las instalaciones apareciera cubiertas de un molesto polvo rojo que tenía los vecinos al borde del ataque de nervios. De hecho, las parcelas que luego darían lugar al barrio de Ciudad Jardín se vendieron a precios irrisorios dada la molestia que suponía estar enharinados en mineral de hierro.
Fue para evitar esta dispersión del polvo rojo para lo que se construyó El Toblerone. Los trenes descargaban directamente en su interior y, desde el silo, un tornillo sinfín subterráneo trasladaba el mineral al embarcadero y desde aquí a la bodega del barco. Los vecinos, y la ciudad en general, respiraron aliviados.
A cambio, se dotó al paisaje de un divertido mamotreto que pronto empezó a cosechar tanto adictos como detractores.
En el año 1996 la Compañía Andaluza de Minas cesó sus actividades en El Alquife y el silo quedó en desuso. También quedó en desuso el embarcadero, que poco después fue semidesmantelado, permaneciendo en el lugar el esqueleto como símbolo de que somos un pueblo que acostumbra a no acabar lo que empieza.
Nadie se acordó durante muchos años de la chocolatina, que poco a poco fue integrándose y calando en el paisaje visual de los almerienses.
Con todo, en el año 1998 el Plan General de Ordenación Urbana acordó su demolición…, pero no para mañana.
De súbito, el 29 de junio de 2013, un periódico local soltó la bomba en portada: Mañana se derriba el Toblerone.
Precisamente mañana, que es domingo.
Y aquí fue la de dios es cristo. Toque de rebato. La ciudadanía –mira que me gusta poco este palabro- se sintió atacada a traición, con nocturnidad y alevosía. El Toblerone, vete tú a saber porqué, había pasado a ser parte de la esencia capitalina.
Se movilizaron inmediatamente las plataformas para la salvación del silo. Toda la gente que durante años no había movido un dedo pretendió salvar al condenado en una mañana.
Se cruzaron acusaciones entre los políticos. Les pusieron a parir.
Estos se defendieron aduciendo que el derribo era consensuado y legal.
Contestaron aquellos que así sería, pero que lo taimado y oculto de la maniobra imposibilitaba el recurso. El alcalde, principal responsable del tobleronicidio fue inmediatamente bautizado como Luisin, el Derribador. Hasta la marca suiza de chocolates se sumó a la campaña emprendida por la plataforma ciudadana 'Salvemos el Toblerone' para frenar la demolición del gran silo, realizando un fotomontaje que insertó en su cuenta oficial de Twitter.
En fin, la historia de siempre. Requiescat in pace; cuando escribo estas líneas las excavadoras han empezado a minar los gruesos muros de hormigón y una cizalla siniestra muerde continuamente el metal que, otrora, fue parte inconfundible del paisaje.
A mí personalmente me gustaba.
Se podía haber empleado para un sinfín de cosas; centro socio-cultural, palacio de congresos, aparcamiento cubierto… ¡qué sé yo!.
Y de haberse tenido que derribar, hubiera sido conveniente una declaración previa de intenciones y proyectos. Pero dirigida al vecino de a pie, no a los representantes políticos a los que, entre unas cosas y otras, no queremos ver ni en pintura.
¿Quién no recuerda este graffiti? Remito al lector al cristalito "el vicio solitario", de septiembre de 2010.
Se justifican los derribadores en que se harán zonas verdes, y que será necesario para el soterramiento de las vías del tren. Ni ellos se lo creen. Las actuales zonas verdes no se cuidan –ahí tienen el parque periurbano del Andarax, sin ir más lejos- y para el soterramiento no hay un duro.
¿A quién pretenden engañar?
Como tampoco atisbo dinero para construir –he leído por ahí que edificios de hasta catorce plantas-, sospecho que todo acabará en un enorme solar muy a propósito para contener basuras, escombros… y ratas.
Y de ratas, aquí no caben más.
Les iré añadiendo fotografías del entierro. Generaciones venideras me lo agradecerán.
jueves, 11 de julio de 2013
Las obras se han acelerado. Luisin (a) el Derribador, anda con la mosca detrás de la oreja ante el cúmulo de denuncias que se agolpan en los juzgados, Junta de Andalucía y Fiscalía de Medio Ambiente y, ante la posibilidad que el derribo se paralizara, ha urgido a la empresa Erri Berri para que cuanto antes clave la puntilla al moribundo Toblerone.
Se trabaja sin descanso y ya sólo queda en pie un tercio de la cubierta.
Ayer fueron Ecologistas en Acción los que presentaron denuncia ante la Fiscalía de Medio Ambiente por la forma de proceder al derribo. Otros se manifestaron en la sede de Cajamar, donde se celebraba una reunión –que nada tenía que ver con el Toblerone- entre representantes de la Junta de Andalucía y del Ayuntamiento.
Por si fuera poco, como índice de la polémica que el Tobleronicidio deja en la ciudad, leo un artículo de opinión en la prensa de hoy. Omitiré -por lo cafre- citar el nombre del autor, que asegura que una gran mayoría de los almerienses padecen el síndrome de Estocolmo y que el personalmente conoció a los constructores del silo y no tenían conciencia de estar construyendo ninguna catedral de Burgos.
No tengo noticias, a esta hora, que haya sido apaleado por nadie.
En fin… así va la cosa…
7 de septiembre de 2013
Al final lo han conseguido. Esto es lo que queda de nuestra chocolatina; un solar.
Como en el fondo del... -iba a decir corazón, pero seguramente no tienen- les duele lo que han hecho, aún no han derribado el pequeño distribuidor que se ve a la izquierda, pero todo se andará.
O quizas le dejen ahí como muestra del poder que ostentan; como vestigio de que sólo sobrevivirá lo que ellos quieran. Pero están equivocados. Aún podremos decir... ¡la madre que los parió!.
La explotación minera situada en El Alquife (Granada), evacuaba el mineral de hierro extraído de sus entrañas hasta la estación de ferrocarril de Almería. Cercano a esta, un embarcadero construido al efecto –el cable francés- cumplía la misión de introducirlo en los barcos que lo distribuían por todo el mundo.
