Nunca entendí el andar en bicicleta como la ocasión de meter la cabeza entre el manillar, apretar el culo en el sillín, y deshacerse las piernas en el intento de devorar kilómetros; sino más bien en rodar erguido, esquivar el asfalto y buscar el sendero o el camino, atento a la escaramuza de la ardilla y la carrera del asustadizo conejo, sentir la brisa del aire en la cara, detenerse cien veces para fotografiar esto o aquello y hacer oídos a las historias de lugareños. Historias y leyendas como esta, que paso a referirles:
Corría el año de 1394 cuando los nobles castellanos Diego Fernández de Córdoba e Inés de Pontevedra, a fin de ganar indulgencia y expiación de sus muchos pecados, regalaron un terrenito en la sierra de Córdoba al ermitaño portugués Fray Vasco, que acababa de venir de Italia de perfeccionar su fe eremítica y se encontraba por el lugar, mano sobre mano, y sin herejes malvados a los que convertir.
El referido fraile, en vez de plantar lechugas y cebollas –e incluso alguna cepa de Moriles- como cualquier otro hubiera hecho, se dedicó a poner piedra sobre piedra, embarcó a todo el que tenía cerca, pidió como sólo los monjes saben hacerlo y terminó construyendo un monasterio que ríete tú del Escorial.
Entre el personal religioso que llegó al convento, para formar su plantilla, lo hicieron un joven monje llamado Marcelo y una novicia de Aguilar de la Frontera, pueblo situado al sur de Córdoba famoso por sus turrones y la cantidad de feriantes inscritos en su censo. De hecho, esta muchacha había abrazado la fe de Cristo porque había perdido la fe en su novio al sorprenderlo evangelizando a una amiga bajo el carrito del turrón.
Fray Marcelo y la joven novicia intimaron enseguida, pues la muchacha fue capaz de levantar no sólo el ánimo sino otras muchas cosas en el incipiente religioso.
Llegado el asunto a oídos de Fray Vasco, que como buen portugués tenía una mala leche que te cagas, desterró al joven a un oscuro convento de Cangas de Onis y a la novicia a las ruinas de Medina Azahara, para que viviese como los perros.
La novicia, cada noche, subía hasta el convento y se sentaba a sus puertas cerradas a cal y canto, en la creencia de que allí continuaba su amado y acabaría por abrir el portón para escapar con ella. Pero eso, naturalmente, no sucedió.
Al amanecer de una fría noche de enero la encontraron recostada en el umbral. Había muerto de frío.
Su cuerpo fue arrojado al río por orden del abad, pero a la mañana siguiente su silueta apareció dibujada sobre la puerta del monasterio.
Desde entonces el fantasma de la novicia suele aparecer en la misma puerta, a todos aquellos que conservan ojos para ver y corazón para sentir.
El lugar entró en desgracia y finalmente hubo de ser exclaustrado. Como mejor fin intentaron habilitarlo como manicomio, pero el fantasma de la novicia seguía apareciéndose y los antes locos, ahora remataos.
Luego vendría la compra del lugar por los Marqueses del Mérito, que no portan por allí ni empujaos, y otros detalles que podrán ustedes conocer en cualquier guía de turismo.
De estas cosas que les cuento puede de dar fe el Séneca, amigo y filósofo cordobés, que puede ver Medina Azahara desde su ventana y cuenta cosas –como esta- que huelen a Guadalquivir.