El abuelo Bartolomé era ferroviario. Sobrestante; que viene –o venía- a ser el responsable del mantenimiento y las obras en un tramo, generalmente amplio, de la vía férrea.
Como el hombre recto y legalista que era, el abuelo procuraba muy mucho y tenía indicado que su ordenanza, esto es Juan Parra, no fuese ocupado en otras labores que no fueran las propias de la Renfe. Pero el sobrestante propone y la sobrestanta dispone.
La sobrestanta era Doña Concha, mi abuela, a la que frecuentemente cito en este lugar. Porque era doña Concha la que de verdad ejercía mando en plaza. Si de mi abuelo puedo decir que era un buen hombre, un hombre justo, de mi abuela sólo recuerdo que ejercía el mando. Si recuerdo alguna vez haber visto reír o sonreír a mi abuelo –pocas, es cierto-, no puedo decir lo mismo de mi abuela. No era la risa algo que se prodigara mucho en tiempos de posguerra. Lo que decía doña Concha, iba a misa, y a donde tuviera que ir.
Cada mediodía, como si fuese un rito ancestral, Juan Parra el ordenanza accedía a la cocina de mi abuela donde se le había preparado un vaso de vino, unas aceitunas, un trozo de queso y un poco de pan. Mientras consumía el aperitivo, el señor Parra recibía de doña Concha las instrucciones para el día. Necesariamente, las que antes había recibido del sobrestante quedaban en un segundo plano. No hacía falta decir una palabra más. La mano derecha no tenía por qué estar al tanto de lo que hacía la izquierda.
La casa del sobrestante, en cualquiera de los destinos que tuvo, siempre estaba situada a pie de vía. Teba, Setenil, Almargen, Ronda, en cualquiera de ellos Juan Parra acompañaba al sobrestante, como si fuera una extensión del mismo.
Un día, Juan Parra salvó la vida de doña Concha.
Resultó que daba buena cuenta de su diario tentempié cuando la abuela se llevó una aceituna a la boca. Se le atragantó el hueso en la garganta. Doña Concha se ahogaba, pero se ahogaba de verdad de la buena. En un acto de desesperación, el ordenanza le pegó tal tortazo en la espalda que al tiempo que escupía el hueso asesino, la estrellaba de morros contra la pila del fregadero. Aquello terminó de unirles de por vida. Parra, desde el prisma del mocoso de diez años que les escribe, era uno más de la familia; alguien intemporal y cercano.
Don Bartolomé dispondría lo necesario entre raíles, pero en su seis hijos, en aquella casa y en sus aledaños, la que partía el bacalao era la abuela.
Como cuando decidió trasperlear con el tabaco que, proveniente de Gibraltar, se distribuía por toda Andalucía.
Pero esa es otra historia que les contaré en el próximo capítulo.
-Imagen de doña Concha y don Bartolomé.
-Y esta de sus años mozos.
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