-Sobre la tumba de un marino no florecen rosas (Joachim Lehnhoff)
-Todo español de bien debe mear siempre mirando hacia Inglaterra (Blas de Lezo).
Tal día como hoy, de 1895, desapareció en aguas del estrecho el buque de la Armada Española “Reina Regente”. Hace la friolera de 122 años. Con él desaparecieron sus 412 tripulantes.
El buque, la estrella de la corona, pero según los entendidos en la materia mal concebido y peor realizado, no tenía más de siete años. Se había desplazado el día anterior desde Cádiz a Tánger para trasladar a una delegación marroquí. Urgía su regreso a Cádiz para unirse a los festejos por la botadura de otro buque, el Carlos V. Así, a la diez de la mañana, se hizo al viaje pese a la mala mar y al aviso de una gran borrasca en la zona.
Oficiales de otros buques que buscaban abrigo y se cruzaron con el Reina Regente, relatarían que evidenciaba claras dificultades de maniobrabilidad. El mar lo debió engullir entre las 12 del mediodía y las tres de la tarde.
Durante días se alimentó la esperanza de que el buque se hubiera podido refugiar, finalmente, en algún puerto de abrigo. Desgraciadamente y en días sucesivos, un rosario de restos del naufragio sembrado entre las playas de Conil y la de Estepona, confirmaron la fatal noticia.
De sus 412 tripulantes, sólo se salvaron dos. Absolutamente borrachos, no llegaron a tiempo de embarcar en Tánger. Lo que en principio les pareció causa de empuramiento por lo militar, se convirtió en un pasaje al resto de sus vidas.
En la Tacita de Plata, por aquellos días enfrascados en sus populares carnavales, una chirigota cantaba:
¿Qué barquito será aquel
que viene dando tumbos?
será el Reina Regente
que viene del otro mundo.
La mayor parte de la marinería del Reina Regente era de Cartagena, ciudad que sufrió especialmente la perdida. Otro convecino notable, el pintor Manuel Wssell de Gimbarda, plasmó en un sobrecogedor óleo la tragedia de sus paisanos. El cuadro se conserva y expone en el Museo Naval de Cartagena.
La Vidriera del Mairena
10/2/17
2/2/17
doña Concha -capítulo 2-
Les he dicho que don Bartolomé, el sobrestante, era el paradigma de la rectitud y legalidad; por tal, además, era tenido. Era el ying.
Las vicisitudes de la época, la miseria arraigada en las familias más pobres, la necesidad de sobrevivir, hizo que doña Concha fuera el yang.
Creo que fue eso que la empujó a contrabandear con las típicas “libras” de tabaco que desde el Peñón de Gibraltar se distribuían por toda Andalucía.
Un cronista de la época lo cuenta así:
En Bornos se decía “hacer un viaje”, el tomar el “coche de Ronda” hasta la estación de Montejaque y de ahí en “el corto” o tren hasta San Roque, donde en la posada de María Machuca se preparaban las cargas de aproximadamente 35 a 40 kilos por persona o espalda, además de comida para el regreso y la correspondiente manta, capote o cobertó.
El viaje de vuelta se hacía de noche y se iniciaba a partir de la señal del vigía, cambiando de itinerarios según los acontecimientos que se sabían desde las comarcas de Almoraima, Castellar, Jimena de la Frontera, Arcos, Alcalá de los Gazules, Paterna, San José del Valle, Ubrique… pueblos que pertenecían a la red de suministro y compra y a las que con no poco sacrificio se llegaba tras sortear los peligrosos Puerto de Galis, el charco de los Hurones, Los Frailes, La Mesa del Jardín, Las Anderas y hasta cruzar el Guadalete por su parte baja “la pasada de los cachones”.
U otro:
La gente de condición humilde se vio obligada a cruzar la línea roja que separa la legalidad de la ilegalidad, adentrándose en el mundo –muy concurrido en aquellos años- del estraperlo, el contrabando o el hurto.
En aquellos críticos días se intensificó también la práctica del contrabando desde Gibraltar a través de Cádiz y Málaga, principalmente de productos relacionados con la higiene -como las pastillas de jabón- y el vestido -fundamentalmente las telas y las medias de seda (solo lucidas en piernas pudientes)-, aunque también de medicamentos –penicilina y estreptomicina-, de tabaco y de alimentos de marcas extranjeras.
