Les he dicho que don Bartolomé, el sobrestante, era el paradigma de la rectitud y legalidad; por tal, además, era tenido. Era el ying.
Las vicisitudes de la época, la miseria arraigada en las familias más pobres, la necesidad de sobrevivir, hizo que doña Concha fuera el yang.
Creo que fue eso que la empujó a contrabandear con las típicas “libras” de tabaco que desde el Peñón de Gibraltar se distribuían por toda Andalucía.
Un cronista de la época lo cuenta así:
En Bornos se decía “hacer un viaje”, el tomar el “coche de Ronda” hasta la estación de Montejaque y de ahí en “el corto” o tren hasta San Roque, donde en la posada de María Machuca se preparaban las cargas de aproximadamente 35 a 40 kilos por persona o espalda, además de comida para el regreso y la correspondiente manta, capote o cobertó.
El viaje de vuelta se hacía de noche y se iniciaba a partir de la señal del vigía, cambiando de itinerarios según los acontecimientos que se sabían desde las comarcas de Almoraima, Castellar, Jimena de la Frontera, Arcos, Alcalá de los Gazules, Paterna, San José del Valle, Ubrique… pueblos que pertenecían a la red de suministro y compra y a las que con no poco sacrificio se llegaba tras sortear los peligrosos Puerto de Galis, el charco de los Hurones, Los Frailes, La Mesa del Jardín, Las Anderas y hasta cruzar el Guadalete por su parte baja “la pasada de los cachones”.
U otro:
La gente de condición humilde se vio obligada a cruzar la línea roja que separa la legalidad de la ilegalidad, adentrándose en el mundo –muy concurrido en aquellos años- del estraperlo, el contrabando o el hurto.
En aquellos críticos días se intensificó también la práctica del contrabando desde Gibraltar a través de Cádiz y Málaga, principalmente de productos relacionados con la higiene -como las pastillas de jabón- y el vestido -fundamentalmente las telas y las medias de seda (solo lucidas en piernas pudientes)-, aunque también de medicamentos –penicilina y estreptomicina-, de tabaco y de alimentos de marcas extranjeras.
Con estos antecedentes, doña Concha decidió contrabandear, siquiera de cuando en cuando, con las libras de tabaco.
Y para ello tenía dispuesto un canasto, especie de maletín hecho de mimbre, que viajaba de un lado a otro de la comarca con la preciada carga en su interior.
Sucedió que el sobrestante, para portar la comida del día, utilizaba un canasto de idénticas características. Tan es así que a la provisión de comida para el día, la que se llevaban los operarios al tajo, se le llamaba sin más “el canasto”.
En los trenes de aquel tiempo, siempre viajaba, marcado por la ordenanza, una pareja de la Guardia Civil. Era común que, durante el trayecto, civiles y empleados ferroviarios –sobre todo los de cierta categoría- compartieran banco o compartimento.
Un mal día, el abuelo Bartolomé apañó el canasto de la cocina y se subió al tren. Como solía suceder, sus compañeros de viaje, sentados en la bancada de enfrente, era la pareja de la Guardia Civil.
Llegó la hora de comer y, en animada charla, el bueno del sobrestante abrió su canasto para acceder a la pitanza. Ni siquiera puso los ojos en el mismo, su vista estaba en los civiles que tenía enfrente y con los que charlaba.
Por dos veces sintió clavarse en su costado el codo del ordenanza, de Parra, al tiempo que le decía: Tate… tate…
Cuando el abuelo bajó la vista al canasto creyó morir. Expuestas como en un escaparate, vistosas y lleno hasta el borde, decenas de libras de tabaco se ofrecían como la manzana de Eva. Se había equivocado de canasto.
Don Bartolomé dejó caer la tapa del canasto, cambió de color y tomo el lívido de la cera. Alegó indisposición y aquel día no comió. Los picoletos tampoco dijeron nada. No vieron, o hicieron como que no habían visto. En aquel compartimento, aquel día, no comió nadie.
De lo sucedido entre don Bartolomé y doña Concha aquella noche, cuando el sobrestante regresó del tajo, no cuentan las crónicas, pero debió temblar el misterio. Y tanto tembló que el episodio se transmitió a puerta cerrada y en voz baja. Aquello acarreó un cambio de escenario en la vida del sobrestante.
Yo estaba allí y, ya entonces, me gustaba escribir las cosas.
Un canasto de la época,
Estación de Setenil de las Bodegas, Cádiz, en la actualidad.- La casa de los abuelos estaba situada, junto a otras, en el espacio que se extiende entre el edificio de la estación y el almacén de carga, justo en el lugar donde se ven apilados los montones de grava.
La Vidriera del Mairena
2/2/17
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