El viento, de casi constante presencia en Almería, hacía que toda la zona cercana a las instalaciones apareciera cubiertas de un molesto polvo rojo que tenía los vecinos al borde del ataque de nervios. De hecho, las parcelas que luego darían lugar al barrio de Ciudad Jardín se vendieron a precios irrisorios dada la molestia que suponía estar enharinados en mineral de hierro.
Fue para evitar esta dispersión del polvo rojo para lo que se construyó El Toblerone. Los trenes descargaban directamente en su interior y, desde el silo, un tornillo sinfín subterráneo trasladaba el mineral al embarcadero y desde aquí a la bodega del barco. Los vecinos, y la ciudad en general, respiraron aliviados.
A cambio, se dotó al paisaje de un divertido mamotreto que pronto empezó a cosechar tanto adictos como detractores.
En el año 1996 la Compañía Andaluza de Minas cesó sus actividades en El Alquife y el silo quedó en desuso. También quedó en desuso el embarcadero, que poco después fue semidesmantelado, permaneciendo en el lugar el esqueleto como símbolo de que somos un pueblo que acostumbra a no acabar lo que empieza.
Nadie se acordó durante muchos años de la chocolatina, que poco a poco fue integrándose y calando en el paisaje visual de los almerienses.
Con todo, en el año 1998 el Plan General de Ordenación Urbana acordó su demolición…, pero no para mañana.
De súbito, el 29 de junio de 2013, un periódico local soltó la bomba en portada: Mañana se derriba el Toblerone.
Precisamente mañana, que es domingo.
Y aquí fue la de dios es cristo. Toque de rebato. La ciudadanía –mira que me gusta poco este palabro- se sintió atacada a traición, con nocturnidad y alevosía. El Toblerone, vete tú a saber porqué, había pasado a ser parte de la esencia capitalina.
Se movilizaron inmediatamente las plataformas para la salvación del silo. Toda la gente que durante años no había movido un dedo pretendió salvar al condenado en una mañana.
Se cruzaron acusaciones entre los políticos. Les pusieron a parir.
Estos se defendieron aduciendo que el derribo era consensuado y legal.
Contestaron aquellos que así sería, pero que lo taimado y oculto de la maniobra imposibilitaba el recurso. El alcalde, principal responsable del tobleronicidio fue inmediatamente bautizado como Luisin, el Derribador. Hasta la marca suiza de chocolates se sumó a la campaña emprendida por la plataforma ciudadana 'Salvemos el Toblerone' para frenar la demolición del gran silo, realizando un fotomontaje que insertó en su cuenta oficial de Twitter.
En fin, la historia de siempre. Requiescat in pace; cuando escribo estas líneas las excavadoras han empezado a minar los gruesos muros de hormigón y una cizalla siniestra muerde continuamente el metal que, otrora, fue parte inconfundible del paisaje.
A mí personalmente me gustaba.
Se podía haber empleado para un sinfín de cosas; centro socio-cultural, palacio de congresos, aparcamiento cubierto… ¡qué sé yo!.
Y de haberse tenido que derribar, hubiera sido conveniente una declaración previa de intenciones y proyectos. Pero dirigida al vecino de a pie, no a los representantes políticos a los que, entre unas cosas y otras, no queremos ver ni en pintura.
¿Quién no recuerda este graffiti? Remito al lector al cristalito "el vicio solitario", de septiembre de 2010.
Se justifican los derribadores en que se harán zonas verdes, y que será necesario para el soterramiento de las vías del tren. Ni ellos se lo creen. Las actuales zonas verdes no se cuidan –ahí tienen el parque periurbano del Andarax, sin ir más lejos- y para el soterramiento no hay un duro.
¿A quién pretenden engañar?
Como tampoco atisbo dinero para construir –he leído por ahí que edificios de hasta catorce plantas-, sospecho que todo acabará en un enorme solar muy a propósito para contener basuras, escombros… y ratas.
Y de ratas, aquí no caben más.
Les iré añadiendo fotografías del entierro. Generaciones venideras me lo agradecerán.
jueves, 11 de julio de 2013
Las obras se han acelerado. Luisin (a) el Derribador, anda con la mosca detrás de la oreja ante el cúmulo de denuncias que se agolpan en los juzgados, Junta de Andalucía y Fiscalía de Medio Ambiente y, ante la posibilidad que el derribo se paralizara, ha urgido a la empresa Erri Berri para que cuanto antes clave la puntilla al moribundo Toblerone.
Se trabaja sin descanso y ya sólo queda en pie un tercio de la cubierta.
Ayer fueron Ecologistas en Acción los que presentaron denuncia ante la Fiscalía de Medio Ambiente por la forma de proceder al derribo. Otros se manifestaron en la sede de Cajamar, donde se celebraba una reunión –que nada tenía que ver con el Toblerone- entre representantes de la Junta de Andalucía y del Ayuntamiento.
Por si fuera poco, como índice de la polémica que el Tobleronicidio deja en la ciudad, leo un artículo de opinión en la prensa de hoy. Omitiré -por lo cafre- citar el nombre del autor, que asegura que una gran mayoría de los almerienses padecen el síndrome de Estocolmo y que el personalmente conoció a los constructores del silo y no tenían conciencia de estar construyendo ninguna catedral de Burgos.
No tengo noticias, a esta hora, que haya sido apaleado por nadie.
En fin… así va la cosa…
7 de septiembre de 2013
Al final lo han conseguido. Esto es lo que queda de nuestra chocolatina; un solar.
Como en el fondo del... -iba a decir corazón, pero seguramente no tienen- les duele lo que han hecho, aún no han derribado el pequeño distribuidor que se ve a la izquierda, pero todo se andará.
O quizas le dejen ahí como muestra del poder que ostentan; como vestigio de que sólo sobrevivirá lo que ellos quieran. Pero están equivocados. Aún podremos decir... ¡la madre que los parió!.
