El 28 de septiembre de 2012 amaneció lloviendo en Puerto Rey y Pueblo Laguna, dos urbanizaciones del término municipal de Vera (Almería) acostadas sobre el Mediterráneo y separadas por el cauce, siempre seco, del río Antas. Nada del otro mundo, agua embarrada para ensuciar coches y fachadas.
En un lugar donde la lluvia es la excepción, lo anecdótico, donde los hombres del tiempo habitualmente se estrellan, cuatro gotas mal contadas no es motivo suficiente siquiera para sacar el paraguas.
Aquí, al cauce del río Antas, se le conoce entre despectiva y banalmente por la rambla.
Otras circunstancias, sin embargo, iban a contribuir en hacer tragedia de lo cotidiano. De un lado la cantidad de agua caída no a nivel del mar, sino en la sierra, en el interior; de otro, la cantidad de elementos extraños acumulados, tras años de sequía, en el cauce seco del río o, lo que es lo mismo, en la rambla.
El sobrevenir de la crisis, la falta de mano de obra, la de previsión, el nunca pasa nada, son abonos más que suficientes para cosechar una desgracia.
A lo ya expuesto vamos a añadirle que tanto Puerto Rey, como Pueblo Laguna, como otras urbanizaciones de la zona están construidas en terreno descaradamente anegables. Hecho este vox populi, de conocimiento general, porque raro es el invierno que los vecinos no se ven abocados al achique de agua de sus viviendas. Pero circunstancia que peligrosa e imprudentemente se ignoró cuando de construir y llenarse el bolsillo se trataba por la panda de avariciosos e irresponsables que florecieron como setas al calor del boom urbanístico.
Aquí se cumplió el refrán de “Septiembre valiente seca las fuentes o lleva los puentes”. Así que el cielo dijo “agua va” y el agua comenzó a caer a cántaros en el embudo que conforman las estribaciones de la Sierra de los Filabres y la de Lúbar, agua que se fue canalizando en los naturales cauces de desagüe de los ríos Antas y Almanzora. Hasta 130 litros por metro cuadrado se vertieron en esta zona. El río Antas, repleto de porquería en su cauce, no fue capaz de digerir tanto líquido.
La crecida fue arrastrando cañas, árboles, matorral, desechos múltiples y todo cuanto, inoportunamente, se encontraba en el lecho del río.
Y el agua que no caía del cielo en Pueblo Laguna o Puerto Rey llegó brava y envasada por el río.
Las dos urbanizaciones, junto a la playa, están separadas únicamente por el río que salva un puente sin pretensiones. La suciedad que arrastraban las aguas fue taponando los ojos del puente que, desgraciadamente, resistió.
Sencillamente la riada desbordó el puente por ambos lados, salió del cauce y anegó la zona de las urbanizaciones pegadas al río.
Si el puente hubiera reventado toda esa agua hubiera ido directamente al mar, con lo que los daños se hubieran minimizado.
No fue así y el resultado final fueron tres personas muertas, daños materiales incontables, daños morales aún más elevados, conductas heroicas, cruce de acusaciones entre los distintos responsables de la tragedia y barro para enterrar a Zafra.
Pueblo Laguna hizo honor a su apellido.
Diez días después de aquello, Nikita y yo nos dimos una vuelta por el lugar. Lo que vimos lo he querido resumir en diez imágenes.
esto era la playa de Vera
y esto una pista de tenis... ¡tie break!
¡adios Mercedes!
y adios lavadora
en esta foto y en la anterior pueden apreciar la altura que alcanzó el agua
la cultura puesta a secar
y los colchones también
barro...
...y desolación por cualquier parte.
Quede constancia en La Vidriera de tan desastroso suceso.
18 de septiembre de 2013
Tras la tempestad vino la calma.
Ha pasado tiempo, pero el lugar vuelve a tener, poco a poco, su habitual fisonomía.
El hotel México ha vuelto a abrir sus puertas y el Club Deportivo Puerto Rey luce sus pistas otra vez acondicionadas.
Ahora luce el sol.
Hasta otra…
La primera de las pistas que vemos es aquella en la que antes lucían el cubo de basuras y el contenedor de las obras.
La Vidriera del Mairena
9/11/12
30/10/12
De Piedra Paloma a Punta Chullera
Para aliviarnos un poco de las fatigas que supuso nuestra subida al Nicio –maldita sea su estampa-, esta vez elegimos una ruta de nivel cero, de esas que discurren al lado mismo del mediterráneo y cuyo mayor desnivel supone subir o bajar los escalones del paseo marítimo de turno. Las vistas panorámicas desde la altura quedan superadas, con creces, por el paisaje marino y el andar ondulante de las chicas por la playa. Algo menos de 30 kilómetros –ida y vuelta- sin otra dificultad que el posible viento –poniente o levante- que ese día quiera soplar.
El coche lo dejaremos antes de llegar a la Urbanización Buenas Noches. Sobre el km. 148’500 de la N-340 se ubica una rotonda en la que saldremos de la carretera hacia el lado de la playa. Tras los edificios del complejo Bermuda Beach, se inicia el paseo marítimo que nos pondrá en el camino a Punta Chullera. Aquí bajamos las bicis, enjaezamos las monturas, ponemos los contadores a cero… y a disfrutar del camino, y las vistas.
Bermuda Beach
Este es el primer tramo –y el último- que habremos de biciclear. Corresponde a la urbanización Bermuda Beach y, comparado con el camino al Nicio, encontramos las mismas diferencias que entre Belén Esteban y Paloma Cuevas.
El paseo marítimo de Bermuda Beach enlaza con otro a medio construir, con firme de tierra prensada, y en el que ya se divisan los mejores referentes de nuestra ruta.
Justo al terminar este tramo encontramos la presencia imponente de la Piedra de la Paloma, referente novelístico de contrabandistas de hachís como Santiago Fisterra, al que Pérez Reverte tan bien describe en La Reina del Sur; jugándose algo más que la libertad en un tablero de ajedrez limitado por las aguas del estrecho y en el que las piezas blancas son las turbo hélices y el molinillo de Vigilancia Aduanera y de la Guardia Civil.