Con estos antecedentes, doña Concha decidió contrabandear, siquiera de cuando en cuando, con las libras de tabaco.
Y para ello tenía dispuesto un canasto, especie de maletín hecho de mimbre, que viajaba de un lado a otro de la comarca con la preciada carga en su interior.
Sucedió que el sobrestante, para portar la comida del día, utilizaba un canasto de idénticas características. Tan es así que a la provisión de comida para el día, la que se llevaban los operarios al tajo, se le llamaba sin más “el canasto”.
En los trenes de aquel tiempo, siempre viajaba, marcado por la ordenanza, una pareja de la Guardia Civil. Era común que, durante el trayecto, civiles y empleados ferroviarios –sobre todo los de cierta categoría- compartieran banco o compartimento.
Un mal día, el abuelo Bartolomé apañó el canasto de la cocina y se subió al tren. Como solía suceder, sus compañeros de viaje, sentados en la bancada de enfrente, era la pareja de la Guardia Civil.
Llegó la hora de comer y, en animada charla, el bueno del sobrestante abrió su canasto para acceder a la pitanza. Ni siquiera puso los ojos en el mismo, su vista estaba en los civiles que tenía enfrente y con los que charlaba.
Por dos veces sintió clavarse en su costado el codo del ordenanza, de Parra, al tiempo que le decía: Tate… tate…
Cuando el abuelo bajó la vista al canasto creyó morir. Expuestas como en un escaparate, vistosas y lleno hasta el borde, decenas de libras de tabaco se ofrecían como la manzana de Eva. Se había equivocado de canasto.
Don Bartolomé dejó caer la tapa del canasto, cambió de color y tomo el lívido de la cera. Alegó indisposición y aquel día no comió. Los picoletos tampoco dijeron nada. No vieron, o hicieron como que no habían visto. En aquel compartimento, aquel día, no comió nadie.
De lo sucedido entre don Bartolomé y doña Concha aquella noche, cuando el sobrestante regresó del tajo, no cuentan las crónicas, pero debió temblar el misterio. Y tanto tembló que el episodio se transmitió a puerta cerrada y en voz baja. Aquello acarreó un cambio de escenario en la vida del sobrestante.
Yo estaba allí y, ya entonces, me gustaba escribir las cosas.
Un canasto de la época,
Estación de Setenil de las Bodegas, Cádiz, en la actualidad.- La casa de los abuelos estaba situada, junto a otras, en el espacio que se extiende entre el edificio de la estación y el almacén de carga, justo en el lugar donde se ven apilados los montones de grava.
Las vicisitudes de la época, la miseria arraigada en las familias más pobres, la necesidad de sobrevivir, hizo que doña Concha fuera el yang.
Creo que fue eso que la empujó a contrabandear con las típicas “libras” de tabaco que desde el Peñón de Gibraltar se distribuían por toda Andalucía.
Un cronista de la época lo cuenta así:
En Bornos se decía “hacer un viaje”, el tomar el “coche de Ronda” hasta la estación de Montejaque y de ahí en “el corto” o tren hasta San Roque, donde en la posada de María Machuca se preparaban las cargas de aproximadamente 35 a 40 kilos por persona o espalda, además de comida para el regreso y la correspondiente manta, capote o cobertó.
El viaje de vuelta se hacía de noche y se iniciaba a partir de la señal del vigía, cambiando de itinerarios según los acontecimientos que se sabían desde las comarcas de Almoraima, Castellar, Jimena de la Frontera, Arcos, Alcalá de los Gazules, Paterna, San José del Valle, Ubrique… pueblos que pertenecían a la red de suministro y compra y a las que con no poco sacrificio se llegaba tras sortear los peligrosos Puerto de Galis, el charco de los Hurones, Los Frailes, La Mesa del Jardín, Las Anderas y hasta cruzar el Guadalete por su parte baja “la pasada de los cachones”.
U otro:
La gente de condición humilde se vio obligada a cruzar la línea roja que separa la legalidad de la ilegalidad, adentrándose en el mundo –muy concurrido en aquellos años- del estraperlo, el contrabando o el hurto.