11/6/13
el caso Theodoros
La noche del 7 de junio de 2013, el Theodoros, un carguero de 60 metros de eslora de nombre griego, bandera panameña y tripulación egipcio/tunecina, navegaba en lastre desde el puerto de Chenia –Creta- y con destino declarado en Nigeria. Una amalgama de circunstancias de muy previsible resultado.
Dedicado habitualmente al transporte de vinos, hace mucho tiempo que los mejores días del Theodoros han quedado atrás. Abandonado de Dios y de los hombres, ahora sobrevive con cabotaje de deshecho, transportando aquello que otros se niegan a transportar y las más de las veces con dudosa procedencia o destino.
A unas pocas millas de la Isla de Alborán la máquina del Theodoros, botado en 1967 y sin ITV que lo amparase, ya no aguantó más. El eje de la hélice saltó hecho añicos y sobre dejar el barco sin tracción, ocasionó una vía de agua que poco a poco fue inundando la sala de máquinas. La tripulación, compuesta por cuatro egipcios y dos tunecinos, lanzó –a su pesar- un SOS recogido en la torre de Salvamento Marítimo de Almería que, de forma inmediata, envió socorro. Como el lugar no se encontraba a más de 55 millas de la costa y la mar –a dios gracias- era un plato, la ayuda no tardó en llegar.
Lo que los hombres del SAR Mastelero y una patrullera de la Guardia Civil contemplaron les encogió el ánimo. Frente a ellos, en la claridad que la luna reflejaba sobre un mar de espejo, ligeramente hundido de la popa, se mecía lo más parecido a un buque fantasma del siglo XXI. Sobre la cubierta, abandonados a su suerte y sin noticias del armador ni de naviera alguna que quisiera cargar con el muerto, una famélica tripulación que fue evacuada directamente en helicóptero y puesta a disposición de la delegación provincial de extranjería para su posible repatriación.
El Mar de Alborán, la zona sobre la que se hundía el Theodoros, ahora un amasijo de hierros, óxido, y combustible almacenado en sus tanques, es de especial protección medioambiental. Esta fue la causa que –favorecidos por el buen estado de la mar- se intentara, y finalmente consiguiera, sacar de allí aquella patata caliente. Buzos de Salvamento Marítimo sellaron siquiera precariamente la vía de agua producida y… despacito… despacito… se le remolcó hasta el puerto de Almería, donde con una baliza flotante se ha prevenido un posible escape del fuel.
A uno se le vino a la memoria –de los errores se aprende- que quizás esta hubiera sido la técnica a emplear con el Prestige, de tan infausto recuerdo, aunque otros pudieran decirme, y con razón, que no estábamos barajando las mismas cartas.
El caso es que ya tenemos la ruina del Theo en el puerto de Almería… y ahora viene la segunda parte de la historia… ¿qué coño hacemos con el barquito?
Desde hace ya años… demasiados… se pudre en otro lugar del puerto un barco de bandera finlandesa -el OTC Challenger- decomisado en una operación antidroga y del que nadie se quiere hacer cargo, y eso que aquel estaba en buen estado. Repudiado en sucesivas subastas, desamparado de la Administración, ni las ratas parecen querer saber nada de él.
Futuro incierto pues el del Theodoros, que a día de hoy sólo sirve para modelo fotográfico y ser el protagonista de una historia que les haga más llevadero este martes aburrido.
¿Alguien quiere un barquito para este verano?
Con hacerse cargo de la factura del remolque, la asistencia en el mar, la reparación de la máquina, la reflotabilidad y los gastos de consignatarios, seguro naval y fianzas de navegación –que esta vez no se nos escape-, puede ser suyo. Lo del adecentamiento estético puede dejarlo para mejores tiempos.
Total… un pico.
A 10 de septiembre de 2013, tres meses después, el Theodoros sigue pudriéndose amarrado al muelle de levante del puerto de Almería, como así lo recoge un periódico local.
Dedicado habitualmente al transporte de vinos, hace mucho tiempo que los mejores días del Theodoros han quedado atrás. Abandonado de Dios y de los hombres, ahora sobrevive con cabotaje de deshecho, transportando aquello que otros se niegan a transportar y las más de las veces con dudosa procedencia o destino.
A unas pocas millas de la Isla de Alborán la máquina del Theodoros, botado en 1967 y sin ITV que lo amparase, ya no aguantó más. El eje de la hélice saltó hecho añicos y sobre dejar el barco sin tracción, ocasionó una vía de agua que poco a poco fue inundando la sala de máquinas. La tripulación, compuesta por cuatro egipcios y dos tunecinos, lanzó –a su pesar- un SOS recogido en la torre de Salvamento Marítimo de Almería que, de forma inmediata, envió socorro. Como el lugar no se encontraba a más de 55 millas de la costa y la mar –a dios gracias- era un plato, la ayuda no tardó en llegar.
Lo que los hombres del SAR Mastelero y una patrullera de la Guardia Civil contemplaron les encogió el ánimo. Frente a ellos, en la claridad que la luna reflejaba sobre un mar de espejo, ligeramente hundido de la popa, se mecía lo más parecido a un buque fantasma del siglo XXI. Sobre la cubierta, abandonados a su suerte y sin noticias del armador ni de naviera alguna que quisiera cargar con el muerto, una famélica tripulación que fue evacuada directamente en helicóptero y puesta a disposición de la delegación provincial de extranjería para su posible repatriación.
El Mar de Alborán, la zona sobre la que se hundía el Theodoros, ahora un amasijo de hierros, óxido, y combustible almacenado en sus tanques, es de especial protección medioambiental. Esta fue la causa que –favorecidos por el buen estado de la mar- se intentara, y finalmente consiguiera, sacar de allí aquella patata caliente. Buzos de Salvamento Marítimo sellaron siquiera precariamente la vía de agua producida y… despacito… despacito… se le remolcó hasta el puerto de Almería, donde con una baliza flotante se ha prevenido un posible escape del fuel.
