La Vidriera del Mairena
9/5/13
calle Papuecas
Venía a contarte que hace unos días arrastré mis pasos por la calle Papuecas y ello me trajo memoria de Francisco Gentil. Francisco Gentil vivía abajo de la calle, antes de subir la empinada cuesta, en una de las primeras casas de la –iba a decir- acera derecha. Y digo iba porque esa calle nunca ha tenido aceras, que las calles de los pueblos, cuando son muy pueblos, prescinden de las aceras por ser un requisito innecesario.
El tal Gentil era compañero de clase cuando estudiábamos Preu; del último preu que se estudió en España. Le recuerdo como un chico modosito, casi afeminado… y no digo con esto que lo fuera. Pero persiste en mis recuerdos que nunca formaba jaleos, se peleaba por las chicas –ni por ninguna otra cosa- o participaba de las competiciones deportivas de las que uno era tan fanático. Y eso, automáticamente, te colocaba en el bando de los potencialmente… raritos. El buen Gentil era hijo de un calero, de los de alpargatas calientes, un calero de los que vendían cal viva en su propio domicilio. Y debía irle de puta madre porque mi compañero Gentil tuvo dos cosas que yo no tuve en mi puñetera vida; una lata en la cómoda de su casa de la que podía coger las monedas de cinco duros que le diera la gana y, pasado el tiempo, un Citroen Dyane 6 que para quien no pudo ser propietario de una mísera bicicleta, era algo así como la encarnación de Rockefeller bañado en oro de 24 kilates.
No he vuelto a verle desde entonces. Lo he buscado sobre el propio escenario, en el fasebuk de los demonios y en otros lugares de la red; sin rastro. A veces pienso que se fugó –pese a lo modosito- con María Gloria, aquella medionovia mía de amor inconfesado. Algún propio me contó que estudió filología y era profesor de griego en un instituto de enseñanza secundaria. Si le viera Merche Auzmendi, nuestra profe de griego de entonces, se le caerían las bragas de la impresión, si es que no se le cayeron ya por cualquier otra causa. En cualquier caso, algo muy alejado de la cal de sus progenitores que tantas monedas de cinco duros y tan envidiado Citroen pusieron en sus manos.
Nada que ver los muchachos de entonces con los de ahora. Ni aquella Papuecas descuidada y animalera con la de ahora, reventada de geranios y acicalada al punto del erotismo callejero pese a que al principio de la calle, a mano derecha y cerrada a cal y canto –nunca mejor dicho-, resiste la puerta de Gentil el calero.
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