En aquellos críticos días se intensificó también la práctica del contrabando desde Gibraltar a través de Cádiz y Málaga, principalmente de productos relacionados con la higiene -como las pastillas de jabón- y el vestido -fundamentalmente las telas y las medias de seda (solo lucidas en piernas pudientes)-, aunque también de medicamentos –penicilina y estreptomicina-, de tabaco y de alimentos de marcas extranjeras.
Con estos antecedentes, doña Concha decidió contrabandear, siquiera de cuando en cuando, con las libras de tabaco.
Y para ello tenía dispuesto un canasto, especie de maletín hecho de mimbre, que viajaba de un lado a otro de la comarca con la preciada carga en su interior.
Sucedió que el sobrestante, para portar la comida del día, utilizaba un canasto de idénticas características. Tan es así que a la provisión de comida para el día, la que se llevaban los operarios al tajo, se le llamaba sin más “el canasto”.
En los trenes de aquel tiempo, siempre viajaba, marcado por la ordenanza, una pareja de la Guardia Civil. Era común que, durante el trayecto, civiles y empleados ferroviarios –sobre todo los de cierta categoría- compartieran banco o compartimento.
Un mal día, el abuelo Bartolomé apañó el canasto de la cocina y se subió al tren. Como solía suceder, sus compañeros de viaje, sentados en la bancada de enfrente, era la pareja de la Guardia Civil.
Llegó la hora de comer y, en animada charla, el bueno del sobrestante abrió su canasto para acceder a la pitanza. Ni siquiera puso los ojos en el mismo, su vista estaba en los civiles que tenía enfrente y con los que charlaba.
Por dos veces sintió clavarse en su costado el codo del ordenanza, de Parra, al tiempo que le decía: Tate… tate…
Cuando el abuelo bajó la vista al canasto creyó morir. Expuestas como en un escaparate, vistosas y lleno hasta el borde, decenas de libras de tabaco se ofrecían como la manzana de Eva. Se había equivocado de canasto.
Don Bartolomé dejó caer la tapa del canasto, cambió de color y tomo el lívido de la cera. Alegó indisposición y aquel día no comió. Los picoletos tampoco dijeron nada. No vieron, o hicieron como que no habían visto. En aquel compartimento, aquel día, no comió nadie.
De lo sucedido entre don Bartolomé y doña Concha aquella noche, cuando el sobrestante regresó del tajo, no cuentan las crónicas, pero debió temblar el misterio. Y tanto tembló que el episodio se transmitió a puerta cerrada y en voz baja. Aquello acarreó un cambio de escenario en la vida del sobrestante.
Yo estaba allí y, ya entonces, me gustaba escribir las cosas.
Un canasto de la época,
Estación de Setenil de las Bodegas, Cádiz, en la actualidad.- La casa de los abuelos estaba situada, junto a otras, en el espacio que se extiende entre el edificio de la estación y el almacén de carga, justo en el lugar donde se ven apilados los montones de grava.
1/2/17
doña Concha -capítulo 1-
Mi abuelo Bartolomé tenía ordenanza. Juan Parra, se llamaba.
El abuelo Bartolomé era ferroviario. Sobrestante; que viene –o venía- a ser el responsable del mantenimiento y las obras en un tramo, generalmente amplio, de la vía férrea.
Como el hombre recto y legalista que era, el abuelo procuraba muy mucho y tenía indicado que su ordenanza, esto es Juan Parra, no fuese ocupado en otras labores que no fueran las propias de la Renfe. Pero el sobrestante propone y la sobrestanta dispone.
La sobrestanta era Doña Concha, mi abuela, a la que frecuentemente cito en este lugar. Porque era doña Concha la que de verdad ejercía mando en plaza. Si de mi abuelo puedo decir que era un buen hombre, un hombre justo, de mi abuela sólo recuerdo que ejercía el mando. Si recuerdo alguna vez haber visto reír o sonreír a mi abuelo –pocas, es cierto-, no puedo decir lo mismo de mi abuela. No era la risa algo que se prodigara mucho en tiempos de posguerra. Lo que decía doña Concha, iba a misa, y a donde tuviera que ir.
Cada mediodía, como si fuese un rito ancestral, Juan Parra el ordenanza accedía a la cocina de mi abuela donde se le había preparado un vaso de vino, unas aceitunas, un trozo de queso y un poco de pan. Mientras consumía el aperitivo, el señor Parra recibía de doña Concha las instrucciones para el día. Necesariamente, las que antes había recibido del sobrestante quedaban en un segundo plano. No hacía falta decir una palabra más. La mano derecha no tenía por qué estar al tanto de lo que hacía la izquierda.
