La Vidriera del Mairena
17/6/11
la ruta de El Quijote
Los vientos en esta ocasión nos empujaron a Lagartija y al que les cuenta a las estribaciones de la sierra de Alcaraz, allá por donde don Alonso Quijano, a lomos de su enflaquecido Rocinante, hizo camino al andar tierras albaceteñas. Fue buena cosa presentarnos tan bien pertrechados como acompañados; las aventuras, si son en compañía, son doblemente placenteras.
Esta es también, por ello particularmente entrañable, la tierra de mi colega en las tareas de fotografiar don Francisco García (a) Recesvintus, poseído como yo por el demonio de la imagen; el cual, enterado de tan asombrosa singladura, me ha hecho la promesa de obsequiarnos, cuando sus obligaciones se lo permitan, con algún fragmento del viaje según su particular versión; fragmentos que traeremos aquí en cuanto nos sea posible.
A unos 80 kilómetros de Albacete, Alcaraz resulta una villa compuesta por una Plaza Mayor y unas cuantas casas que la rodean.
A pesar de la simpleza de la definición, que en ningún modo quiere resultar ofensiva para los alcaraceños, no encuentro otra que la defina mejor porque… señores míos, la referida plaza es razón bastante y suficiente para visitar la villa.
También es verdad que pueden admirar las ruinas del castillo árabe, las del acueducto, el santuario de Nuestra Señora de Cortes, la original plaza de toros, la tumba del sanguinario Pernales, la tienda-museo de don Antonio Tébar –con el que intimé al abrigo de la lluvia-, la torre de Gorgojí y, seguramente, algunas excelencias más, pero todas quedan empequeñecidas ante la majestuosidad de la Plaza Mayor, con sus torres de la Trinidad y el Tardón, los arcos de las tres lonjas y el portillo del Arco de Zapatería, que duermen todos vigilados por la atenta mirada de don Andrés de Vandelvira, verdadero impulsor de estas maravillas y cuyo busto se encuentra frente a la puerta de la iglesia parroquial.
Esta vez fijamos nuestro cuartel general en el Hostal Mirador Sierra de Alcaraz. Del lugar destacaremos su patio interior y el comedor, de los que dejamos muestra gráfica por aquello de que más vale una imagen.
Llegados a la posada en la tarde del jueves santo, fue parar el motor del coche y abrirse los cielos hasta el punto que mucho dudamos que al día siguiente pudiéramos cumplir el objetivo que hasta aquí nos había traído, biciclear la Vía Verde de la Sierra de Alcaraz.
Guarecida Lagartija y sus compañeras en las cuadras, me dispuse a una primera toma de contacto con el paisaje y el paisanaje. Dado que la lluvia torrencial que caía me impidió lo primero, prosperé en lo segundo, teniendo la fortuna de conocer a don Antonio Tébar, un pedazo viviente de la historia de Alcaraz que me impartió algunas lecciones sobre aquel sitio. Una historia, un lugar, que él pretende resumir en su tienda-museo, en el número 15 de la calle Mayor.
A la mañana siguiente la lluvia continuaba persistente, pero se abrían grandes claros al oeste. Ello nos animó a enjaezar las cabalgaduras y preparar la partida.
El trayecto a recorrer era desde Alcaraz a El Jardín y vuelta, sesenta y pocos kilómetros en total, por una vía perfectamente acondicionada pero escasamente –muy escasamente- informada. Baste decirles que para encontrar el inicio de la Vía, en las proximidades de Alcaraz, hubimos de implorar la intervención de la Virgen de Cortes, vecina del lugar.
A nuestras preguntas al paisanaje sobre el porqué de la inexistencia de señales, se nos advirtió que “no hacían falta”, ya que “todo el mundo” conocía cómo y por dónde se llegaba a los lugares que buscábamos.
La vereda se inicia con uno de los numerosos y largos túneles que jalonan el recorrido. En la mayoría de ellos no funcionaba la iluminación, pues esta se alimenta de placas solares y, como ha quedado relatado, el tiempo no estaba para bromas. Tanto es así que tuvimos que guarecernos en él mientras preparábamos los aperos de guerrear… digo, viajar.
De cualquier forma, del rey abajo ninguno, una vez sobre el viaducto de Solanilla dejó de llover y pudimos hacer el resto de la ruta con los neumáticos de seco.
De admirar el referido viaducto (una grandeza), el firme de la totalidad de la vía (ya puede caer agua que la resistirá gracilmente), la trinchera derruida del Salinero, las estaciones ruinosas del Salinero y El Jardín, la reconvertida en alojamiento rural de El Robledo, la laguna del Arquillo y la arboleda de Los Chospes.
Llegados a El Jardín, con más hambre que pillabichos, resultó clamorosa –nuevamente la falta de información- la ausencia de carteles indicadores de por donde quedaba la zona de restauración. A falta de estos carteles, tuvimos la desventura de conocer un erudito de la ruta que nos aseguró que, a las dos, fijo que llovía. E iba a llover de forma cierta porque su Aipod de la leche estaba conectado con no sé cual satélite –pa satélite él- que así lo aseguraba.
Ante esta más que cierta predicción, logró meternos las cabras en el corral, y nos apresuramos en la vuelta; dejando atrás –según conocimos luego- una excepcional área de servicio de la carretera N-322, que se encuentra oculta por un bosque de chopos y a la que la generalidad de los cicleros no llega porque no se encuentra ni medianamente informada. Ya nos quedó claro al inicio que no hacen falta tales indicadores; to el mundo sabe donde están las cosas.
Una vez en el Robledo, ya de vuelta, acuciados por el mordisco de la hambruna, y ante la permanente ausencia de información sobre el particular, abandonamos de forma temporal la vía verde y nos internamos en la carretera N-322 que nos llevó a la Venta Bonanza, donde comimos de lujo por precio de pobre. Recomendamos sinceramente el lugar y el gazpacho manchego que allí nos ofrecieron. Para el profano, advertir que nada tiene que ver –y menos que nada en el nombre- con el gazpacho andaluz, pues una es comida de invierno y la otra de verano.
Bien comidos y bebidos, muy a nuestro pesar, nos vimos obligados a cabalgar de nuevo para regresar al punto de partida, objetivo que logramos sobre la hora torera de las cinco de la tarde y sin que cayera una gota sobre nuestras monturas; detalle este que deja en bochornoso lugar al erudito del Aipod.
Fue luego, las cabalgaduras ya en los corrales, duchaos… limpiaos y perfumaos, más bonitos que un san luis, cuando el cielo decidió que el tiempo de clemencia había concluido. Pero para entonces ya estábamos sentados a la mesa de una cafetería en la calle Comedias, haciendo los honores del típico atascaburras.
Y con un atascaburras en el plato, ya puede caer agua.
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