A ver cómo les cuento yo esto sin que se les haga aburrido.
Corría el año 61 a.c. y cuando quiero decir a.c. quiero decir Antes de Cristo, cuando las tropas de Julio Cesar se preparaban para enfrentarse a las de Pompeyo.
Acampadas en un lugar conocido por Embudo de la Utrera, en los alrededores de la villa hoy conocida por Casares, allí no había sitio para tanto romano. Los últimos en llegar se fueron asentando junto a un manantial del que emergía un agua que olía a demonios. Tal es así que decía la leyenda era el último aliento del Maligno cuando fue expulsado de Iberia por el apóstol Santiago.
A la tropa romana le entró una epidemia de sarna y allí ni Dios estaba para combatir, pues pasaban el día rascándose y ni instrucción, ni táctica, ni estrategia ni pollas. El día se les iba en rascarse. Curiosamente, los únicos libres de la sarna eran los últimos en llegar, los acampados junto al manantial.
El propio Julio, aquejado de una infección de herpes, sanó en pocos días tras bañarse en aquellas aguas.
Lo que no sabían los romanos, y sabemos hoy, es que el demonio no tenía nada que ver con aquella pestilencia. El fétido olor se debía, y se debe, a la alta concentración de azufre en el agua. Agua que mana de las entrañas de la tierra a una temperatura de 18 grados en cualquier época del año. El lugar es conocido, incluso sale en la Wiki, por Los Baños de la Hedionda.
Entre batalla y batalla, ya libres de picores, Julio (a) el Limpio construyó en aquel mismo sitio unos baños que se conservaron hasta hoy. Bien es cierto que están dejados de la mano de Dios -que no se baña- y, lo que es peor, de las administraciones… pero allí están para disfrute de los lugareños y los pocos visitantes que conocen de su existencia y ubicación… que no es fácil.
Su visita, desde Estepona, puede hacerse tras un agradable paseo en bicicleta que nos llevará por los idílicos parajes de la Torre de la Sal y del Paseo Marítimo de San Luis de Sabinillas para luego adentrarnos hacia el interior.
A unos doscientos metros de los baños propiamente dichos, una sencilla cúpula de mortero y cal que cubre la poza de cuatro por cuatro metros, se encuentra el puente romano. Arroyo abajo, escondido entre la maleza, aún sirve para vadear el arroyo de aguas blanquecinas y azufradas. Algo que descubrimos gracias a las indicaciones de Juan Gómez, un lugareño que en sus ratos libres, entre baño y baño, toca la flauta al compás del agua del manantial.
Estuve allí hace unos días.
Ahora, también ustedes.
pileta abovedada para el baño
puente romano
Edito para añadir:
El 1º de julio de 2017 he vuelto con mi amigo Antonio el Sherpa. Desafiando el peligro que supone circular en bici por la antigua N-340 entre Estepona y la Urbanización la Galera, nos presentamos en los baños una clara y apacible mañana.
El lugar continúa igual de cuidado y placentero. Dejo documento gráfico y me emplazo para volver.
La Vidriera del Mairena
22/4/16
19/4/16
¡... el hijo puta el Sherpa! (*)
-Antoñito… a ti tenían que encerrarte los fines de semana. Porque no hay uno que no engañes a alguien, lo emborraches, lo pierdas, o lo embarques en una aventura por la que te jurará odio eterno.
Así conveníamos, frente a los exquisitos pintxos y el correspondiente cervecerio de la tasca Maitetxu, a espaldas de los juzgados de Estepona. Lugar muy recomendable por su excelente bebida y mejor comida. La tasca, digo.
Porque lo que había programado para el domingo por la mañana era un partido de tenis. Nada del otro mundo. Una hora y media en plan suavito; algo para distender los músculos, tonificar el espíritu y echarse unas risas.
Pero el sábado por la tarde me llamó mi amigo AA (a) el Sherpa, ya conocido en estas páginas. Pueden ver octubre/12, enero/15 y abril/15.
-Oye, a ti no te importaría cambiar el tenis por una rutita de senderismo. Es que la teníamos programada hace unos días y nos viene bien ahora. Lo mismo hasta localizamos una avioneta estrellada hace unos años.
A continuación, estoy seguro, se oyeron los siguientes adjetivos: rutita, asequible, divertida, un par de horas, verano azul, mariconada y alguno más que se me escapa.
Uno, con ganas de socializar, como si no conociera el paño, dijo que si.
Pueden seguir la ruta en el trazado de las torretas.
Literalmente premonitorio.
A las ocho de la mañana, con un bastón de senderismo prestado, las zapatillas de tenis, un plátano en la mochila y un mosqueo del quince… allí estaba el tío, que no se diga.
