La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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24/9/10

crónicas batuecas (3) / el charco de las nutrias.

A mi amigo Antonio Atienza, a mi hermano José Antonio, porque con ellos todo resultó, sino más fácil… si más entretenido.

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Bien es verdad que la aventura que hoy les vengo a contar, no se corresponde en el espacio con el título que la cobija, pero si en el tiempo, y me ha parecido oportuno trastear lo imprescindible los recovecos de los recuerdos no fuera a ser que, con las pamplinas, se perdieran los hechos por el desagüe de la memoria.
El caso es que coincidimos Lagartija y este que les cuenta en las faldas de Sierra Bermeja cuando una tarde de sopor, mientras huíamos del calor de agosto a la sombra de una tasca del puerto pesquero y con la excusa de tomarnos un café que sabía a rayos, oímos a un lugareño contar sobre lo ordinario y extraordinario de un lugar que él conocía por “el charco de las nutrias”, paraje este donde no había estado jamás… pero que debía ser la leche.

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Así que esta vez, para huir de la amenaza del aburrimiento, acordamos Lagartija y yo que sería bueno salir de guacabaud y llegar a la maravilla esa de Las Nutrias, algo así como Eldorado para el lugareño aquel que dejaba sobre la barra aluminizada de La Escollera, con la ceniza de su cigarro, un espeso sudor impregnado del aroma rancio de una lonja vespertina.

Como todo explorador que se precie, preguntamos y nos documentamos. Por llevar, hasta llevábamos en la mochila –con una brújula regalo del Coronel Tapioca- un primoroso mapa extraído del Internet. Mapa este que nos debía acercar, sin posibilidad de error, al destino programado.

Hasta el límite del territorio civilizado la cosa fue más o menos bien. Algunos dislates en el kilometraje marcado, pero el norte seguía siendo el norte y el sur seguía siendo el sur. Con todo, el mapa debía de estar hecho con el culo, porque rebasado el acueducto sobre la autovía, principio del ignoto territorio, aquello fue Babel.
La brújula marcaba el este y el sentido común el norte, el mapa decía bajar y la ruta sólo hacía subir… y subir… y subir…
La hora del ángelus, agosto, un calor del copón, ni pájaros en el aire, los lagartos emigraron hace tiempo, el mapa en una mano, la brújula en la otra, las gafas –de ver- en la punta de la nariz y una cara de tonto que te cagas.
Pensé en hacer una llamada para contar por donde andaba, pero el móvil no tenía cobertura. Así que asumí que, si por fin sobrevenía el zamacuco, me encontraría el próximo explorador de pacotilla que pasara por allí.


Tanto subimos que coronamos el Puerto de la Mentira, llamado así porque a cualquiera que se lo cuentes te dice que es mentira que tú hubieras estado allí. Y menos en bicicleta.
Coronado el puerto, sin rastro ni de las nutrias ni del charco, observamos que un camino forestal caía al lado norte de la montaña. Nos sentamos a debatir Lagartija y yo y debatimos que, si bajábamos al otro lado… y luego no había salida, y había que volver a subir, lo que subirían serían nuestros restos cuando los levantara el juzgado de guardia de turno.

Así pues, intento fallido, desde allí mismo nos descolgamos en sentido inverso y cuando escribo “nos descolgamos”, pueden interpretarlo en el sentido literal de la expresión.

Incompetentes pero tozudos, el segundo día de guacabaud, una vez utilizado el mapa para limpiarnos el culo y nuevamente documentados con testimonios de gente que una vez oyó, una vez leyó, una vez quiso ir, nos pusimos de nuevo en el camino. Esta vez por otra ruta. Esta vez… también nos perdimos.
Perdidos andábamos cuando vimos acercarse un ciclero en sentido contrario al que seguíamos. Nos contó, mira tú que cosas, que él también andaba extraviado, que venía ni dios sabía de donde, que llevaba dos días con el bañador y la toalla en la mochila y, pese a ser aborigen del lugar, aún no había podido meter las patitas en el agua.

Tomamos buena nota de sus desventuras y rectificamos nuestra ruta en base a lo que nos contaba. Colocamos al Lebrijano en la banda sonora, calle arriba… calle abajo, y seguimos camino. Al llegar al cauce seco del río, vinimos a dar con quien Lagartija dio en llamar “el último mohicano”, y ello en base a su tez aceitunada, su vestimenta tipo “el corte chino”, su gorro modelo Cocodrilo Dundee, y porque detrás de donde él vive ya no vive nadie.

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Fue allí donde tuve que dejar a Lagartija. Hay parajes que ni las más intrépidas bicicletas pueden hollar. La deje oculta entre unos arbustos, le acaricié la rueda trasera y me perdí cauce arriba, saltando entre matas y roquedal.
A los trescientos metros de escalada el agua salió a mi encuentro. Primero tímidamente, luego saltando con alegría, finalmente de modo torrencial y desinhibido. A unos dos kilómetros de donde dejé a Lagartija, me sorprendió la naturaleza. Al coronar un alto de roca de unos dos metros de altura, me asaltó la belleza agreste, silenciosa y solitaria, de lo que yo creí mi destino; una piscina natural de agua de montaña.