Piedra de la Paloma / ¿Qué les decía de las vistas?
Es aquí también donde deberemos apearnos de la borrica, bajar con ella a la orilla de la playa, y seguir de la mano… como dos enamorados… hasta llegar a la altura de la urbanización Torre de la Sal, en que podremos volver a un paseo de albero exquisitamente acondicionado. El mismo albero que nos llevará junto a los pies de la joya de este paseo, la Torre de la Sal.
La Torre de la Sal es un baluarte situado en un promontorio sobre el mar, entre el río Manilva y el arroyo Camarate. Muy posiblemente es de origen nazarí y anterior al año 1500. Cuenta de dos cuerpos cuadrangulares, mayor el inferior, y con una bóveda sobre el más alto. Su estado de conservación –restaurada- es bueno y los alrededores han sido urbanizados, lo que la pone en valor. Sabemos que en la actualidad está bajo la protección de la Administración, pero ignoramos –a pesar de preguntarlo aquí y allá- de donde le proviene el nombre. Sólo nos dijeron que, si no nos gustaba, también era conocida por el Salto de la Mora.
Enlazamos, uno tras otro, los distintos y coquetos paseos marítimos construidos por otras tantas urbanizaciones –ahora les obligan a hacerlo- en sentido al poniente. Al terminar la urbanización Marina de Casares, nos veremos en la tesitura de rodear la desembocadura de una rambla pie a tierra y bajando a la playa, o bien rodearla subiendo –por el antiguo club de tenis- hasta la plataforma de la N-340, para volver luego hacia el paseo marítimo. Nosotros optamos, como más natural, por la primera de ellas.
Rebasada esta rambla ya estamos en el paseo marítimo de San Luis de Sabinillas. Saludamos el monumento al pescador, en el centro neurálgico de la barriada, y seguimos hacia poniente
… por la archiconocida Colonia Infantil, que dejamos a nuestra derecha. Deberíamos apuntar que, en el núcleo urbano de Sabinillas, hemos dejado durante unos 300 metros el paseo marítimo y nos hemos internado en sus calles, ante la imposibilidad de seguirlo en bicicleta. Volvemos a retomarlo a la altura del edificio de la Colonia.
Sabinillas a la espalda, casi de seguido nos adentramos en las instalaciones del Puerto Deportivo de la Duquesa, que recorremos por el interior, a pie de amarre.
Puerto de la Duquesa
Un poco más adelante deberíamos estar atentos al Castillo de la Duquesa y a la barriada que lo alberga, donde podremos admirar un enorme mural de cerámica
… con bancos a juego,
… y unas entrañables y humildes casas de pescadores –de los de antes-
Rebasado el Castillo de la Duquesa y su poblado, otras urbanizaciones de paseos igualmente acondicionados, sencillos, coquetos, nos irán acercando a nuestro destino.
Los últimos dos o tres kilómetros son de camino puro y duro. Atrás quedaron los paseos urbanizados y los residenciales de lujo. Ahora circulamos por caminos de los de siempre, pero muy aptos para andar en bicicleta. Y así rodaremos hasta llegar a la urbanización de Playa Paraíso. Desde aquí a la Punta de Chullera, 1.800 metros aproximadamente, no hay camino practicable. Se ofrecen al intrépido explorador dos opciones únicas: O sube por la calle Tubalitas al alto de la urbanización –lo que significa una pendiente del copón- para dejarse caer a Punta Chullera una vez alcanzado el alto, o sigue por la plataforma de la N-340 –tras el guardarrail, claro- hasta el punto de destino, lo que conlleva que en ocasiones se tendrá que bajar de la bici y arrastrarla. Nosotros practicamos las dos opciones, una a la ida…. N-340, y otra a la vuelta… subida al alto; pa gustos, colores.
Alto de Playa Paraiso
Elijan la que elijan no pueden volver sin estar a los pies de la torre de Chullera. Esta, al contrario que la Torre de la Sal, está mal conservada, se encuentra cercada dentro de una finca que parece ser propiedad particular y no se permite el acceso.
Eso si, fotografías, todas las que quieran y si llegan acalorados siempre se pueden dar un baño en alguna de las preciosas calas situadas a los pies de la torre.
Ea, ahora les toca volver; ya conocen el camino.
El coche lo dejaremos antes de llegar a la Urbanización Buenas Noches. Sobre el km. 148’500 de la N-340 se ubica una rotonda en la que saldremos de la carretera hacia el lado de la playa. Tras los edificios del complejo Bermuda Beach, se inicia el paseo marítimo que nos pondrá en el camino a Punta Chullera. Aquí bajamos las bicis, enjaezamos las monturas, ponemos los contadores a cero… y a disfrutar del camino, y las vistas.
Bermuda Beach
Este es el primer tramo –y el último- que habremos de biciclear. Corresponde a la urbanización Bermuda Beach y, comparado con el camino al Nicio, encontramos las mismas diferencias que entre Belén Esteban y Paloma Cuevas.
El paseo marítimo de Bermuda Beach enlaza con otro a medio construir, con firme de tierra prensada, y en el que ya se divisan los mejores referentes de nuestra ruta.
Justo al terminar este tramo encontramos la presencia imponente de la Piedra de la Paloma, referente novelístico de contrabandistas de hachís como Santiago Fisterra, al que Pérez Reverte tan bien describe en La Reina del Sur; jugándose algo más que la libertad en un tablero de ajedrez limitado por las aguas del estrecho y en el que las piezas blancas son las turbo hélices y el molinillo de Vigilancia Aduanera y de la Guardia Civil.
Piedra de la Paloma / ¿Qué les decía de las vistas?
Es aquí también donde deberemos apearnos de la borrica, bajar con ella a la orilla de la playa, y seguir de la mano… como dos enamorados… hasta llegar a la altura de la urbanización Torre de la Sal, en que podremos volver a un paseo de albero exquisitamente acondicionado. El mismo albero que nos llevará junto a los pies de la joya de este paseo, la Torre de la Sal.