A uno se le vino a la memoria –de los errores se aprende- que quizás esta hubiera sido la técnica a emplear con el Prestige, de tan infausto recuerdo, aunque otros pudieran decirme, y con razón, que no estábamos barajando las mismas cartas.
El caso es que ya tenemos la ruina del Theo en el puerto de Almería… y ahora viene la segunda parte de la historia… ¿qué coño hacemos con el barquito?
Desde hace ya años… demasiados… se pudre en otro lugar del puerto un barco de bandera finlandesa -el OTC Challenger- decomisado en una operación antidroga y del que nadie se quiere hacer cargo, y eso que aquel estaba en buen estado. Repudiado en sucesivas subastas, desamparado de la Administración, ni las ratas parecen querer saber nada de él.
Futuro incierto pues el del Theodoros, que a día de hoy sólo sirve para modelo fotográfico y ser el protagonista de una historia que les haga más llevadero este martes aburrido.
¿Alguien quiere un barquito para este verano?
Con hacerse cargo de la factura del remolque, la asistencia en el mar, la reparación de la máquina, la reflotabilidad y los gastos de consignatarios, seguro naval y fianzas de navegación –que esta vez no se nos escape-, puede ser suyo. Lo del adecentamiento estético puede dejarlo para mejores tiempos.
Total… un pico.
A 10 de septiembre de 2013, tres meses después, el Theodoros sigue pudriéndose amarrado al muelle de levante del puerto de Almería, como así lo recoge un periódico local.
23/5/13
el peo de un borrico
Desconozco si su merced, urbanita por imposición, tiene conocimiento exacto del alcance del enunciado; lo más probable es que no.
El peo de un borrico, si el animal está saludable, es algo rotundo, categórico, estruendoso, definitivo. Y se propaga en el espacio como el trueno precursor de la tormenta rebota su eco en las cimas de las montañas.
A veces, sólo a veces, a este estampido cósmico suele suceder que el bicho, sin ningún miramiento y con absoluto desprecio por el lugar donde se encuentre, se obsequia con una liberadora meada que viene a ser como el despeñamiento del Zambeze en las cataratas Victoria. Algo en todo caso sobrecogedor para un adulto no familiarizado con semejantes excesos, mucho más para el talante frágil de un tierno infante.
Viene esto a cuento de tener que referirles un sucedido que aún me tiene conmovido el ánimo. Andaba hace unos días cumpliendo con los deberes propios de la abuelez en un pueblo del levante almeriense y llevaba de la mano a mi nieta Alicia, cuatro años casi cumplidos y el cum laudem de las nietas. Detuvimos nuestros pasos en un kiosco de prensa aledaño al edificio de los juzgados y estaba absorto y ocupado en adquirir unos cromos de Violeta, number one de las preferencias infantiles como antes lo había sido Dora Exploradora y mucho antes el Bob Esponja, detalles que ustedes no tienen porque conocer si aún no han tenido el privilegio de que alguien les llame abuelo (Vavá, en mi caso).
Al otro lado de la calle, amarrado el ronzal a la reja de una ventana, esperaba pacientemente un borrico cuyo dueño, muy probablemente, había entrado en el edificio del juzgado para resolver algún problema con la justicia antes de marchar a su trabajo en el campo. Como las cosas de palacio van despacio, y las de la justicia más que despacio se arrastran, el tiempo para nuestro amigo el borrico debió hacerse eterno. Y tan eterno se hizo que, sin previo aviso, el rucio soltó un peo descomunal, un rebuzno acorde a la inmensa espera y una meada suficiente para dejar en pañales las últimas inundaciones habidas en la zona y de las que aún no se han recuperado.
Alicia, tras pestañear un par de veces, desamparada ante ese ataque de la naturaleza rompió a llorar tan estrepitosamente como el día que le pisé la Monster High y se le rompió un brazo. El llanto de la niña enardeció al jumento, que continuó de modo frenético con su concierto, rivalizando ambos en ver cual elevaba más el volumen. La guardia de seguridad del juzgado salió a la puerta para ver qué coño pasaba y repartieron, a partes iguales, su fiscalizadora mirada entre el borrico y mi persona, que a esas alturas bastante tenía con explicar a la niña algo para lo que no tenía explicación alguna. El mundo entero se paró por unos instantes.
Allí quedaron el borrico y los cromos de Violeta, el kiosquero y los guardias civiles del juzgado, las risas de los presentes y el ridículo más bochornoso.
Me apresuré a tomar a Alicia en brazos y abandonar precipitadamente el lugar, mientras intentaba -sin conseguirlo- sofocar el llanto histérico de la niña.
Pasado un buen rato, las aguas ya sobre su cauce, secadas las lágrimas y superado el susto, se me sometió –inmerecidamente, creo- a un tercer grado agotador. Cómo y por qué?
… y sobre todas la definitiva,
¿por qué el papá de los borricos no le pone el pañal?
Y más inexplicable aún, el sentimiento de culpa que desde ese día me embarga sin saber aún de qué.
¡Cosas de vivir en los pueblos!
Los rucios y yo nunca hemos estado a partir un piñón. La excepción que confirma la regla, esta foto del autor, más antigua que la pólvora y que dejo a modo de disculpa para que Alicia se ría cuando sea mayor y esté en edad de sentir y comprender.
El peo de un borrico, si el animal está saludable, es algo rotundo, categórico, estruendoso, definitivo. Y se propaga en el espacio como el trueno precursor de la tormenta rebota su eco en las cimas de las montañas.
A veces, sólo a veces, a este estampido cósmico suele suceder que el bicho, sin ningún miramiento y con absoluto desprecio por el lugar donde se encuentre, se obsequia con una liberadora meada que viene a ser como el despeñamiento del Zambeze en las cataratas Victoria. Algo en todo caso sobrecogedor para un adulto no familiarizado con semejantes excesos, mucho más para el talante frágil de un tierno infante.
