Música para ambientar...
No, no se me alarmen. No voy a tratar de nadie cercano. Ni me crean influenciado por la presencia de fantasmas a mi alrededor. Los fantasmas con los que me trato, y puedo por tanto traer a La Vidriera, son fantasmas de mucha prosapia y poca malaje; fantasmas de calidad, en todo caso, y no fantasmillas de tres al cuarto.
El caso es que ya que andamos por tierras de la Alcarria, acabaremos el ciclo tratando el terrorífico asunto del fantasma del castillo de Zorita.
Hace unos días les hablé de doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli. El castillo que ven abajo, a la orilla del Tajo –me ha salido un pareado-, fue en días de su marido, Ruy Gómez de Silva, el portugués. Hoy es de propiedad privada, se puede visitar libremente y está hecho… con perdón, una mierda. Son más las piedras que ya cayeron que las que se mantienen, y su conjunto sólo inspira compasión.
Compasión y miedo, porque sobre el susodicho castillo se cierne -se estremecerán la noche del 2 de noviembre- la tenebrosa leyenda de su fantasma.
Bien, pues como les decía, cuentan los viejos del lugar que la noche del 2 de noviembre de 1572 llegó a las puertas del castillo un carromato ocupado por un noble que, tras raptar una monja del convento de clausura de Alba de Tormes, huía de la justicia. La monja, se supo luego, había sido internada en clausura tras no querer acceder a los requerimientos del rey (…al pobre se le negaban todas. Es por eso que, para entretenerse, se fue al Escorial a construir un monasterio).
Quiso la mala suerte que los amantes fueran descubiertos por un correo del rey, que enmalahora se hallaba en el castillo.
Puesto el hecho en conocimiento del señor feudal, la inquisición con el aliento en su cogote, hizo que el conductor de la calesa fuera apresado y ahorcado aquella misma noche, el noble quemado en la pira y la monja encapsulada viva en las paredes del castillo. Mientras esto ocurría, el agua del Tajo comenzó a hervir y la temperatura en el interior del castillo bajaba a tal punto que hasta el vino se congeló en las jarras, fenómeno dicen que, cada noche del dos de noviembre, cuando las ánimas se pasean por el olivar que rodea el pueblo, vuelve a repetirse mientras en el aire, lejana y como enterrada, se oye la voz de la monja que solloza: Sólo era amor… sólo era amor…
¿Entienden sus mercedes de amor?
La Vidriera del Mairena
24/10/11
18/10/11
la historia según Mairena; doña Ana
Esta mañana, que me he levantado histórico, voy a hablarles de doña Ana.
Doña Ana de Mendoza de la Cerda –con perdón-, condesa de Melito; personaje al que me ha llevado, por aquello de la lógica contagiosa, el machaqueo continuo al que me someten con la vida de otra aristócrata, doña Cayetana, tan avanzada a su tiempo como mi protagonista.
Doña Ana, de quien cuentan las crónicas que estaba de toma pan y moja, casó por imperativo social a los doce años con un portugués pleyboy y gilipollas que nada más bajar del altar se marchó a estudiar inglés a la city –de ahí lo de gilipollas-, circunstancia por la cual Anita se plantó en los 17 sin comerse otras roscas que las que su natural curiosidad y deseo le proporcionaron. Y, también a decir de las crónicas, se comió unas cuantas.
No sería justo dejar de mencionar que cuando el portugués regresó, con el inglés ya aprendido, recuperó el tiempo perdido y le hizo a doña Ana diez hijos como diez soles.
Por esas, y otras nimiedades, se llevaba a partir un piñón con otra top-woman de la época, Teresa, Teresita de Ávila, ya saben… aquella del vivo sin vivir en mí.
Tan a partir se llevaban que las lenguas –malas, desde luego- aseguran que en alguna que otra ocasión se agarraron de los pelos, para jolgorio de la corte de Felipe II, el buen rey.
Buen rey que no dudó en encerrarla durante largo tiempo en el palacio ducal de Pastrana.
