Una de las pamplinas que llamó de forma especial mi atención, en el reciente guacabaud a tierras murcianas, fue la que paso a relatarles.
Murcia, como Almería, es una de las regiones que se llevan a matar con el agua.
O mueren de sed, o se ahogan en la crecida. Al parecer, no acostumbran a quedarse en el término medio.
Tal es así que en tiempos remotos, antes de que se encauzara el recorrido del Segura a su paso por la capital murciana, no era infrecuente que alguna crecida se llevara por delante a murcianos y gitanos –es una broma- y terminaran estos en la costa de Mazarrón, con gran quebranto de la sociedad de la época.
Era por eso que los pobres murcianicos se echaran a temblar cuando veían el cielo nublarse más de lo debido.
Y como entonces, y ahora, persisten algunos individuos en creer que el grifo del agua de los cielos está en manos de ese ente confuso y abstracto al que llaman Dios, les faltaba tiempo para coger de la oreja al prebistero de la catedral y subirlo encima de la torre, lignum crucis* en mano, para que desde allí convocara a los espíritus que alejaran los nubarrones.
Imagínense la escena, que es para espatarrarse:
El cielo tronando, el agua que arrecia, y el cura en el balcón recitando jaculatorias con la cruz y el hisopo en las manos.
Como no podía ser de otra manera, a Dios siempre le pillaba mirando para otro lado y no era infrecuente que un relámpago descarriado terminara haciendo carbonilla aquel pararrayos ocasional que le provocaba desde tan alto balcón.
Tan alto tan alto que, de allí al cielo, pasaba el religioso sin darse apenas cuenta.
Me lo contó con mucha gracia y sabiduría, Cristina, la más galana de las guías que conoce de Murcia lo que no está escrito.
Ahora, un poquito más, también su merced.
el balcón desde el interior de la torre
(*) Cada iglesia que se precie tiene su lignum crucis particular.
La Vidriera del Mairena
17/3/15
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