Leía el otro día, a un compañero en esto de la escribanía, hablar sobre la radio... la vieja radio...
Y se me vino al campanario que uno siempre ha sido más de
radio que de tele… por variadas razones entre las que destaca que la puedes disfrutar sin que te invada por completo. La disfrutas, pero no te
ahoga.
El caso es que se me fue la cabeza muchos años atrás, cuando
la radio era la reina de la corona porque la tele aún no había aparecido en
nuestras vidas. Ya sabemos que pasó cuando lo hizo.
Y los recuerdos me llevaron a la estación de Setenil, donde
mi abuelo era el sobrestante y donde su hogar estaba presidido por un
voluminoso aparato de radio que, dado que allí no había electricidad, se
alimentaba con una batería y un curioso aparatito intermedio que todos
conocíamos como el voltímetro.
Recuerdo como cada día, a las dos de la tarde, mi abuelo
sintonizaba el aparato para escuchar –mientras comíamos- el parte, que entraba
en nuestras vidas con su habitual sintonía. El parte no sólo se oía con
atención sino con devoción. La audición del parte era tan sagrada, o más, que
acudir a misa los domingos. Veo, como si fuera ayer, como recogidos los platos
de la comida del mediodía, mi abuela y el personal del servicio se reunían en
torno a la radio para escuchar la novela. Y por la noche, puntuales y sin
faltar nunca a la cita, oíamos Matilde, Perico y Periquín.
Los nombres de Matilde Conesa, Pedro Pablo Ayuso, Matilde
Vilariño o Guillermo Sautier Casaseca me eran tan familiar como los de mi
propia familia.
Amaba de la radio hasta la publicidad. Se acuerdan de aquella canción del negrito del África Tropical…
Hoy, desgraciadamente, la radio se ha degradado hasta tal
punto que es la saturación de publicidad la que nos hace apagar el receptor. La
política también ha tenido que ver algo en eso. Todo se inició cuando aquellos
enormes receptores empezaron a ser sustituidos por los transistores y estos por
las radios digitales. Una vez más, para mal, la Modernidad.
Y qué contarles de los discos dedicados: Para Marcelita, en
su cumpleaños, de su novio que hace la mili en Montejaque y se acuerda mucho de ella.
Tampoco se me cae de la memoria el nombre de Inmaculada Jabato, una andaluza que habla en andaluz y me recibía cada vez que, ya en mi madurez y borracho de morriña, cruzaba Despeñaperros abajo.
Definitivamente… debo bajar a rescatarlo. Será como
rescatarme a mí mismo.