La Torre de la Sal es un baluarte situado en un promontorio sobre el mar, entre el río Manilva y el arroyo Camarate. Muy posiblemente es de origen nazarí y anterior al año 1500. Cuenta de dos cuerpos cuadrangulares, mayor el inferior, y con una bóveda sobre el más alto. Su estado de conservación –restaurada- es bueno y los alrededores han sido urbanizados, lo que la pone en valor. Sabemos que en la actualidad está bajo la protección de la Administración, pero ignoramos –a pesar de preguntarlo aquí y allá- de donde le proviene el nombre. Sólo nos dijeron que, si no nos gustaba, también era conocida por el Salto de la Mora.
Enlazamos, uno tras otro, los distintos y coquetos paseos marítimos construidos por otras tantas urbanizaciones –ahora les obligan a hacerlo- en sentido al poniente. Al terminar la urbanización Marina de Casares, nos veremos en la tesitura de rodear la desembocadura de una rambla pie a tierra y bajando a la playa, o bien rodearla subiendo –por el antiguo club de tenis- hasta la plataforma de la N-340, para volver luego hacia el paseo marítimo. Nosotros optamos, como más natural, por la primera de ellas.
Rebasada esta rambla ya estamos en el paseo marítimo de San Luis de Sabinillas. Saludamos el monumento al pescador, en el centro neurálgico de la barriada, y seguimos hacia poniente
… por la archiconocida Colonia Infantil, que dejamos a nuestra derecha. Deberíamos apuntar que, en el núcleo urbano de Sabinillas, hemos dejado durante unos 300 metros el paseo marítimo y nos hemos internado en sus calles, ante la imposibilidad de seguirlo en bicicleta. Volvemos a retomarlo a la altura del edificio de la Colonia.
Sabinillas a la espalda, casi de seguido nos adentramos en las instalaciones del Puerto Deportivo de la Duquesa, que recorremos por el interior, a pie de amarre.
Puerto de la Duquesa
Un poco más adelante deberíamos estar atentos al Castillo de la Duquesa y a la barriada que lo alberga, donde podremos admirar un enorme mural de cerámica
… con bancos a juego,
… y unas entrañables y humildes casas de pescadores –de los de antes-
Rebasado el Castillo de la Duquesa y su poblado, otras urbanizaciones de paseos igualmente acondicionados, sencillos, coquetos, nos irán acercando a nuestro destino.
Los últimos dos o tres kilómetros son de camino puro y duro. Atrás quedaron los paseos urbanizados y los residenciales de lujo. Ahora circulamos por caminos de los de siempre, pero muy aptos para andar en bicicleta. Y así rodaremos hasta llegar a la urbanización de Playa Paraíso. Desde aquí a la Punta de Chullera, 1.800 metros aproximadamente, no hay camino practicable. Se ofrecen al intrépido explorador dos opciones únicas: O sube por la calle Tubalitas al alto de la urbanización –lo que significa una pendiente del copón- para dejarse caer a Punta Chullera una vez alcanzado el alto, o sigue por la plataforma de la N-340 –tras el guardarrail, claro- hasta el punto de destino, lo que conlleva que en ocasiones se tendrá que bajar de la bici y arrastrarla. Nosotros practicamos las dos opciones, una a la ida…. N-340, y otra a la vuelta… subida al alto; pa gustos, colores.
Alto de Playa Paraiso
Elijan la que elijan no pueden volver sin estar a los pies de la torre de Chullera. Esta, al contrario que la Torre de la Sal, está mal conservada, se encuentra cercada dentro de una finca que parece ser propiedad particular y no se permite el acceso.
Eso si, fotografías, todas las que quieran y si llegan acalorados siempre se pueden dar un baño en alguna de las preciosas calas situadas a los pies de la torre.
Ea, ahora les toca volver; ya conocen el camino.
3/10/12
¡... por fin, el Nicio!
Las ruinas del Nicio (Munt Nis), finales del siglo IX, se sitúan en las estribaciones de Sierra Bermeja, en el término municipal de Estepona, entre los ríos El Castor y El Padrón, y suponen un primer ejemplo de la cultura hispano-goda. Posteriormente ocupado por los árabes, que lo utilizaron como fortaleza defensiva de la frontera, es milagroso que sus ruinas hayan llegado a nuestros días, máxime cuando ninguna administración, en ningún tiempo, ha considerado oportuno ponerlo en valor.
Si exceptuamos los trabajos de investigación llevados a cabo por Sánchez Bracho (1984) y la tesis doctoral del profesor Fernández (1987), nadie nunca se ocupó de que el Nicio subsistiera. Si ello ha sido posible no se debe más que a su aislamiento y su difícil acceso.
Lo que les cuento a continuación es la crónica de mi primera visita a tan taumatúrgico lugar.
Me agradaría sobre manera que el lector, al discurrir por esta crónica, pusiera su voz en modo Félix Rodríguez de la Fuente. Es para dar ambiente… ¿sabe?
“Transcurrieron muchos días en que el avezucho… digo, el intrépido explorador, permaneció tras los cristales contemplando, amuermao, como la lluvia resbalaba sobre ellos. Una lluvia no por necesaria menos impávida, triste, cansina, descalabradora de aventuras. El cauce de los arroyos, secos desde hace meses, comenzó a correr con inusitada violencia. Bajo esa perspectiva, el capitán Pedales y su amigo y sherpa Antonio Atienza, convinieron la necesidad de permanecer al cobijo de un buen y seguro techo mientras una y otra vez se postergaba la cita con la cumbre del Nicio. Chocolate con churros, para los dos.
correntías disuelve excursiones
El último día de septiembre, cuando el capitán Pedales ya había despedido al sherpa –que tenía obligaciones- y se apuraba en desmontar la tienda y recoger la mochila, amaneció radiante.
horizontes menos lejanos
Miró el capitán al cielo y “entre uno en la mano o ciento volando”, no tardó en decidirse por lo primero. De este modo enjaezó de forma apresurada a Lagartija y ambos pusieron rumbo al norte, hacía las estribaciones de la Sierra Bermeja, sin sherpa y con la amenaza de un ejército de nubes traga-exploradores a las espaldas.