Viene esto a cuento de tener que referirles un sucedido que aún me tiene conmovido el ánimo. Andaba hace unos días cumpliendo con los deberes propios de la abuelez en un pueblo del levante almeriense y llevaba de la mano a mi nieta Alicia, cuatro años casi cumplidos y el cum laudem de las nietas. Detuvimos nuestros pasos en un kiosco de prensa aledaño al edificio de los juzgados y estaba absorto y ocupado en adquirir unos cromos de Violeta, number one de las preferencias infantiles como antes lo había sido Dora Exploradora y mucho antes el Bob Esponja, detalles que ustedes no tienen porque conocer si aún no han tenido el privilegio de que alguien les llame abuelo (Vavá, en mi caso).
Al otro lado de la calle, amarrado el ronzal a la reja de una ventana, esperaba pacientemente un borrico cuyo dueño, muy probablemente, había entrado en el edificio del juzgado para resolver algún problema con la justicia antes de marchar a su trabajo en el campo. Como las cosas de palacio van despacio, y las de la justicia más que despacio se arrastran, el tiempo para nuestro amigo el borrico debió hacerse eterno. Y tan eterno se hizo que, sin previo aviso, el rucio soltó un peo descomunal, un rebuzno acorde a la inmensa espera y una meada suficiente para dejar en pañales las últimas inundaciones habidas en la zona y de las que aún no se han recuperado.
Alicia, tras pestañear un par de veces, desamparada ante ese ataque de la naturaleza rompió a llorar tan estrepitosamente como el día que le pisé la Monster High y se le rompió un brazo. El llanto de la niña enardeció al jumento, que continuó de modo frenético con su concierto, rivalizando ambos en ver cual elevaba más el volumen. La guardia de seguridad del juzgado salió a la puerta para ver qué coño pasaba y repartieron, a partes iguales, su fiscalizadora mirada entre el borrico y mi persona, que a esas alturas bastante tenía con explicar a la niña algo para lo que no tenía explicación alguna. El mundo entero se paró por unos instantes.
Allí quedaron el borrico y los cromos de Violeta, el kiosquero y los guardias civiles del juzgado, las risas de los presentes y el ridículo más bochornoso.
Me apresuré a tomar a Alicia en brazos y abandonar precipitadamente el lugar, mientras intentaba -sin conseguirlo- sofocar el llanto histérico de la niña.
Pasado un buen rato, las aguas ya sobre su cauce, secadas las lágrimas y superado el susto, se me sometió –inmerecidamente, creo- a un tercer grado agotador. Cómo y por qué?
… y sobre todas la definitiva,
¿por qué el papá de los borricos no le pone el pañal?
Y más inexplicable aún, el sentimiento de culpa que desde ese día me embarga sin saber aún de qué.
¡Cosas de vivir en los pueblos!
Los rucios y yo nunca hemos estado a partir un piñón. La excepción que confirma la regla, esta foto del autor, más antigua que la pólvora y que dejo a modo de disculpa para que Alicia se ría cuando sea mayor y esté en edad de sentir y comprender.
En ella se ve a mi tío Emilio, a su mulo y a su perro. El único que desentona en la estampa es el jinete, a quien unas cortas vacaciones allá por El Pozuelo, en Huelva, sirvieron para iniciarle en su desencuentro con los equinos. Tenía otra miserablemente descabalgado, pero esa… a Dios gracias, se ha perdido.
10/5/13
don Alfredo
Ayer, 9 de mayo de 2013, en pleno estallido de la primavera, se nos fue el último genio de la escena.
En un espacio en el que uno tenga mano, no podían faltar siquiera unas líneas de adiós y condolencia por el que, modestamente, considero uno de los mejores actores españoles de todos los tiempos.
El paradigma y tópico de español típico, bajito, feo, peluo y permanentemente cabreao, entregó ayer la cuchara. Alguien que fue capaz de arrancarme risas y lágrimas por igual, un tarugo en el mejor y más cariñoso sentido de la palabra, no se merece menos.
Se atropellan en mi recuerdo sus interpretaciones en cateto a babor, los santos inocentes, tristeza de amor, lleno por favor o la impagable la vaquilla, que con tantas otras componen las credenciales con que nuestro buen Alfredo se presentará donde quiera que sea que tenga que presentarse a rendir cuentas de lo bueno o malo que se hizo aquí, en el infierno.
Si algunos señalaron el landismo como sinónimo de estulticia, algunos de los nuestros nos referiremos a su promotor como Alfredo, el Grande.
Porque, les guste o no, hoy somos todos –culturalmente hablando- un poco más huérfanos.
Descanse en paz, don Alfredo.
En un espacio en el que uno tenga mano, no podían faltar siquiera unas líneas de adiós y condolencia por el que, modestamente, considero uno de los mejores actores españoles de todos los tiempos.
El paradigma y tópico de español típico, bajito, feo, peluo y permanentemente cabreao, entregó ayer la cuchara. Alguien que fue capaz de arrancarme risas y lágrimas por igual, un tarugo en el mejor y más cariñoso sentido de la palabra, no se merece menos.
Se atropellan en mi recuerdo sus interpretaciones en cateto a babor, los santos inocentes, tristeza de amor, lleno por favor o la impagable la vaquilla, que con tantas otras componen las credenciales con que nuestro buen Alfredo se presentará donde quiera que sea que tenga que presentarse a rendir cuentas de lo bueno o malo que se hizo aquí, en el infierno.
Si algunos señalaron el landismo como sinónimo de estulticia, algunos de los nuestros nos referiremos a su promotor como Alfredo, el Grande.
Porque, les guste o no, hoy somos todos –culturalmente hablando- un poco más huérfanos.
Descanse en paz, don Alfredo.
9/5/13
calle Papuecas
Venía a contarte que hace unos días arrastré mis pasos por la calle Papuecas y ello me trajo memoria de Francisco Gentil. Francisco Gentil vivía abajo de la calle, antes de subir la empinada cuesta, en una de las primeras casas de la –iba a decir- acera derecha. Y digo iba porque esa calle nunca ha tenido aceras, que las calles de los pueblos, cuando son muy pueblos, prescinden de las aceras por ser un requisito innecesario.
