Y uno a uno, fueron revisando todos los libros, tirando a una pila sobre el patio la gran mayoría, salvo excepciones a los que el señor cura ofrecía su indulgencia, como el gran Amadís de Gaula o La Galatea, de Miguel de Cervantes. El resto, ardieron todos.
(El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha).
Desde el principio de los tiempos, todas las sociedades que el hombre ha ido formando han sido muy dadas a quemar libros en la hoguera.
China, Alejandría, Roma, la Francia de Luis IX, el Cardenal
Cisneros en España, la Italia del monje Savonarola, los nazis sobre los autores
judíos, Argentina y las dictaduras sudamericanas, el Estado Islámico… pocas,
por no decir ninguna, son las sociedades que se libran de la lacra del
bibliocausto.
Las razones para arrojar los libros al fuego han sido, siguen
siendo, de lo más variopintas; políticas, religiosas, ideológicas, racistas, de
moda. Todas ellas, desde luego, sostenidas en los pilares del fanatismo y la
ignorancia.
Todo esto se me ha venido hoy al campanario cuando, muy de
mañana, he visto a unas señoras revisando algunos de los textos que algún
desahogado, imbuido del espíritu de los que antes he citado, había arrojado a
los contenedores de basura –léase la pira- cajas y cajas de libros de texto.
Tal práctica, cada vez más común porque es más fácil abrir un
contenedor que encender un fuego, debería ser delictiva. Como delictiva la
siento, y me da absolutamente igual quienes sean los autores y de que traten
los textos abandonados a su suerte. Ni siquiera se molestó el propietario en
depositarlos en el contenedor de papel/cartón, circunstancia esta que no le
eximiría de la pena, pero podría actuar como atenuante.
Y como dice mi nieto Sergio, no me cabrea... pero me da coraje.
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