Llegaron los otros expedicionarios, AM y AX, que al verme las pintas se miraron un tanto con lástima y otro tanto con resignación. Miraron al Sherpa de modo inquisitivo, pero callaron como putas. A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga, debieron pensar.
El Alto de los Reales, en la Sierra Bermeja de Estepona, alcanza una cota de 1400 metros. Mil cuatrocientos metros en una distancia, en línea recta, de aproximadamente 9 kilómetros. Hágase su merced una idea del desnivel medio.
Subimos con dos coches y dejamos uno en la cima, junto al refugio. Bajamos con el otro e iniciamos la subida a pie de falda. La idea era seguir el trazado que marcan unas torretas de conducción eléctrica que se aúpan desde la costa hasta la cima de la montaña; de torreta a torreta hasta coronar en la cima.
No hay sendero, no hay camino. Sólo hay trochas, piedras, riscos y unas cuestas del copón. Si acaso, como elemento favorable, que la zona bajo las torretas está desbrozada de vegetación por mandato legislativo.
En la segunda torreta –apenas empezado- ya me quería volver. Era lo que mi edad, el sentido común y la prudencia aconsejaban. Pero no he aprendido. O no quería hacerles el feo. O es que era mi destino.
Por allí tiene que ser.
En la cuarta torreta bromeábamos con el título que daría a esta crónica. Para aquel entonces ya lo tenía claro. Ustedes lo han leído.
A medio camino, ya sin posibilidad de retorno, mi única preocupación era saber si sería capaz de terminar aquello. Juro por los cordones de las chanclas del Capitán Trueno que no las tenía todas conmigo.
A una altura sólo seguía otra altura. A un risco escalado, otro. A una torre, otra torre, perdiéndose el tendido eléctrico allá en las alturas, entre la niebla. Las cabras monteses, desde sus atalayas, nos miraban escépticas y se decían: Están locos estos romanos.
No se sabe que es peor, que la niebla cubra el horizonte o que te dejo verlo, atemorizándote con el “hasta aquí tienes que subir… si tienes huevos”.
Huevos no sé, cordura… ninguna.
Porque si a alguno de los cuatro mochileros nos pasa algo en el recorrido, en mi caso un infarto, en el los otros tres una simple torcedura de tobillo… ¿cómo lo sacamos de allí?
Es fácil, por el mismo método que se trasladó el material para levantar las torretas; con un helicóptero.
En la antepenúltima torreta, mis tres acompañantes tuvieron muy a bien indicarme el lugar en que uno de los últimos expedicionarios se había suicidado. Claro está que era coña. Aunque a mí, en aquel momento, me pareciera absolutamente real.
La culminación, tres horas y algo después de empezar, no me alivió en absoluto. Tenía los gemelos y el recto anterior desgañitados, dolor de riñones y ganas de vomitar.
Sólo un buen rato después, al abrigo de la Maitetxu y la ensaladilla rusa, comenzó el color a volver a mi cara.
Están locos estos romanos.
Dice el hijo de puta del Sherpa, mi amigo a pesar de todo, que él no me engañó… que siempre dijo a dónde íbamos. Habría que contestarle, para que lo apunte en su libretilla de sherpa, que las verdades a medias son las mentiras más peligrosas, porque camuflan de verdad una engañifa.
También dice, mientras me mira extrañado, si no me sentí orgulloso al coronar la cima y sentir el abismo a los pies.
-Sabes de verdad lo que pensaba de mí al coronar? lo sabes?
Pues que soy, irremediablemente, un gilipollas.
Anda, ponte otra cerveza.
(*) El lector deberá entender que el término “hijo de puta”, en el léxico andaluz que manejamos, dista muy mucho de su acepción literal. El calificativo, que siempre está originado en el cariño, no es sino una mezcla de admiración, incredulidad y… porqué no decirlo, puta envidia.
Quede constancia para evitar equívocos en el lector no documentado.
Así conveníamos, frente a los exquisitos pintxos y el correspondiente cervecerio de la tasca Maitetxu, a espaldas de los juzgados de Estepona. Lugar muy recomendable por su excelente bebida y mejor comida. La tasca, digo.
Porque lo que había programado para el domingo por la mañana era un partido de tenis. Nada del otro mundo. Una hora y media en plan suavito; algo para distender los músculos, tonificar el espíritu y echarse unas risas.
Pero el sábado por la tarde me llamó mi amigo AA (a) el Sherpa, ya conocido en estas páginas. Pueden ver octubre/12, enero/15 y abril/15.