La casa del sobrestante, en cualquiera de los destinos que tuvo, siempre estaba situada a pie de vía. Teba, Setenil, Almargen, Ronda, en cualquiera de ellos Juan Parra acompañaba al sobrestante, como si fuera una extensión del mismo.
Un día, Juan Parra salvó la vida de doña Concha.
Resultó que daba buena cuenta de su diario tentempié cuando la abuela se llevó una aceituna a la boca. Se le atragantó el hueso en la garganta. Doña Concha se ahogaba, pero se ahogaba de verdad de la buena. En un acto de desesperación, el ordenanza le pegó tal tortazo en la espalda que al tiempo que escupía el hueso asesino, la estrellaba de morros contra la pila del fregadero. Aquello terminó de unirles de por vida. Parra, desde el prisma del mocoso de diez años que les escribe, era uno más de la familia; alguien intemporal y cercano.
Don Bartolomé dispondría lo necesario entre raíles, pero en su seis hijos, en aquella casa y en sus aledaños, la que partía el bacalao era la abuela.
Como cuando decidió trasperlear con el tabaco que, proveniente de Gibraltar, se distribuía por toda Andalucía.
Pero esa es otra historia que les contaré en el próximo capítulo.
-Imagen de doña Concha y don Bartolomé.
El abuelo Bartolomé era ferroviario. Sobrestante; que viene –o venía- a ser el responsable del mantenimiento y las obras en un tramo, generalmente amplio, de la vía férrea.
Como el hombre recto y legalista que era, el abuelo procuraba muy mucho y tenía indicado que su ordenanza, esto es Juan Parra, no fuese ocupado en otras labores que no fueran las propias de la Renfe. Pero el sobrestante propone y la sobrestanta dispone.
La sobrestanta era Doña Concha, mi abuela, a la que frecuentemente cito en este lugar. Porque era doña Concha la que de verdad ejercía mando en plaza. Si de mi abuelo puedo decir que era un buen hombre, un hombre justo, de mi abuela sólo recuerdo que ejercía el mando. Si recuerdo alguna vez haber visto reír o sonreír a mi abuelo –pocas, es cierto-, no puedo decir lo mismo de mi abuela. No era la risa algo que se prodigara mucho en tiempos de posguerra. Lo que decía doña Concha, iba a misa, y a donde tuviera que ir.
Cada mediodía, como si fuese un rito ancestral, Juan Parra el ordenanza accedía a la cocina de mi abuela donde se le había preparado un vaso de vino, unas aceitunas, un trozo de queso y un poco de pan. Mientras consumía el aperitivo, el señor Parra recibía de doña Concha las instrucciones para el día. Necesariamente, las que antes había recibido del sobrestante quedaban en un segundo plano. No hacía falta decir una palabra más. La mano derecha no tenía por qué estar al tanto de lo que hacía la izquierda.
La casa del sobrestante, en cualquiera de los destinos que tuvo, siempre estaba situada a pie de vía. Teba, Setenil, Almargen, Ronda, en cualquiera de ellos Juan Parra acompañaba al sobrestante, como si fuera una extensión del mismo.
Un día, Juan Parra salvó la vida de doña Concha.
Resultó que daba buena cuenta de su diario tentempié cuando la abuela se llevó una aceituna a la boca. Se le atragantó el hueso en la garganta. Doña Concha se ahogaba, pero se ahogaba de verdad de la buena. En un acto de desesperación, el ordenanza le pegó tal tortazo en la espalda que al tiempo que escupía el hueso asesino, la estrellaba de morros contra la pila del fregadero. Aquello terminó de unirles de por vida. Parra, desde el prisma del mocoso de diez años que les escribe, era uno más de la familia; alguien intemporal y cercano.
Don Bartolomé dispondría lo necesario entre raíles, pero en su seis hijos, en aquella casa y en sus aledaños, la que partía el bacalao era la abuela.
Como cuando decidió trasperlear con el tabaco que, proveniente de Gibraltar, se distribuía por toda Andalucía.
Pero esa es otra historia que les contaré en el próximo capítulo.
-Imagen de doña Concha y don Bartolomé.
-Y esta de sus años mozos.
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