Bien es cierto que en esta clase de recorridos, el no saber con seguridad que caminos se pisan cansa tanto o más que la propia dificultad del trayecto. Además, hubo tres omisiones graves por parte de las instrucciones recibidas del sherpa. La primera de ellas es que “en caso de duda, subir”. El no tener esta premisa en cuenta, máxime cuando la voluntad y el ánimo lo que piden es bajar, obligó al aventurero a volver sobre sus pasos en más de una ocasión. Cuando el camino se bifurca, es muy conveniente tener claro que ramal tienes que tomar. Lamadrequeloparió es la interjección más socorrida en estos casos.
A una subida puñetera sucedió otra subida más puñetera todavía. Ni un alma a quien pedir socorro, ni un triste cartelito indicador de la ubicación del Nicio. La aguja de la brújula en el norte y el espejo del mediterráneo en el sur. Y entre ellos un capullo en bicicleta preguntándose por la cuadratura del círculo y con las provisiones de agua peligrosamente escasas.
Despojado ya de toda dignidad, muchas de esas subidas no se hicieron a lomos de Lagartija, sino ayuntado a su lado y sostenidos el uno en el otro.
La segunda de las omisiones graves del sherpa fue el advertir que las ruinas del Nicio están prácticamente cubiertas por la vegetación, y es por ello muy necesario andar con el ojo avizor para que el camuflaje no malogre el descubrimiento. A dios gracias, las ruinas de la llamada “Casa del Guarda”, en el cerro del Zagalote que se enfrenta al del Nicio, son bastante visibles y sirvieron de baliza para desvelar el misterio.
Casa del Guarda y, frente a ella, el cerro del Nicio
La tercera cagada del sherpa fue el silenciar que, una vez llegados al cerro del Nicio, su contorno está cercado por una alambrada que impide el paso. Como el lector comprenderá, después de dos horas como puta por rastrojo, empapado por fuera del sudor y seco por dentro como la mojama, no hay valla que frene el impulso de clavar el piolet y la bandera en la cima. Así que desmontamos lo desmontable con sumo cuidado, y Lagartija y el menda avanzamos hasta el mismísimo patio de armas de lo que un día fue realidad y hoy es vestigio y recuerdo del castillo del Nicio. Luego, que uno es cuidadoso, dejamos la cerca como la encontramos.
la jodida alambrada
Lo siguiente fue sacar el mini-trípode y la cámara y, a modo de ceremonia de coronación, dejar constancia de que estuvimos allí.
Las imágenes que les dejo dan fe notarial de la veracidad de lo que les cuento. Fue en la mañana del día del señor del 30 de septiembre de 2012, festividad de San Jerónimo.
Me agradaría sobre manera que el lector, al discurrir por esta crónica, pusiera su voz en modo Félix Rodríguez de la Fuente. Es para dar ambiente… ¿sabe?
“Transcurrieron muchos días en que el avezucho… digo, el intrépido explorador, permaneció tras los cristales contemplando, amuermao, como la lluvia resbalaba sobre ellos. Una lluvia no por necesaria menos impávida, triste, cansina, descalabradora de aventuras. El cauce de los arroyos, secos desde hace meses, comenzó a correr con inusitada violencia. Bajo esa perspectiva, el capitán Pedales y su amigo y sherpa Antonio Atienza, convinieron la necesidad de permanecer al cobijo de un buen y seguro techo mientras una y otra vez se postergaba la cita con la cumbre del Nicio. Chocolate con churros, para los dos.
correntías disuelve excursiones
El último día de septiembre, cuando el capitán Pedales ya había despedido al sherpa –que tenía obligaciones- y se apuraba en desmontar la tienda y recoger la mochila, amaneció radiante.
horizontes menos lejanos
Miró el capitán al cielo y “entre uno en la mano o ciento volando”, no tardó en decidirse por lo primero. De este modo enjaezó de forma apresurada a Lagartija y ambos pusieron rumbo al norte, hacía las estribaciones de la Sierra Bermeja, sin sherpa y con la amenaza de un ejército de nubes traga-exploradores a las espaldas.
Bien es cierto que en esta clase de recorridos, el no saber con seguridad que caminos se pisan cansa tanto o más que la propia dificultad del trayecto. Además, hubo tres omisiones graves por parte de las instrucciones recibidas del sherpa. La primera de ellas es que “en caso de duda, subir”. El no tener esta premisa en cuenta, máxime cuando la voluntad y el ánimo lo que piden es bajar, obligó al aventurero a volver sobre sus pasos en más de una ocasión. Cuando el camino se bifurca, es muy conveniente tener claro que ramal tienes que tomar. Lamadrequeloparió es la interjección más socorrida en estos casos.
A una subida puñetera sucedió otra subida más puñetera todavía. Ni un alma a quien pedir socorro, ni un triste cartelito indicador de la ubicación del Nicio. La aguja de la brújula en el norte y el espejo del mediterráneo en el sur. Y entre ellos un capullo en bicicleta preguntándose por la cuadratura del círculo y con las provisiones de agua peligrosamente escasas.
Despojado ya de toda dignidad, muchas de esas subidas no se hicieron a lomos de Lagartija, sino ayuntado a su lado y sostenidos el uno en el otro.
La segunda de las omisiones graves del sherpa fue el advertir que las ruinas del Nicio están prácticamente cubiertas por la vegetación, y es por ello muy necesario andar con el ojo avizor para que el camuflaje no malogre el descubrimiento. A dios gracias, las ruinas de la llamada “Casa del Guarda”, en el cerro del Zagalote que se enfrenta al del Nicio, son bastante visibles y sirvieron de baliza para desvelar el misterio.
Casa del Guarda y, frente a ella, el cerro del Nicio
La tercera cagada del sherpa fue el silenciar que, una vez llegados al cerro del Nicio, su contorno está cercado por una alambrada que impide el paso. Como el lector comprenderá, después de dos horas como puta por rastrojo, empapado por fuera del sudor y seco por dentro como la mojama, no hay valla que frene el impulso de clavar el piolet y la bandera en la cima. Así que desmontamos lo desmontable con sumo cuidado, y Lagartija y el menda avanzamos hasta el mismísimo patio de armas de lo que un día fue realidad y hoy es vestigio y recuerdo del castillo del Nicio. Luego, que uno es cuidadoso, dejamos la cerca como la encontramos.
la jodida alambrada
Lo siguiente fue sacar el mini-trípode y la cámara y, a modo de ceremonia de coronación, dejar constancia de que estuvimos allí.