Aquí la historia se muestra confusa; no quedan claros los motivos que llevaron a Felipe a firmar la orden de encierro. Algunos historiadores apuntan a la vida desenfrenada de doña Ana una vez enviudó, otros a que se metió en política y se afilió al partido republicano. Mis pesquisas sobre el asunto, que beben de fuentes de todo mérito y confianza, apuntan más bien a un ataque real de huevos una vez el monarca recibió la negativa de doña Ana a que plantara nabos en su huerto y si se lo permitiera, sin embargo, a su secretario Antonio Pérez; hombre este que podría poseer nabos de extraordinaria calidad, pero no era más que secretario.
Allí, encerrada en aquel caserón, doña Ana vivió los últimos años de su vida asomada al balcón desde el que se le permitía –una hora al día- la contemplación de la vida alcarreña. Es por eso que aquella plaza, desde entonces, se conoce por la Plaza de la Hora.
Contemplación -he dejado a propósito este apartado para el final- que sólo podía hacer a través de su único ojo con visión, el izquierdo. Leerán por ahí que el derecho lo perdió, de niña, en desafortunado lance de una sesión de esgrima. Más mentira que el evangelio.
El ojo lo perdió en el transcurso de un partido de fútbol femenino. El entrenador del equipo contrario, Mouzinho, portugués y colega de su marido, enterado de las fogosas andanzas de doña Ana, quiso vengar las afrentas a su amigo y lo hizo metiéndole un dedo en el ojo en el transcurso de una algarada tras que el árbitro pitara un discutido penalti. Sólo le castigaron con dos partidos de suspensión.
Doña Ana de Mendoza de la Cerda –con perdón-, condesa de Melito; personaje al que me ha llevado, por aquello de la lógica contagiosa, el machaqueo continuo al que me someten con la vida de otra aristócrata, doña Cayetana, tan avanzada a su tiempo como mi protagonista.
Doña Ana, de quien cuentan las crónicas que estaba de toma pan y moja, casó por imperativo social a los doce años con un portugués pleyboy y gilipollas que nada más bajar del altar se marchó a estudiar inglés a la city –de ahí lo de gilipollas-, circunstancia por la cual Anita se plantó en los 17 sin comerse otras roscas que las que su natural curiosidad y deseo le proporcionaron. Y, también a decir de las crónicas, se comió unas cuantas.
No sería justo dejar de mencionar que cuando el portugués regresó, con el inglés ya aprendido, recuperó el tiempo perdido y le hizo a doña Ana diez hijos como diez soles.
Por esas, y otras nimiedades, se llevaba a partir un piñón con otra top-woman de la época, Teresa, Teresita de Ávila, ya saben… aquella del vivo sin vivir en mí.
Tan a partir se llevaban que las lenguas –malas, desde luego- aseguran que en alguna que otra ocasión se agarraron de los pelos, para jolgorio de la corte de Felipe II, el buen rey.
Buen rey que no dudó en encerrarla durante largo tiempo en el palacio ducal de Pastrana.
Aquí la historia se muestra confusa; no quedan claros los motivos que llevaron a Felipe a firmar la orden de encierro. Algunos historiadores apuntan a la vida desenfrenada de doña Ana una vez enviudó, otros a que se metió en política y se afilió al partido republicano. Mis pesquisas sobre el asunto, que beben de fuentes de todo mérito y confianza, apuntan más bien a un ataque real de huevos una vez el monarca recibió la negativa de doña Ana a que plantara nabos en su huerto y si se lo permitiera, sin embargo, a su secretario Antonio Pérez; hombre este que podría poseer nabos de extraordinaria calidad, pero no era más que secretario.
Allí, encerrada en aquel caserón, doña Ana vivió los últimos años de su vida asomada al balcón desde el que se le permitía –una hora al día- la contemplación de la vida alcarreña. Es por eso que aquella plaza, desde entonces, se conoce por la Plaza de la Hora.
Contemplación -he dejado a propósito este apartado para el final- que sólo podía hacer a través de su único ojo con visión, el izquierdo. Leerán por ahí que el derecho lo perdió, de niña, en desafortunado lance de una sesión de esgrima. Más mentira que el evangelio.
El ojo lo perdió en el transcurso de un partido de fútbol femenino. El entrenador del equipo contrario, Mouzinho, portugués y colega de su marido, enterado de las fogosas andanzas de doña Ana, quiso vengar las afrentas a su amigo y lo hizo metiéndole un dedo en el ojo en el transcurso de una algarada tras que el árbitro pitara un discutido penalti. Sólo le castigaron con dos partidos de suspensión.
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