Esta vez, que ya es noticia, se apuntó a la aventura el Bosco chico. Pero apuntado en primera persona, a golpe de camino y pedal, para lo cual se trajo del brazo una rucia urbanita, sacada de la boutique del Cortinglés de Puerto Banus, muy fina pero con las patas demasiado delgadas, a decir de su propietario.
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En orden de marcha, no serían aún las ocho de la mañana cuando hacíamos los preceptivos honores a las hermosas tostadas con aceite de Cabra del Santo Cristo que Nicolás, el factor de circulación de la estación de Luque, había colocado sobre la barra del mostrador. Habrán sus mercedes conocido aceites, pero como el de esta tierra, ninguno. Afuera, aún anochecido, se hacía notar el frío de octubre de la sierra. Cincuenta y tantos kilómetros nos separaban del final de la Vía Verde de la Subbética, allá por Navas del Selpillar, y no era cosa de comenzar a pedalear con el estomago vacío.
Particularmente, había descansado mal; un persistente dolor de cabeza me tuvo toda la noche con un ojo abierto, como los conejos. Quizás las espera, los nervios. Quizás la edad. Quizás que sea un clásico el no dormir la víspera de los acontecimientos esperados, el umbral de la gloria. O que tocaba, vete tú a saber.
Alguien se sonrió al vernos con las sudaderas colocadas.
-Que vais a dejar para Diciembre?, nos reconvino.
-Cuando llegue Diciembre, si llega, ya hablaremos, le contesté un poco mosca.
El caso es que hacía frío. Y cuando hace frío, moscas cojoneras aparte, toca abrigarse. Ande yo caliente…
Repararan los lectores en unas bolas de tenis sobre el manillar de Lagartija. No tienen nada que ver con el deporte de la raqueta. Pero el asunto sólo puede referirse a los íntimos. Quizás más adelante.
La tarde anterior, a nuestra llegada a la estación de Luque, sobre la carretera N-332, nos sorprendió la animación que reinaba en el lugar. El andén de la estación, ahora terraza de la cafetería, se encontraba repleto de cicleros y caminantes que, en animada sobremesa, referían las anécdotas del camino y del día. Una gozada.
Por nuestra parte el plan era simple; llegada a la estación de Luque, alfa de la vía verde de la Sub-bética, cada uno con su coche y bicicleta. Toma de posesión del alojamiento en el hotel Nicol’s. Apeo de los ruchos. Luego, cada uno con su coche llegar al final de la vía, Navas del Selpillar. Allí, dejar uno de los coches y volver en el otro hasta Luque. Recorrido turístico por la localidad. Cena en el casino de Luque. Descanso… que no lo fue. Y a la mañana siguiente, bicicleta y manta. Llegados a Navas, las bicis al coche que la tarde anterior habíamos dejado allí, y vuelta a Luque. ¿Genial, verdad?.
A veces, la modernidad, esta vez en forma de GPS, se empeña en torcer lo que naturalmente debe discurrir derecho. El caso es que el GPS del Bosco chico s’estuvo cachondeando de nosotros y llegar a Navas del Selpillar para dejar allí uno de nuestros coches, se convirtió en algo así como la cuadratura del circulo. Al final, ya bastante cabreaos, optamos por mandar el GPS a la guantera y optar por el método tradicional, o sea, preguntar al lugareño. Llegados a Navas, después de marear la perdiz una eternidad, comprendimos el porqué de las tribulaciones del GPS dichoso; Navas es un punto en ninguna parte, algo escondido, no señalizado, ignoto. Navas es la nada.
De cualquier manera, el fin justifica los medios, demos por bien empleado el sucedido. Ya de vuelta en Luque, una buena cena, con postre de risas y cuentos, recondujo las cosas a su sitio.
El castillo de Luque, entre la bruma nacida del olivar, nos sirvió de pistoletazo de salida. A partir de aquí no existe la posibilidad del extravío, no ha lugar el gps, sólo hay que seguir el trazado del antiguo tren del aceite.
Es conveniente decir, y decirlo ahora, como ayuda a quien nos quiera seguir, que durante los 52 kilómetros que nos separan del final de la Vía, no podremos dejar de pedalear ni un solo metro. Si bien es verdad que no existen rampas pronunciadas, también lo es que no hay bajadas, ni siquiera mínimas, que permitan descansar un poco el atormentado culo. La mayoría del trazado pica en un imperceptible ascenso que, si bien no resulta penoso, tampoco permite el navegar a vela. Así pues el perfil altimétrico que nos enseñan en la página web de la Vía, es una falacia, un burdo cuento que no hará sino cabrearte.
A unos siete kilómetros de Luque, nos sorprende la serrana villa de Zuheros. No podemos contarle sobre el pueblo porque las casas se sitúan en una cota superior a la de la vía, pero su castillo, vigía sobre ella, nos dejó con la boca abierta. A su sombra, un viaducto de 150 metros salva el vacío sobre el arroyo Bailón, en una impresionante garganta hendida en la sierra. A este seguirán el de La Sima, el de Los Dientes de la Vieja y el del Alamedal, bueno cualquiera de ellos para practicar el vuelo sin motor.
Al poco nos espera la estación de Doña Mencía, cuidada y coqueta, con numeroso tráfico de señoras de culo espléndido paseando sus aledaños en un intento, vano, de abandonar tanta esplendidez.
Ya rebasada Doña Mencía nos encontramos con el único túnel de todo el trazado, el del Plantío. No hará falta iluminación alguna pues sólo tiene 140 metros y ya desde la entrada se adivina el agujero de salida.
La vía discurre encajonándose entre elaboradas trincheras en cuyos muros de sillería aún cuelgan restos de los postes que sostenían el tendido telegráfico que unía las estaciones del trazado ferroviario, trazado que por cierto fue puesto en vida en el año 1893, según consta en una placa colgada en la estación de Cabra.