El tal Gentil era compañero de clase cuando estudiábamos Preu; del último preu que se estudió en España. Le recuerdo como un chico modosito, casi afeminado… y no digo con esto que lo fuera. Pero persiste en mis recuerdos que nunca formaba jaleos, se peleaba por las chicas –ni por ninguna otra cosa- o participaba de las competiciones deportivas de las que uno era tan fanático. Y eso, automáticamente, te colocaba en el bando de los potencialmente… raritos. El buen Gentil era hijo de un calero, de los de alpargatas calientes, un calero de los que vendían cal viva en su propio domicilio. Y debía irle de puta madre porque mi compañero Gentil tuvo dos cosas que yo no tuve en mi puñetera vida; una lata en la cómoda de su casa de la que podía coger las monedas de cinco duros que le diera la gana y, pasado el tiempo, un Citroen Dyane 6 que para quien no pudo ser propietario de una mísera bicicleta, era algo así como la encarnación de Rockefeller bañado en oro de 24 kilates.
No he vuelto a verle desde entonces. Lo he buscado sobre el propio escenario, en el fasebuk de los demonios y en otros lugares de la red; sin rastro. A veces pienso que se fugó –pese a lo modosito- con María Gloria, aquella medionovia mía de amor inconfesado. Algún propio me contó que estudió filología y era profesor de griego en un instituto de enseñanza secundaria. Si le viera Merche Auzmendi, nuestra profe de griego de entonces, se le caerían las bragas de la impresión, si es que no se le cayeron ya por cualquier otra causa. En cualquier caso, algo muy alejado de la cal de sus progenitores que tantas monedas de cinco duros y tan envidiado Citroen pusieron en sus manos.
Nada que ver los muchachos de entonces con los de ahora. Ni aquella Papuecas descuidada y animalera con la de ahora, reventada de geranios y acicalada al punto del erotismo callejero pese a que al principio de la calle, a mano derecha y cerrada a cal y canto –nunca mejor dicho-, resiste la puerta de Gentil el calero.
16/4/13
la bicifestación
El otro día anduve rebuscando en el baúl de los disfraces hasta dar con el de perroflauta. Luego, investido de tal autoridad, fui a reunirme con el resto de raritos que, convocados por la asociación Alpedal, como cada trimestre, se pintan solos para formar un pifostio del copón que recuerde al Ayuntamiento lo mal que andamos de infraestructuras cicleras en este culo del mundo.
El alcalde, y su corte, terminan pasándose por el forro a todos los cicleros juntos –que otras cosas más importantes tienen ellos donde fijar su atención- pero nosotros nos divertimos un rato a costa de la Administración; cosa, como bien saben sus mercedes, muy rara de ver y menos de disfrutar.
La convocatoria era en la Puerta de Purchena, y allá acudimos Lagartija y el menda para, cuando menos, hacer bulto. Don Nicolás, testigo pétreo de los más simbólicos hitos de la ciudad moderna, mostraba su asombro ante tan desinhibida muchedumbre.
Los de Alpedal habían pedido la colaboración –previo pago, claro- de una trouppe cirquense que al grito de “Alicia en el país de las Marabicis” montó un espectáculo paranoico que, por unas horas, invadió las principales calles de la ciudad. Allí estaban Alicia, la Reina, el Conejo –más loco que nunca- y el resto de personajes del cuento. Y allí estábamos nosotros, cientos de enamorados de la bicicleta, y no por ello menos merecedores de ser oídos.
A los gritos de “no contamina, ni usa gasolina”, “el que pedalea no se cabrea”, “menos coche y más pedales”, “alcalde, cabrón, asómate al balcón”, “por caridad, carril bici en toda la ciudad”… y otros al uso, los ciento y la madre que hacemos de la bicicleta una filosofía de vida pasamos por encima de semáforos, vehículos de cuatro ruedas, guardias urbanos y sin urbanizar, conductores rabiosos y asombrados espectadores que -desde ambas aceras- tomaban partido bien para el aplauso, mal para escupirnos, pero sin quedar indiferentes. Por unas horas, pocas, llenamos la calle con algo muy parecido a la primavera y dejamos tras de nuestras pedaladas un rastro de la sencillez y la inocencia de la que tan necesitados vamos estando.
Hubo quien paseó a su perro, a sus hijos, a su novia, a su gato. María, de apenas dos años, se afanó durante casi todo el recorrido en cabalgar sobre su bicicleta sin pedales con una maestría que avergonzaría a más de uno con pelos en las patas. Uno no tenía a quien pasear, por lo que se vio en la necesidad, para no perderse entre tan alocada muchedumbre, de tomar –desde el inicio- un adecuado punto de referencia. Sus mercedes, sin lugar a dudas, lo entenderán.
Allá quedó Alicia con su espejo roto, el Conejo con sus locuras, la Reina confusa y despechada… y uno vino a contárselo a ustedes.
Don Nicolás, testigo pétreo...
los ciento y la madre que hacemos de la bicicleta una filosofía...
llenamos la calle con algo muy parecido a la primavera...
Hubo quien paseó a su perro...
María, de apenas dos años, se afanó...
de tomar –desde el inicio- un adecuado punto de referencia...
Allá quedó Alicia con su espejo roto, el Conejo con sus locuras, la Reina confusa y despechada…
El alcalde, y su corte, terminan pasándose por el forro a todos los cicleros juntos –que otras cosas más importantes tienen ellos donde fijar su atención- pero nosotros nos divertimos un rato a costa de la Administración; cosa, como bien saben sus mercedes, muy rara de ver y menos de disfrutar.
La convocatoria era en la Puerta de Purchena, y allá acudimos Lagartija y el menda para, cuando menos, hacer bulto. Don Nicolás, testigo pétreo de los más simbólicos hitos de la ciudad moderna, mostraba su asombro ante tan desinhibida muchedumbre.
