Son ganas de marear la perdiz.
Un megajuez, tenaz protagonista de la cartelera y portadas de las revistas, ha decidido, de por sí, que es competente para reescribir la historia, autorizando la exhumación de no sé cuantas fosas de aquella locura fratricida e inútil que se dio en llamar La Guerra Civil Española.
En el colmo del disparate, de ganas de rizar el rizo, he leído en los papeles que incluso ha pedido la partida de defunción de Franco.
¿Qué pasa? ¿Que no se lo cree?.
Puestos a pedir, podría reclamar la de Juan de Bedford, que quemó viva a Juana de Arco; o la del Coyote, que toda su vida intentó cepillarse al Correcaminos y eso si que es un delito.
Y no digo yo que el juez, y quienes piensan como él, no tengan sus justificadas razones, que todo vendrá a ser del color del cristal con que se mire.
Lo que parece es que, a estas alturas de la película, para cualquier persona medianamente informada, quedó claro hace mucho tiempo que nada bueno resultó de aquella contienda, que en ambos bandos se cometieron maldades y tropelías, que a los dos lados de la red hubo buenos y malos, y que la sangre era del mismo color en el bando nacional que en el republicano.
Si acaso, por hurgar heridas, podríamos volver a hurgar sobre la identidad de quién encendió la mecha.
Pero… se ha escrito tanto sobre eso que ya cansa, hastía, aburre.
Aburre tanto como a mil razones expuestas –una y otra vez- por los unos, se contraponen otras tantas expuestas por los otros. Diálogo de besugos, volver a empezar, más de lo mismo.
Uno, que no vivió la guerra, sólo tiene memoria histórica para el esfuerzo común de construir una nación donde, a lo que se ve, hay cincuenta.
¿Por qué ese empeño en volver al pasado?
¿Por qué la necesidad de destapar, una y otra vez, las miserias de un pueblo?
¿Es qué no tiene la justicia necesidades más apremiantes, diría incluso que más preceptivas?
Tengo derecho a pensar, y a decir, que los recursos del Estado podrían emplearse de una forma más provechosa… para todos.
Esto, en vez de memoria histórica, más bien parece memoria histérica.
¡Por Dios, que país!.
Un megajuez, tenaz protagonista de la cartelera y portadas de las revistas, ha decidido, de por sí, que es competente para reescribir la historia, autorizando la exhumación de no sé cuantas fosas de aquella locura fratricida e inútil que se dio en llamar La Guerra Civil Española.
En el colmo del disparate, de ganas de rizar el rizo, he leído en los papeles que incluso ha pedido la partida de defunción de Franco.
¿Qué pasa? ¿Que no se lo cree?.
Puestos a pedir, podría reclamar la de Juan de Bedford, que quemó viva a Juana de Arco; o la del Coyote, que toda su vida intentó cepillarse al Correcaminos y eso si que es un delito.
Y no digo yo que el juez, y quienes piensan como él, no tengan sus justificadas razones, que todo vendrá a ser del color del cristal con que se mire.
Lo que parece es que, a estas alturas de la película, para cualquier persona medianamente informada, quedó claro hace mucho tiempo que nada bueno resultó de aquella contienda, que en ambos bandos se cometieron maldades y tropelías, que a los dos lados de la red hubo buenos y malos, y que la sangre era del mismo color en el bando nacional que en el republicano.
Si acaso, por hurgar heridas, podríamos volver a hurgar sobre la identidad de quién encendió la mecha.
Pero… se ha escrito tanto sobre eso que ya cansa, hastía, aburre.
Aburre tanto como a mil razones expuestas –una y otra vez- por los unos, se contraponen otras tantas expuestas por los otros. Diálogo de besugos, volver a empezar, más de lo mismo.
Uno, que no vivió la guerra, sólo tiene memoria histórica para el esfuerzo común de construir una nación donde, a lo que se ve, hay cincuenta.
¿Por qué ese empeño en volver al pasado?
¿Por qué la necesidad de destapar, una y otra vez, las miserias de un pueblo?
¿Es qué no tiene la justicia necesidades más apremiantes, diría incluso que más preceptivas?
Tengo derecho a pensar, y a decir, que los recursos del Estado podrían emplearse de una forma más provechosa… para todos.
Esto, en vez de memoria histórica, más bien parece memoria histérica.
¡Por Dios, que país!.