-Oye, a ti no te importaría cambiar el tenis por una rutita de senderismo. Es que la teníamos programada hace unos días y nos viene bien ahora. Lo mismo hasta localizamos una avioneta estrellada hace unos años.
A continuación, estoy seguro, se oyeron los siguientes adjetivos: rutita, asequible, divertida, un par de horas, verano azul, mariconada y alguno más que se me escapa.
Uno, con ganas de socializar, como si no conociera el paño, dijo que si.
Pueden seguir la ruta en el trazado de las torretas.
Literalmente premonitorio.
A las ocho de la mañana, con un bastón de senderismo prestado, las zapatillas de tenis, un plátano en la mochila y un mosqueo del quince… allí estaba el tío, que no se diga.
Llegaron los otros expedicionarios, AM y AX, que al verme las pintas se miraron un tanto con lástima y otro tanto con resignación. Miraron al Sherpa de modo inquisitivo, pero callaron como putas. A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga, debieron pensar.
El Alto de los Reales, en la Sierra Bermeja de Estepona, alcanza una cota de 1400 metros. Mil cuatrocientos metros en una distancia, en línea recta, de aproximadamente 9 kilómetros. Hágase su merced una idea del desnivel medio.
Subimos con dos coches y dejamos uno en la cima, junto al refugio. Bajamos con el otro e iniciamos la subida a pie de falda. La idea era seguir el trazado que marcan unas torretas de conducción eléctrica que se aúpan desde la costa hasta la cima de la montaña; de torreta a torreta hasta coronar en la cima.
No hay sendero, no hay camino. Sólo hay trochas, piedras, riscos y unas cuestas del copón. Si acaso, como elemento favorable, que la zona bajo las torretas está desbrozada de vegetación por mandato legislativo.
En la segunda torreta –apenas empezado- ya me quería volver. Era lo que mi edad, el sentido común y la prudencia aconsejaban. Pero no he aprendido. O no quería hacerles el feo. O es que era mi destino.
Por allí tiene que ser.
En la cuarta torreta bromeábamos con el título que daría a esta crónica. Para aquel entonces ya lo tenía claro. Ustedes lo han leído.
A medio camino, ya sin posibilidad de retorno, mi única preocupación era saber si sería capaz de terminar aquello. Juro por los cordones de las chanclas del Capitán Trueno que no las tenía todas conmigo.
A una altura sólo seguía otra altura. A un risco escalado, otro. A una torre, otra torre, perdiéndose el tendido eléctrico allá en las alturas, entre la niebla. Las cabras monteses, desde sus atalayas, nos miraban escépticas y se decían: Están locos estos romanos.
No se sabe que es peor, que la niebla cubra el horizonte o que te dejo verlo, atemorizándote con el “hasta aquí tienes que subir… si tienes huevos”.
Huevos no sé, cordura… ninguna.
Porque si a alguno de los cuatro mochileros nos pasa algo en el recorrido, en mi caso un infarto, en el los otros tres una simple torcedura de tobillo… ¿cómo lo sacamos de allí?
Es fácil, por el mismo método que se trasladó el material para levantar las torretas; con un helicóptero.
En la antepenúltima torreta, mis tres acompañantes tuvieron muy a bien indicarme el lugar en que uno de los últimos expedicionarios se había suicidado. Claro está que era coña. Aunque a mí, en aquel momento, me pareciera absolutamente real.
La culminación, tres horas y algo después de empezar, no me alivió en absoluto. Tenía los gemelos y el recto anterior desgañitados, dolor de riñones y ganas de vomitar.
Sólo un buen rato después, al abrigo de la Maitetxu y la ensaladilla rusa, comenzó el color a volver a mi cara.
Están locos estos romanos.
Dice el hijo de puta del Sherpa, mi amigo a pesar de todo, que él no me engañó… que siempre dijo a dónde íbamos. Habría que contestarle, para que lo apunte en su libretilla de sherpa, que las verdades a medias son las mentiras más peligrosas, porque camuflan de verdad una engañifa.
También dice, mientras me mira extrañado, si no me sentí orgulloso al coronar la cima y sentir el abismo a los pies.
-Sabes de verdad lo que pensaba de mí al coronar? lo sabes?
Pues que soy, irremediablemente, un gilipollas.
Anda, ponte otra cerveza.
(*) El lector deberá entender que el término “hijo de puta”, en el léxico andaluz que manejamos, dista muy mucho de su acepción literal. El calificativo, que siempre está originado en el cariño, no es sino una mezcla de admiración, incredulidad y… porqué no decirlo, puta envidia.
Quede constancia para evitar equívocos en el lector no documentado.
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