Los de Alpedal habían pedido la colaboración –previo pago, claro- de una trouppe cirquense que al grito de “Alicia en el país de las Marabicis” montó un espectáculo paranoico que, por unas horas, invadió las principales calles de la ciudad. Allí estaban Alicia, la Reina, el Conejo –más loco que nunca- y el resto de personajes del cuento. Y allí estábamos nosotros, cientos de enamorados de la bicicleta, y no por ello menos merecedores de ser oídos.
A los gritos de “no contamina, ni usa gasolina”, “el que pedalea no se cabrea”, “menos coche y más pedales”, “alcalde, cabrón, asómate al balcón”, “por caridad, carril bici en toda la ciudad”… y otros al uso, los ciento y la madre que hacemos de la bicicleta una filosofía de vida pasamos por encima de semáforos, vehículos de cuatro ruedas, guardias urbanos y sin urbanizar, conductores rabiosos y asombrados espectadores que -desde ambas aceras- tomaban partido bien para el aplauso, mal para escupirnos, pero sin quedar indiferentes. Por unas horas, pocas, llenamos la calle con algo muy parecido a la primavera y dejamos tras de nuestras pedaladas un rastro de la sencillez y la inocencia de la que tan necesitados vamos estando.
Hubo quien paseó a su perro, a sus hijos, a su novia, a su gato. María, de apenas dos años, se afanó durante casi todo el recorrido en cabalgar sobre su bicicleta sin pedales con una maestría que avergonzaría a más de uno con pelos en las patas. Uno no tenía a quien pasear, por lo que se vio en la necesidad, para no perderse entre tan alocada muchedumbre, de tomar –desde el inicio- un adecuado punto de referencia. Sus mercedes, sin lugar a dudas, lo entenderán.
Allá quedó Alicia con su espejo roto, el Conejo con sus locuras, la Reina confusa y despechada… y uno vino a contárselo a ustedes.
Don Nicolás, testigo pétreo...
los ciento y la madre que hacemos de la bicicleta una filosofía...
llenamos la calle con algo muy parecido a la primavera...
Hubo quien paseó a su perro...
María, de apenas dos años, se afanó...
de tomar –desde el inicio- un adecuado punto de referencia...
Allá quedó Alicia con su espejo roto, el Conejo con sus locuras, la Reina confusa y despechada…
6/4/13
La Fresquita
Debo construir este hilo desde los cimientos de no ser creyente.
No, al menos, un creyente al uso; de aquellos que tuvieron la fortuna de ser tocados con la varita de la fe.
Y sin ser creyente, acabo de sacarme una espina que hace tiempo hurgaba por donde a otros les dan mordiscos sus pasiones perdidas.
Hace unos días tuve la oportunidad, largamente esperada, de visitar la taberna La Fresquita; mágico y estrecho tugurio ubicado en la calle Mateos Gago, del sevillano barrio de Santa Cruz. Pido, desde ya, perdón a mis amigos sevillanos por no avisarles con tiempo. La cosa fue sin alevosía ni premeditación. No pude elegir ni el tiempo… ni la fecha… pero allí estaba, frente a la acera de La Fresquita, vestido de Domingo de Ramos.
Admirador y respetuoso de la gente que se apasiona, conocí un día el caso único de este bar sevillano donde se vive y se bebe por y para la Semana Santa. Porque, sin creer en lo que no creo, la gente de La Fresquita me merece el mismo respeto que el tío que se acuesta con el pijama del Betis… y tampoco soy bético. Gente apasionada –que no fanatizada-, gente para admirar, respetar, imitar.
Fue lo que esperaba y bastante más, pese a lo estrecho del local. Acodado en la barra, mientras alcanzaba el éxtasis del olfato gracias al incensario que pende sobre ella, mientras se perdían mis ojos en la colección de fotos y tesoros cofrades que cuelgan de las paredes y pueblan las estanterías, mientras acariciaba el paraíso del gusto trasegando un Barbadillo y unas albóndigas que estaban pa morirse, mientras intimaba con Matías el tabernero que me ponía al tanto de sus tiempos de armao de la Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nuestra Señora del Santo Rosario, Nuestro Padre Jesús de la Sentencia y María Santísima de la Esperanza Macarena, que así se llama en buena ley, fuimos poniendo un algo de ajuste en el guión tan desajustado que nos tocó vivir. Y todo ello mientras fuera caía algo parecido al diluvio universal. Nada, desde luego, que pudiera ahogar emociones nacidas del calor de la pasión.
Alguna de sus mercedes considerará tan baladí asunto una más de las pamplinas que nos caracterizan. Pero es que –biblia dixit- también de pamplinas vive el hombre. Y de pecados, y de pasiones, y de enfundarse un pijama del Betis o colocarse detrás, o delante, del paso de La Macarena... según toque.
Hace unos días tuve la oportunidad, largamente esperada, de visitar la taberna La Fresquita; mágico y estrecho tugurio ubicado en la calle Mateos Gago, del sevillano barrio de Santa Cruz. Pido, desde ya, perdón a mis amigos sevillanos por no avisarles con tiempo. La cosa fue sin alevosía ni premeditación. No pude elegir ni el tiempo… ni la fecha… pero allí estaba, frente a la acera de La Fresquita, vestido de Domingo de Ramos.
Admirador y respetuoso de la gente que se apasiona, conocí un día el caso único de este bar sevillano donde se vive y se bebe por y para la Semana Santa. Porque, sin creer en lo que no creo, la gente de La Fresquita me merece el mismo respeto que el tío que se acuesta con el pijama del Betis… y tampoco soy bético. Gente apasionada –que no fanatizada-, gente para admirar, respetar, imitar.