Las imágenes que les dejo dan fe notarial de la veracidad de lo que les cuento. Fue en la mañana del día del señor del 30 de septiembre de 2012, festividad de San Jerónimo.
31/7/12
Carmelo, el camaleón
¿Cuántos de ustedes han tenido un camaleón en sus manos?
Si seis de cada diez contesta que nunca, lo que les voy a contar adquiere la categoría de sucedido extraordinario y estará justificado que lo traiga a La Vidriera. Si dadas las fechas resultase que ni diez clientes se juntan en el lugar, con crisis o sin crisis, es que esto está pa irse y a los cuatro gatos que queden cualquier cosa que yo les cuente les amenizará la mañana.
Si seis de cada diez contesta que nunca, lo que les voy a contar adquiere la categoría de sucedido extraordinario y estará justificado que lo traiga a La Vidriera. Si dadas las fechas resultase que ni diez clientes se juntan en el lugar, con crisis o sin crisis, es que esto está pa irse y a los cuatro gatos que queden cualquier cosa que yo les cuente les amenizará la mañana.
Ocurrió el lunes pasado a la hora del ángelus... o un poquillo más. Yo regresaba del campo amparado en el climatizador del Ibiza, más hambre que un pillabichos y los Gipsy Kings en banda sonora mitigando el cri-cri de las chicharras que pedían clemencia al sol. Todo mi horizonte era una cerveza fresquita.
De improviso, al tomar una curva cerrada, me encontré de morros con él.
¿Por qué el camaleón cruzó la carretera?
¿Por qué el camaleón cruzó la carretera?
Pues vete tú a saber, sus necesidades tendría. Como los frenos ya no tenían objeto hube de hacer una virguería al volante para que su pequeño cuerpo quedase entre las ruedas del coche. Me detuve unos metros más alla, saqué la cámara de la guantera del coche y volví sobre mis pasos con la premura de evitar que alguien menos cuidadoso que yo lo espachurrara en el asfalto.
En esto llegó un motorista de motocross a toda pastilla al que no le importó dejar la moto atravesada en mitad de la curva, apearse de un brinco y echarle mano al bicho.
-Oye tú, que yo lo he visto primero.
-Y qué vas a hacer con él?
-Pues unas fotografías en las que salga bien guapo y dejarlo al otro lado de la cuneta.
-Vale, le haces las fotografías que quieras, pero si no te lo vas a llevar… luego este se viene conmigo. Tengo en mi casa un terrario donde ya le espera un compañero y se van a hacer grandes amigos.
-Y qué vas a hacer con él?
-Pues unas fotografías en las que salga bien guapo y dejarlo al otro lado de la cuneta.
-Vale, le haces las fotografías que quieras, pero si no te lo vas a llevar… luego este se viene conmigo. Tengo en mi casa un terrario donde ya le espera un compañero y se van a hacer grandes amigos.
Conocidas las aficiones exploratorias de nuestro camaleón, sus guacabaud suicidas, la seguridad y tranquilidad de un terrario no me pareció la peor de las ideas. Con todo le recordé al motero que era un animal protegido, me miró como quien mira a un extraterrestre y se perdió echando leches.
A mí la aventura me dejó un puntito agridulce. Yo le hubiera bautizado Carmelo –por el día-, hubiera quedado con él para otro rato y le hubiera devuelto a la trocha. Si al final acababa como almuerzo de un zorro, es algo de lo que nunca me habría enterado.
Le deseo toda la felicidad camaleonica del mundo en su nueva vida. Al menos ya no terminará bajo las ruedas de un coche.
La foto... claro...
9/7/12
Leocadio
Se llama Leocadio y tiene 74 años de vellón. Nació en Huéneja, un pueblo de la Alpujarra almeriense, que abandonó apenas dejó la escuela para venir a la capital y buscarse la vida en otra cosa que no fuera guardar cabras o cultivar vides.
Ahora, llueva o ventee, nieve o te derrita el sol, coge su bicicleta cada mañana y recorre los diecisiete kilómetros que separan su casa de la playa de El Lance, en Retamar. Allí guarece la bicicleta en un viejo nido de ametralladoras y él toma un rato el sol tal como dios lo trajo al mundo –a él, no al sol-; luego se da un baño sin importarle el estado de la mar, come el bocadillo que lleva preparado y se regresa a su casa.
Sólo falta a su cita diaria con los pedales y el mar si alguna circunstancia imprevista le retiene en el olivo o si, accidentalmente, debe cuidar de alguno de sus nietos, evento este que él se ocupó de establecer que ocurriera de modo muy excepcional para no arruinar, con la imposición, su propia vejez.
Yo le conocía de vista, de encontrarlo alguna vez en el camino, de saludarnos sin detenernos. El domingo pasado, porque sí, se pegó a mi lado durante unos kilómetros, acompasamos el rodar de las monturas y nos fuimos contando confidencias como si lo hubiéramos hecho toda la vida.
Leocadio, de tanto sol y aire de mar anda tostado como un apache. Me contó que siempre fue deportista y que lo suyo era el atletismo. Un día el carnet de identidad le pasó factura y comprobó, horrorizado, que no tenía posibles físicos con que abonarla; ya no tenía sitio sobre el tartam del estadio. Entonces uno de sus hijos le regaló una bicicleta de montaña y él se enamoró de ella hasta el punto que llevan catorce años de relaciones. Relaciones en las que siempre incluyen el mar, formando un trío que mantiene alejados el aburrimiento y la enfermedad.
Dice Leocadio –tocamos madera- que él nunca se pone malo.
Yo le conté sobre mi forma de entender el ciclismo, le presenté a Lagartija y le puse al corriente que nuestro trío lo completaba Nikita, que siempre viajaba en la mochila. También le pregunté sobre si tenía correo electrónico, mas para él llegaron tardes estas tecnologías. Así que la imposibilidad de remisión me disculpó de retratarlo para la inmortalidad.
