Un lejano día mi padre decidió viajar de Málaga a Huelva, para visitar a su hermana Teodora. Mi padre, poco viajero, tomó –y nos hizo tomar- aquel viaje como el de Colón al Nuevo Mundo; sólo le faltaba la carabela. Ya de paso, recalamos en Sevilla, donde dejamos besos, sudores y otros apechusques; también era verano.
Tendría entonces unos 13 años, y conservo una foto en los Jardines de Murillo, junto al monumento al Descubrimiento. El año pasado, que volví a pasar por el lugar de la mano de Nikita, me autofotografié –pura Vivien Maier- delante del mismo monumento; más de cincuenta años separan esas dos fotografías. Ya, evidentemente, no estaba el fotógrafo de la bata blanca y la silla plegable. El acompañante tampoco.
Pero cometí un error; me autofotografié del lado contrario, cosa que advertí en el procesado de la imagen y cuando el daño ya estaba hecho. Es que habían pasado unos cuantos años.
La semana pasada tuve ocasión de enmendar el entuerto, y aquí lo documento. Esta vez, las dos fotografías están tomadas desde el mismo lado. Y aún puedo dar gracias a los dioses porque, a pesar de todo, los años no me trataron mal.
Como dice la canción, cincuenta años –o más- no es nada.
O sí.


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