Mi santa madre, que dios conserve muchos años, en vez de legarme como herencia un cortijo con olivar, me transmitió una tensión rayana en el disparate, un cierto sentido catastrofista y una capacidad asombrosa para sentir alergia ante la presencia de cualquier clase de polen, visible o invisible, que se encuentre a menos de 30 kilómetros a mi alrededor.
Ello es la causa, acentuada en ciertas épocas del año, que mis amaneceres –y algún ratito más- sean un sinvivir. Aún recuerdo, de criajo, pasar mañanas enteras tumbado en cualquier sitio, con un paño empapado en agua sobre los ojos, ante la imposibilidad de poder abrirlos y enfrentar la luz del sol.
Ya de mayor, son archiconocidas mis sesiones de estornudos durante el afeitado; tan desesperantes que si no han terminado en el suicidio ha sido por el poco calado de las cuchillas de afeitar.
Con todo, la comunidad de vecinos de mi lugar ha convocado varias reuniones de carácter urgente en las que se trató, como único punto del día, mi salida de la misma. En la última, algún chistoso sugirió que mi lugar en el mundo era la central de Fukusima, cuyo reactor sería enfriado sin ningún género de dudas por la potencia de mis estornudos.
Naturalmente, durante todo este tiempo, hemos tratado afanosamente de buscar remedio a tanta convulsión. Pero la ciencia dictaminó, finalmente aburrida, que encontrar una vacuna para mis alergias sería tanto como encontrar una vacuna para la vida. Como medida paliativa, suelo tomar los antihistamínicos en tortilla y, cuando la cosa se va definitivamente de madre, se me inyectan dosis de caballo del muy conocido Trigon Depot.
Les podría contar, para que terminaran de espatarrarse, como se combate una crisis alérgica cuando te pilla conduciendo, en el epicentro de un meneo amoroso, cuando el sacerdote levanta el cáliz o la batuta del director dirige, in crescendo, la Sinfonía Patética de Tchaikosvki a su apoteosis final.
Podría, pero voy a terminar antes si les aseguro que un inoportuno estornudo acaba de echarme sobre la camisa la mitad del capuchino.
Voy a cambiarme.
Ello es la causa, acentuada en ciertas épocas del año, que mis amaneceres –y algún ratito más- sean un sinvivir. Aún recuerdo, de criajo, pasar mañanas enteras tumbado en cualquier sitio, con un paño empapado en agua sobre los ojos, ante la imposibilidad de poder abrirlos y enfrentar la luz del sol.
Ya de mayor, son archiconocidas mis sesiones de estornudos durante el afeitado; tan desesperantes que si no han terminado en el suicidio ha sido por el poco calado de las cuchillas de afeitar.
Con todo, la comunidad de vecinos de mi lugar ha convocado varias reuniones de carácter urgente en las que se trató, como único punto del día, mi salida de la misma. En la última, algún chistoso sugirió que mi lugar en el mundo era la central de Fukusima, cuyo reactor sería enfriado sin ningún género de dudas por la potencia de mis estornudos.
Naturalmente, durante todo este tiempo, hemos tratado afanosamente de buscar remedio a tanta convulsión. Pero la ciencia dictaminó, finalmente aburrida, que encontrar una vacuna para mis alergias sería tanto como encontrar una vacuna para la vida. Como medida paliativa, suelo tomar los antihistamínicos en tortilla y, cuando la cosa se va definitivamente de madre, se me inyectan dosis de caballo del muy conocido Trigon Depot.
Les podría contar, para que terminaran de espatarrarse, como se combate una crisis alérgica cuando te pilla conduciendo, en el epicentro de un meneo amoroso, cuando el sacerdote levanta el cáliz o la batuta del director dirige, in crescendo, la Sinfonía Patética de Tchaikosvki a su apoteosis final.
Podría, pero voy a terminar antes si les aseguro que un inoportuno estornudo acaba de echarme sobre la camisa la mitad del capuchino.
Voy a cambiarme.
Amapolas. Figuran en el blasón de mi escudo heráldico. Cuando estas aparecen...
No hay comentarios:
Publicar un comentario