A cambio le hice una fotografía a Lagartija, guapísima ella, estilizada, arrebatada de rojo pasión destacando sobre el azul mediterráneo.
¿Les gusta Lagartija?
21/6/12
la novicia de San Jerónimo
Nunca entendí el andar en bicicleta como la ocasión de meter la cabeza entre el manillar, apretar el culo en el sillín, y deshacerse las piernas en el intento de devorar kilómetros; sino más bien en rodar erguido, esquivar el asfalto y buscar el sendero o el camino, atento a la escaramuza de la ardilla y la carrera del asustadizo conejo, sentir la brisa del aire en la cara, detenerse cien veces para fotografiar esto o aquello y hacer oídos a las historias de lugareños. Historias y leyendas como esta, que paso a referirles:
Corría el año de 1394 cuando los nobles castellanos Diego Fernández de Córdoba e Inés de Pontevedra, a fin de ganar indulgencia y expiación de sus muchos pecados, regalaron un terrenito en la sierra de Córdoba al ermitaño portugués Fray Vasco, que acababa de venir de Italia de perfeccionar su fe eremítica y se encontraba por el lugar, mano sobre mano, y sin herejes malvados a los que convertir.
El referido fraile, en vez de plantar lechugas y cebollas –e incluso alguna cepa de Moriles- como cualquier otro hubiera hecho, se dedicó a poner piedra sobre piedra, embarcó a todo el que tenía cerca, pidió como sólo los monjes saben hacerlo y terminó construyendo un monasterio que ríete tú del Escorial.
Entre el personal religioso que llegó al convento, para formar su plantilla, lo hicieron un joven monje llamado Marcelo y una novicia de Aguilar de la Frontera, pueblo situado al sur de Córdoba famoso por sus turrones y la cantidad de feriantes inscritos en su censo. De hecho, esta muchacha había abrazado la fe de Cristo porque había perdido la fe en su novio al sorprenderlo evangelizando a una amiga bajo el carrito del turrón.
Fray Marcelo y la joven novicia intimaron enseguida, pues la muchacha fue capaz de levantar no sólo el ánimo sino otras muchas cosas en el incipiente religioso.
Llegado el asunto a oídos de Fray Vasco, que como buen portugués tenía una mala leche que te cagas, desterró al joven a un oscuro convento de Cangas de Onis y a la novicia a las ruinas de Medina Azahara, para que viviese como los perros.
La novicia, cada noche, subía hasta el convento y se sentaba a sus puertas cerradas a cal y canto, en la creencia de que allí continuaba su amado y acabaría por abrir el portón para escapar con ella. Pero eso, naturalmente, no sucedió.
Al amanecer de una fría noche de enero la encontraron recostada en el umbral. Había muerto de frío.
Su cuerpo fue arrojado al río por orden del abad, pero a la mañana siguiente su silueta apareció dibujada sobre la puerta del monasterio.
Desde entonces el fantasma de la novicia suele aparecer en la misma puerta, a todos aquellos que conservan ojos para ver y corazón para sentir.
El lugar entró en desgracia y finalmente hubo de ser exclaustrado. Como mejor fin intentaron habilitarlo como manicomio, pero el fantasma de la novicia seguía apareciéndose y los antes locos, ahora remataos.
Luego vendría la compra del lugar por los Marqueses del Mérito, que no portan por allí ni empujaos, y otros detalles que podrán ustedes conocer en cualquier guía de turismo.
De estas cosas que les cuento puede de dar fe el Séneca, amigo y filósofo cordobés, que puede ver Medina Azahara desde su ventana y cuenta cosas –como esta- que huelen a Guadalquivir.
20/6/12
¡... y cuando subimos a San Jerónimo!
El pasado fin de semana anduvimos de guacabaud por tierras de los Califas, oportunidad única y largamente perseguida de volver a caer en brazos del Séneca –filósofo cordobés y amigo- compartiendo confidencias a la sombra del Pata Negra, entre copa de Moriles y tapa de salmorejo.
Se trataba esta vez de subir al Monasterio de San Jerónimo de Valparaíso, que todo el mundo conoce –porque lo ve a lo lejos- pero pocos han visitado, dejando atrás las ruinas dormidas de Medina Azahara.
Nos habían amenazado con la tontuna de la caló y la privacidad. ¡Na!, miedo pa pobres. El termómetro rondó los 38 grados sin llegar a freírnos y respecto de los carteles de “prohibido pasar” decidimos que es difícil ver nada cuando tienes puesta la atención en no dejarte los piños sobre lo abrupto del camino.
La subida hasta Medina Azahara es suave, tendida y con buen firme, nada especialmente gravoso para alguien que disponga de dos piernas en buenas condiciones de uso; otra cosa es de ahí p’arriba.
Aquí, lo que empezó con el regalo de un huerto a un fraile portugués, terminó con la construcción de un convento categoría cinco estrellas, y ello por el empecinamiento del monje en poner piedra sobre piedra en vez de plantar melones, que es lo que suelen hacer todos aquellos a los que les regalan un terrenito.
El antiguo monasterio de San Jerónimo, propiedad ahora del Marqués del Mérito, está situado en la faldas de la sierra de Córdoba, pa Trassierra, y para llegar a sus puertas hay que superar una subida de la categoría dos cojones y un palito, inmediatamente inferior a la de tres cojones, que es lo máximo en la escala de cuestas imposibles. Por encima de estas ya sólo queda la de “bájate y empuja”, de categoría especial.
Por si fuera poco, el firme del camino es indecente, lo que nos viene a confirmar que el dichoso marqués va poco por allí.
Y si bien es cierto que se presenta relativamente fácil obviar los cartelitos de prohibido el paso y propiedad privada, no lo es tanto el sortear la presencia del ganado bravo que pasta por el lugar. Toros con cuernos de metro y medio de largo, dejados allí a sus anchas para atemorizar a los posibles visitantes, que te miran con inquina mientras tú echas el bofe tratando de alcanzar las puertas del monasterio.