Como no tenía quien inmortalizara el momento, quien diera memoria de mi logro, coloque la mochila a la orilla del agua, le acomodé la gorra y las gafas de sol… y disparé la cámara. Valdría para documentar que yo, piltrafilla pero tenaz, había estado allí. Fue algo así como clavar el piolet y la bandera en la cima del Everest.

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Y volví sobre mis pasos.
Y se lo conté primero a Lagartija. Y después a todo el que me quiso escuchar.

Y entre los que me escucharon, estaba quien sabía. Quien sabía más que yo… que deben ser muchos; pero este estaba en el lugar y tiempo adecuado, no perdiendo tiempo en chafarme la ilusión.
Así que no tuvo reparo en contarme que lo que yo creía el charco de las nutrias no era más que el charco de las extranjeras. También de admirar, pero ni mucho menos el afamado paraje natural que yo perseguía.

Nos vimos en la necesidad de programar una nueva salida, un nuevo itinerario, unas nuevas ganas y un renovado afán para descubrir la luna.
Esta vez viajamos acompañados de mi amigo Antonio Atienza, tenista cualificado pero igual de ciclero piltrafilla que el que les cuenta, y del Bosco Chico… que le ha cogido gusto a esto de explorar a golpe de pedal.

A estas alturas ya he consumido la mitad de las letras de que disponía, como entonces la mitad de las fuerzas a emplear… así que habrá que resumir.

Está lejos, bastante lejos, no viene en los mapas –en ningún mapa-, no es aconsejable subir en agosto pero… ojo… en invierno puede ser peor. También hubo un punto en que tuvimos que abandonar las bicicletas y continuar a golpe de zapatilla.

Hubimos de caminar.
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Hubimos de escalar, descender, vadear, nadar.
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Pero mereció la pena. Lo que hicimos no es sino el precio, rebajado al día del espectador, de lo que nos esperaba al final… EL CHARCO DE LAS NUTRIAS.

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Y para que sus mercedes no piensen que les estoy contando milongas, me he permitido –con sumo gusto- dejarles el adjunto reportaje fotográfico.

Para que metan el dedo en la llaga… y se mueran de la envidia.

He vuelto al lugar el 1 de septiembre de 2012.

Ha sido reconfortante porque pude comprobar que han limpiado –a conciencia- la zona. La última vez que visité el lugar, hará ocho o diez meses, aquello se había convertido en un estercolero gracias a la sensibilidad de los senderistas del todo a cien, aquellos que llegan con el coche hasta la orilla misma del río Castor, donde ya es imposible continuar más arriba y no tienen más remedio que echar las patitas –nunca mejor dicho- abajo. Veremos cuanto dura.


Llegar hasta el corazón mismo de la Charca de las Nutrias viene a ser una experiencia religiosa, que cantaría el Iglesias; aunque aconsejo no hacerlo nunca solo… por si los accidentes.

No puedo ni quiero sustraerme al placer de traerles dos nuevas fotos de esta excursión, acompañadas del ruego de que protejamos el lugar.

yo estuve aquí

coronando el charco de las nutrias

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Increible ese paisaje, JB: ni lo conocía ni había oido hablar de él en los veinte veranos o mas que anduve por ahí. Pero de Almería ya nada me extraña.
Un Gato

Juan de Mairena dijo...

Es que ese paraje no está en Almería, Gato. Está entre Estepona y Marbella, en las faldas de la Sierra Bermeja.

Anónimo dijo...

Además de estas charcas, hay algunas más que merecen la pena en Estepona y alrededores. También ruinas de castillos (El Nicio, Montemayor, etc.)y muchas rutas para apreciar y disfrutar distintos tipos de paisajes.
Un abrazo.
Roque

Juan de Mairena dijo...

Y... ¿dónde andaba su merced cuando yo andaba perdido por esas selvas de dios?.

Lo de los castillos me suena a colinas, altos inexpugnables, subidas que te cagas... y, ya sabes, uno es un ciclista de paseo marítimo. Para charcos y nutrias, con una vez al año ya está bien servido.

Silvia Darnis - embolic dijo...

magnífico relato del baño de las nutrias. ¿a que emboba encontrarse parajes tan bellos, solitarios y casi inexpugnables? yo creo que hubiera podido hacer un esfuerzo y llevar a Lagartija en brazos, no pudo contemplar esta belleza ni bañarse, ni ligar con ninguna nutria. ¿le ha enseñado las fotos por lo menos? ¿ya lo ha perdonado por dejarla escondida tras unos matorrales?

Juan de Mairena dijo...

Si, emboba. Luego... emboba. Pero yo describiría la emoción de otra manera.