Hace unas fechas mi amigo Rafael @ Gatofrito, ese desde cuya ventana se ve Medina Azahara y se huele el Guadalquivir, revolviendo en una casa palaciega que su familia posee en Ecija, descubrió un librito desvencijado cuya impresión podríamos fechar en torno al año mil novecientos. Y con ser la fecha importante, no es lo más significativo. Lo más significativo es que el libro recoge un manual sobre la ingeniería de mi empresa. Sí, porque mi empresa va a cumplir, en nada, dos siglos de vida.
Mi amigo podría haberlo defenestrado, con el resto de
muebles viejos de la casa, pero al percatarse de su contenido… y como mi amigo
que es, decidió regalármelo. Tras unas peripecias muy propias de la poca
profesionalidad de los que en este país se visten de amarillo para trasladar
envíos postales, el libro ya está en mis manos.
De su estudio hemos deducido, a las primeras de cambio, que ojear sus páginas es como poner los pies en el ocaso del siglo XIX;
llamándonos especialmente la atención, entre otras varias cosas, como el
“compañero de armas” ocupa un lugar preferente sobre el “amigo”. Es
perfectamente lógico; raramente tendrás la vida en manos de tu amigo por mucho
cariño que le tengas y comúnmente la tienes en las de tu compañero, aunque
cuando cuelgues el mono de trabajo no te lleves con él.
El manual es una joyita que hay que sentir con ojos y
corazón de mil novecientos. Sus páginas te hablan desde el remedio para un
envenenamiento con estricnina a la importancia del baño semanal y el no tenerle
miedo al agua.
Pese a que su estado de conservación es nada más que
regular, voy a intentar que trascienda de nuestro ámbito, esto es, que pase a
formar parte de la biblioteca de Estudios Históricos donde si tienen la
suficiente sensibilidad podrá seguir durmiendo por los siglos de los siglos.
Y si no la tienen… pues… de padres a hijos, que tampoco es
mal plan.
Le prometí a mi amigo, el Gatofrito, que mi forma de darle
las gracias sería dedicarle una cristalito en este lugar. Y soy un tipo de
palabra; lo aprendí en el manual.
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