En el colmo de la ironía cartelera, nos sorprendió alguno que rezaba: Prohibido Peroles. Viene a decir, apuntamos para los no foráneos, que no son bien recibidas las visitas que vienen a merendar al campo. Como si organizar una perolada rodeado de toros bravos fuera cosa de gusto.
El caso es que bien que mal nos plantamos a las puertas del recinto que, como no podía ser de otra manera, estaban cerradas a cal y canto. El marqués no quiso recibirnos y el guarda de la finca tampoco. Al muy malaje lo vimos allá, a lo lejos, a la sombra de una gran higuera en la puerta de la guardería, pero a pesar de hacerle señas a la voz y al gesto, decidió no era el momento oportuno de abandonar la sombra que tan ricamente le protegía.
Así que tras hacer las fotos de rigor para documentar debidamente la hazaña, tomamos el camino de regreso. Si la subida es jodida la bajada es peligrosa, de lo que da fe el dolor acumulado en los dedos de las manos de tanto tirar de la maneta del freno.
Lo demás, pan comido. Una vez de regreso al centro de interpretación de Medina Azahara, todo es tan fácil como seguir el camino paralelo al canal que nos pondría en las puertas de Córdoba, allá por la Avda de Trassierra, y esta a la sombra de nuestro nido.
Una ducha reparadora, una copa de Moriles fresquito y la sonrisa amable del filósofo al otro lado de la mesa.
Merecido premio para tan notable esfuerzo.
-punto de salida / a quien madruga, Dios le ayuda...
-punto de destino
- el camino paralelo al canal
-punto intermedio / centro de interpretación de Medina-Azahara
-los peligros del camino
-al fin arriba
-dando fe de que llegamos.
22/5/12
la leyenda del tiempo / Castellar de la Frontera
El sueño va sobre el tiempo
Flotando como un velero
Nadie puede abrir semillas
En el corazón del sueño.
Me contaba un compañero de fatigas, hace unos días, haber estado comiendo en el complejo hotelero de La Almoraima, camino de Castellar de la Frontera, y de la visita que hizo a este pueblo gaditano.
Cuando le pregunté sobre el balcón de los amorosos me confesó no conocerlo. Hablamos y hablamos sobre Castellar y se extrañó que, conociéndolo, no lo hubiera traído a La Vidriera, otro lugar que él visita de cuando en cuando.
Así que me he visto obligado a pergeñar un nuevo cristalito que insertaré con amoroso cuidado entre los ya expuestos.
Las dos veces –recientes- que he visitado el lugar lo hice con la única compañía de Nikita. De esta manera me pude empapar del cómo y el porqué, que ahora les voy a resumir. Ese cómo y porqué que pasó desapercibido a mi amigo –avergonzado por el descuido, prefiere que omita su nombre- por ir, según él, en comandita.
Castellar de la Frontera, y me refiero al viejo, es un pueblecito dentro de un castillo medieval. Se redujo tanto para caber entre las almenas, que parece ser un pueblo de juguete.
La gente lo abandonó en los años setenta para irse a vivir al nuevo pueblo de colonos ubicado en el llano; nada que ver con la gloria que dejaban atrás. Castellar, el antiguo, el genuino, no terminó convirtiéndose en ruinas gracias a una población más o menos estable de hippies que lo ocupó –y lo sigue ocupando- dándole un tinte de originalidad a lo que ya de por sí era original. Luego vendría la restauración y la calificación de patrimonio histórico-artístico, que lo salvó definitivamente del olvido.
Está enclavado en el parque natural de Los Alcornocales y para subir al mismo pasará su merced por la puerta de un lujoso complejo hotelero acondicionado en lo que fue el convento mercedario del Santo Cristo de la Almoraima, que es donde le dieron de comer a mi compañero fotero y donde uno –sigue habiendo clases- no ha tenido la fortuna de poner jamás los pies y, mucho menos, sentar el culo.
El caso es que ya arriba, entre las murallas, podrá disfrutar de un coqueto pueblecito de calles empedradas, ambiente casi místico, paredes blanqueadas de cal, macetas, enredaderas y geranios por doquier, amén de un silencio y soledad casi absolutas en cualquier época del año -aquello está donde cristo perdió las chanclas-. Si alza la vista verá, en la lejanía, a un lado el peñón de la ignominia y al otro las abrupteces de la Serranía de Ronda. Aunque no quiera se topará con la plaza del Salvador, con la iglesia que ya no es tal sino un edificio de uso comunitario y con el palacio del Marqués de Moscoso que tampoco es ya del marqués, sino un hotel propiedad de Tugasa.
Y a poco que se entretenga en callejear, en perderse por los rincones para poder ceñir la cintura de su amada, terminará asomado al balcón de los amorosos.
Cuenta la leyenda que un zagal de Los Barrios, un tarugo sin lugar a dudas, subía cada noche de luna llena a Castellar y se asomaba al balcón para desde allí poder contemplarla más cerca cuando Luna se miraba en el espejo del Guadarranque. Fue allí donde encontró a Morayma, la hija del emir, y allí donde se enamoró de ella. Fue allí donde cada noche de luna llena se amaron y allí donde les sorprendió la guardia del moro, escamado ya de tanta salida de la niña, tanta luna y tanta tontería. Fue allí, en definitiva, donde el chaval entregó la vida atravesado por la daga del sarraceno, que no tuvo piedad en acabar con quien había tomado la honra de su hija. Pagó con su vida, como tantos otros, la dulzura de explorar –de luna en luna llena- la piel de una mujer.
Veintinueve días después, justo el tiempo que tardó la luna en volver a aparecer en su plenitud, la princesa nazarí saltó por el balcón para reunirse con su amado.
Este balcón, a día de hoy, es el único balcón público para asomarse en la muralla.
García Lorca, dicen, se inspiró en estos hechos para escribir su Leyenda del Tiempo, que luego cantaría Camarón. Pero a mí Camarón no me gusta y esa ha sido la razón de excluirle de la banda sonora.