Salpicadas en el trayecto, nos llaman igualmente la atención cuidadas casillas de agentes ferroviarios, ahora convertidas en oficinas de turismo (Zuheros) o explotaciones ganaderas (Doña Mencía).
La estación de Cabra es una de las alegrías del camino. Para empezar se encuentra abierta, que ya es un logro. La estación ha sido reconvertida en una moderna cafetería y la plataforma del andén sirve, y de que forma, de excepcional terraza cafetera. Un tramo de vía junto al andén, sobre la que descansan –ya conocen de mis genes ferroviarios- una locomotora de vapor Alco-141 del año 1917, otra –esta diesel- de la serie 301, y un vagón de mercancías tipo Arnold de caja cerrada, todos ellos aceptablemente conservados, nos hacen imaginar sin esfuerzo los tiempos en que los trenes cruzaban la estación egabrense moviendo los cargamentos de aceite que, en esta tierra, amén de comida… es cultura.
Como todo no podía ser perfecto, el centro de interpretación del tren del aceite se encontraba cerrado, así que ajo y agua, o carretera y manta, que viene a ser lo mismo.
A la salida de Cabra no podemos dejar de reparar en un moderno anfiteatro, anuncio prometedor de maravillosos espectáculos al aire libre. Lo anotamos en el cuaderno de bitácora como punto de referencia al futuro viajero.
Me he quedado parado, las algas de la pereza se han enredado en mis dedos y no me dejan escribir. Dejemos pues de escribir y hagamos memoria, un guiño al alzheimer que nos espera a la vuelta del camino.
Entre Doña Mencía y Cabra la rucia del Bosco chico pinchó por primera vez. Nosotros, tíos precavidos donde los haya, echamos mano de una de la media docena de cámaras que guardábamos en la mochila. Nos hicimos a un lado del camino y nos dispusimos a reparar la desgracia. Tengo que hacer notar que ni uno solo de los cicleros que pasaron a nuestro lado, y fueron unos cuantos, dejó de parar para preguntar si necesitábamos ayuda. Como dentro de lo malo, no fue lo peor, y había sido la rueda delantera la chafada, desfazimos el entuerto en un pis-pas y continuamos echando leches hacia el oeste, preguntándonos eso si, a cada rato, dónde coño estaban las anunciadas pendientes que se dibujaban en el perfil altimétrico de la web.
Antes de dar con la respuesta avistamos la villa de Lucena. Si hasta aquí el camino olía a olivo y alpechín, ahora huele a barniz y viña, barniz de las fábricas de muebles y viñas del señorío Moriles-Montilla, que ya toma posesión de la tierra.
La vía verde la bordea por el este y pasa justo tras la tapia del cementerio y a mayor altura que este, por lo que no tuvimos inconveniente alguno en saludar a los que allí descansaban, gente por otro lado que, con esto de la vía, permanece muy entretenida.
Es justo decir, para no tratar a todos por igual sino como merecen, que si bien municipios como Luque, Zuheros, Doña Mencía o Cabra han hecho de la vía verde parte de su cultura y de su paisaje, pareciera que el de Lucena más que disfrutarla… la soporta. La zona de vía correspondiente a su término municipal es la más descuidada del recorrido, y el tramo entre Lucena y el paraje de Los Sauces, unos dos kilómetros hacia Navas, es de absoluto abandono. Aquello no lo triscan ni las cabras del Pascasio.
Quizás sea que con la crisis no está el horno pa bollos ni las arcas pa excursiones, pero dice uno que en las mismas circunstancias estarán el resto de los Ayuntamientos y, sin embargo, han dado con la tecla para que aquello sea bonito, parezca bonito y atraiga a más visitantes.
El edificio de la estación de Lucena, donde por cierto pinchamos por segunda vez, misma rueda, misma bici y mismo ciclero, se encontraba cerrado a cal y canto, circunstancia esta que nos trajo memoria de otras estaciones, otros cierres y otros abandonos. Sinceramente, para estos aprovechamientos, no hubiera hecho falta el dinero ya invertido en el camino.
De este segundo pinchazo, originado por una mínima y puñetera espina de rosal, pudimos obtener la correspondiente información gráfica que, como no, acompañará estas letras para sonrojo, desdoro y mala fama de las muy finas y elegantes, pero poco prácticas, bicicletas urbanas.
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En el tramo entre Lucena y los Sauces pensamos dejar las ruedas de las bicicletas, los doloridos culos y las pocas o muchas fuerzas que nos quedaran.
Entre Lucena y las Navas no vimos un alma en la vereda, pero ya en los últimos kilómetros, abrazadas en medio del camino, atisbamos las rucias de Otto y Mariana, dos alemanes septuagenarios que hicieron el recorrido a la par de nosotros, adelantándonos las más de las veces y mirándonos, pese a la edad, por encima del hombro. Los alemanes, abandonados los ciclos a su suerte, se afanaban en trapichear algo en un huerto cercano.
No paramos a preguntar.
-Arrea hermano, que es ahora o nunca.
Y allí los dejamos a su aire. Cuando tras dar gracias al altísimo, refrescar el gaznate y colocar las bicis en el coche abandonamos Las Navas del Selpillar, aún no habían hecho su entrada los abueletes. Los más abueletes, quiero decir.
Cinco horas anduvimos en la vía, parándonos en cada curva para fotografiar y en la estación de Cabra, tan ricamente, a desayunar por segunda vez. No era cosa de andar atropellados, ni de competir por nada.
Era cosa de pasarlo bien, era cosa de pasear.
Era, y es, el camino del tren del aceite.