Fue lo que esperaba y bastante más, pese a lo estrecho del local. Acodado en la barra, mientras alcanzaba el éxtasis del olfato gracias al incensario que pende sobre ella, mientras se perdían mis ojos en la colección de fotos y tesoros cofrades que cuelgan de las paredes y pueblan las estanterías, mientras acariciaba el paraíso del gusto trasegando un Barbadillo y unas albóndigas que estaban pa morirse, mientras intimaba con Matías el tabernero que me ponía al tanto de sus tiempos de armao de la Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nuestra Señora del Santo Rosario, Nuestro Padre Jesús de la Sentencia y María Santísima de la Esperanza Macarena, que así se llama en buena ley, fuimos poniendo un algo de ajuste en el guión tan desajustado que nos tocó vivir. Y todo ello mientras fuera caía algo parecido al diluvio universal. Nada, desde luego, que pudiera ahogar emociones nacidas del calor de la pasión.
Alguna de sus mercedes considerará tan baladí asunto una más de las pamplinas que nos caracterizan. Pero es que –biblia dixit- también de pamplinas vive el hombre. Y de pecados, y de pasiones, y de enfundarse un pijama del Betis o colocarse detrás, o delante, del paso de La Macarena... según toque.
13/3/13
el besapies
Hace mucho, muchísimo tiempo que tengo desatendido esto.
Les voy a contar una historieta,
Mi Jefe, el Gran Jefe, me llamó la otra tarde a su despacho para comunicarme, con gran displicencia y ofrecimiento de café, que debería convertirme en su álter ego por obra y gracia del “las reclamaciones al maestro armero”. Así, me hizo saber que la empresa había recibido protocolaria y puntual invitación del obispo de la ciudad para acudir al besapies que, cada lunes santo, se celebra en la catedral. Y dado que él, para esas fechas, tendría otras muchas ocupaciones en las que distraerse, debería ser yo quien me ocupara de representarle del mejor modo y forma para mantener intacto –o aumentado- nuestro crédito institucional y corporativo.
Uno, más bien ateo y anticlerical, y con el insano propósito de mortificarle un rato en premio a la gracia que me concedía, le hizo ver la muy poca gracia que le hacía besar los pies al señor obispo, por muy obispo que fuese y por muy lavados que los tuviera. Mi superior, tras mirarme como se miraría a un extraterrestre, entre incrédulo y resignado, me hizo saber que no serían los pinreles del señor obispo los que debería besar, sino los de Jesús del Gran Poder, imagen muy venerada por la feligresía y por cuyo acto se me otorgarían taitantos días de indulgencia –que no sé muy bien que es ni la falta que me hacen- y el reconocimiento y calor de la sociedad a la que nos debemos –dixit-. Así las cosas aún le quise convencer que, tan alta y honrosa misión, debería recaer en alguien de más elevado espíritu religioso. Alguien deseoso de alcanzar la santidad o redimir sus pecados. Alguien lo suficientemente preparado y que no tendiera a confundir, entre el olor a incienso y la llama de los cirios, el culo con las témporas.
No hubo manera. Tras alegar algo sobre la espiritualidad de la milicia y directrices que inmediatamente traduje como “si la haces me la pagas”, me acompañó hasta la puerta y haciendo ver lo mucho que me estimaba, me puso de patitas en el pasillo; tras lo cual cerró decididamente la puerta a modo de punto y final. Allí quedé yo. Confuso y jodido. Con la invitación del señor obispo en una mano, el café en la otra y una mueca a medio camino entre la maldición y la tirria en los labios. Que eso de besar los pies al santo, por mucha santidad que allí se desparrame y mucho frote con el pañolito que procure el sacristán, no debe ser nada higiénico. Y además sé, de buena tinta, que el pañolito lo lavan poco o nada.
Luego les llaman putas a las putas.
Repelús me da, sólo de pensarlo.
Mi Jefe, el Gran Jefe, me llamó la otra tarde a su despacho para comunicarme, con gran displicencia y ofrecimiento de café, que debería convertirme en su álter ego por obra y gracia del “las reclamaciones al maestro armero”. Así, me hizo saber que la empresa había recibido protocolaria y puntual invitación del obispo de la ciudad para acudir al besapies que, cada lunes santo, se celebra en la catedral. Y dado que él, para esas fechas, tendría otras muchas ocupaciones en las que distraerse, debería ser yo quien me ocupara de representarle del mejor modo y forma para mantener intacto –o aumentado- nuestro crédito institucional y corporativo.
Uno, más bien ateo y anticlerical, y con el insano propósito de mortificarle un rato en premio a la gracia que me concedía, le hizo ver la muy poca gracia que le hacía besar los pies al señor obispo, por muy obispo que fuese y por muy lavados que los tuviera. Mi superior, tras mirarme como se miraría a un extraterrestre, entre incrédulo y resignado, me hizo saber que no serían los pinreles del señor obispo los que debería besar, sino los de Jesús del Gran Poder, imagen muy venerada por la feligresía y por cuyo acto se me otorgarían taitantos días de indulgencia –que no sé muy bien que es ni la falta que me hacen- y el reconocimiento y calor de la sociedad a la que nos debemos –dixit-. Así las cosas aún le quise convencer que, tan alta y honrosa misión, debería recaer en alguien de más elevado espíritu religioso. Alguien deseoso de alcanzar la santidad o redimir sus pecados. Alguien lo suficientemente preparado y que no tendiera a confundir, entre el olor a incienso y la llama de los cirios, el culo con las témporas.
No hubo manera. Tras alegar algo sobre la espiritualidad de la milicia y directrices que inmediatamente traduje como “si la haces me la pagas”, me acompañó hasta la puerta y haciendo ver lo mucho que me estimaba, me puso de patitas en el pasillo; tras lo cual cerró decididamente la puerta a modo de punto y final. Allí quedé yo. Confuso y jodido. Con la invitación del señor obispo en una mano, el café en la otra y una mueca a medio camino entre la maldición y la tirria en los labios. Que eso de besar los pies al santo, por mucha santidad que allí se desparrame y mucho frote con el pañolito que procure el sacristán, no debe ser nada higiénico. Y además sé, de buena tinta, que el pañolito lo lavan poco o nada.
Luego les llaman putas a las putas.
Repelús me da, sólo de pensarlo.
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