Al hilo del hilo anterior, quizás para cerrar el circulo, ahora mi hijo mayor se ha hecho fanático del modelismo ferroviario. Voy a querer creer que puse la semilla cuando le regalé su primer Ibertren.
Esto me ha hecho pensar que antiguamente, muy antiguamente, la gente de los pueblos que tenían estación de ferrocarril solía pasearse, en los ratos de asueto, por el andén de la estación. No hacía falta que fuesen a emprender algún viaje, ni siquiera que esperasen el regreso de alguien.
El andén de las viejas estaciones, por sí solo, constituía un punto de encuentro, un nexo sociológico que se instalaba en torno a los habitantes de las poblaciones que tenían la suerte de contar con el ferrocarril.
La llegada y la partida de un tren siempre ha constituido un evento singular, algo mágico, un encantamiento que atraía como un potente imán las vidas de los pueblerinos carentes de otros espectáculos.
Y cuando al fin se divisaba en la lejanía la silueta de la locomotora acercándose era como si se nos quitase un peso de encima, la llegada del Mesías, el alumbramiento de lo que había de ser… y era.
A eso se sucedía la despedida de los que marchaban o la sonrisa franca de los que bajaban del tren para quedarse; sin importar que fueran nuestros o no.
Finalmente, cumpliendo con la liturgia, salía el jefe de estación con su gorra roja y hacía sonar la campana colgada en el andén. Se dirigía con paso firme y pausado hacia la locomotora, levantaba el banderín plegado y hacía sonar su silbato. El maquinista le respondía con un prolongado pitido. El tren comenzaba lentamente a moverse y partía dejando siempre una sensación de vacío, de nostalgia, de abandono.
Y como mi infancia son los recuerdos de una estación de pueblo, de cuando en cuando -como ahora- procuro volver a ellos para volver a sentir el palpitar de lo ferroviario en mi sangre.