De mis paseos por esas calles atesoro tantas fotografías que sería excesivo castigarles con ellas. Me contentaré con dejarles la del balcón al tiempo les pido excusas por la extensión. Hay cosas que no resisten lo escueto.
Flotando como un velero
Nadie puede abrir semillas
En el corazón del sueño.
Me contaba un compañero de fatigas, hace unos días, haber estado comiendo en el complejo hotelero de La Almoraima, camino de Castellar de la Frontera, y de la visita que hizo a este pueblo gaditano.
Cuando le pregunté sobre el balcón de los amorosos me confesó no conocerlo. Hablamos y hablamos sobre Castellar y se extrañó que, conociéndolo, no lo hubiera traído a La Vidriera, otro lugar que él visita de cuando en cuando.
Así que me he visto obligado a pergeñar un nuevo cristalito que insertaré con amoroso cuidado entre los ya expuestos.
Las dos veces –recientes- que he visitado el lugar lo hice con la única compañía de Nikita. De esta manera me pude empapar del cómo y el porqué, que ahora les voy a resumir. Ese cómo y porqué que pasó desapercibido a mi amigo –avergonzado por el descuido, prefiere que omita su nombre- por ir, según él, en comandita.
Castellar de la Frontera, y me refiero al viejo, es un pueblecito dentro de un castillo medieval. Se redujo tanto para caber entre las almenas, que parece ser un pueblo de juguete.
La gente lo abandonó en los años setenta para irse a vivir al nuevo pueblo de colonos ubicado en el llano; nada que ver con la gloria que dejaban atrás. Castellar, el antiguo, el genuino, no terminó convirtiéndose en ruinas gracias a una población más o menos estable de hippies que lo ocupó –y lo sigue ocupando- dándole un tinte de originalidad a lo que ya de por sí era original. Luego vendría la restauración y la calificación de patrimonio histórico-artístico, que lo salvó definitivamente del olvido.
Está enclavado en el parque natural de Los Alcornocales y para subir al mismo pasará su merced por la puerta de un lujoso complejo hotelero acondicionado en lo que fue el convento mercedario del Santo Cristo de la Almoraima, que es donde le dieron de comer a mi compañero fotero y donde uno –sigue habiendo clases- no ha tenido la fortuna de poner jamás los pies y, mucho menos, sentar el culo.
El caso es que ya arriba, entre las murallas, podrá disfrutar de un coqueto pueblecito de calles empedradas, ambiente casi místico, paredes blanqueadas de cal, macetas, enredaderas y geranios por doquier, amén de un silencio y soledad casi absolutas en cualquier época del año -aquello está donde cristo perdió las chanclas-. Si alza la vista verá, en la lejanía, a un lado el peñón de la ignominia y al otro las abrupteces de la Serranía de Ronda. Aunque no quiera se topará con la plaza del Salvador, con la iglesia que ya no es tal sino un edificio de uso comunitario y con el palacio del Marqués de Moscoso que tampoco es ya del marqués, sino un hotel propiedad de Tugasa.
Y a poco que se entretenga en callejear, en perderse por los rincones para poder ceñir la cintura de su amada, terminará asomado al balcón de los amorosos.
Cuenta la leyenda que un zagal de Los Barrios, un tarugo sin lugar a dudas, subía cada noche de luna llena a Castellar y se asomaba al balcón para desde allí poder contemplarla más cerca cuando Luna se miraba en el espejo del Guadarranque. Fue allí donde encontró a Morayma, la hija del emir, y allí donde se enamoró de ella. Fue allí donde cada noche de luna llena se amaron y allí donde les sorprendió la guardia del moro, escamado ya de tanta salida de la niña, tanta luna y tanta tontería. Fue allí, en definitiva, donde el chaval entregó la vida atravesado por la daga del sarraceno, que no tuvo piedad en acabar con quien había tomado la honra de su hija. Pagó con su vida, como tantos otros, la dulzura de explorar –de luna en luna llena- la piel de una mujer.
Veintinueve días después, justo el tiempo que tardó la luna en volver a aparecer en su plenitud, la princesa nazarí saltó por el balcón para reunirse con su amado.
Este balcón, a día de hoy, es el único balcón público para asomarse en la muralla.
García Lorca, dicen, se inspiró en estos hechos para escribir su Leyenda del Tiempo, que luego cantaría Camarón. Pero a mí Camarón no me gusta y esa ha sido la razón de excluirle de la banda sonora.
De mis paseos por esas calles atesoro tantas fotografías que sería excesivo castigarles con ellas. Me contentaré con dejarles la del balcón al tiempo les pido excusas por la extensión. Hay cosas que no resisten lo escueto.
3/5/12
otra aventura de los hermanos D
En este capítulo dejaremos memoria de la importancia de que los hermanos, Dalton o Domínguez, sigan haciendo cosas juntos. Lo de la bicicleta, como el avispado lector deducirá, no es sino el vehículo que sirve de excusa.
Quiero además, en esta ocasión, dejar a mis nietos la provechosa enseñanza de lo importante que es robar limones con el suficiente estilo y decencia.
Así pues, en cuanto el diluvio que caía desde hacía días nos dio una tregua, enjaezamos las cabalgaduras y nos dispusimos a adentrarnos en el corazón verde en busca, una vez más, de la afamada y poco conocida Charca de las Extranjeras.
Y nada mejor que empezar la aventura tomando fuerzas y desayuno en la terraza de la cafetería La Viña. Un café caliente y unos churritos son el mejor prólogo para el viaje que se avecina.
el escenario de la aventura
las curiosidades del camino
luego tocará abandonar las bicicletas, convenientemente atadas, en el lugar en que el río ya no permite más licencias que la zapatilla y el escalo
de lo que da testimonio la imagen que les adjunto
río arriba, con la soledad que sólo la naturaleza poco pateada es capaz de regalarnos,
nos acercamos a nuestro destino...
... hasta llegar a la meta fijada.
Es la hora del tentempié, el trago de vino de la bota… y la de volver.
No sin antes, tomen buena nota mis nietos, de recoger unos limones de las huertas próximas que puedan hacer realidad el dicho de “si la vida te da limones, haz limonada”.
Les esperamos en la próxima.
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