Esta noche, a las 21 horas, en la Bombonera, juegan Boca Juniors y River Plate el partido de ida de la final de la Copa Libertadores, que viene a ser –para los no entendidos- como la Champions europea.
¿Con quién vas?
Los que nos criamos en la competición, los que la pasión se nos cae de los bolsillos de los pantalones, siempre tomamos partido. Da igual que no nos vaya nada en ello, es por ponerle un poco de emoción a la vaina. Tampoco es necesario un motivo definido, basta con que te guste más el nombre o el color de la camiseta, pero hay que decantarse por uno de los contricantes; la sal de la vida.
Antes de seguir debo aclararles que no les voy a hablar de fútbol –que también- sino de cultura. Boca Juniors y River Plate son dos equipos de fútbol que fueron creados por emigrantes italianos en la ciudad de Buenos Aires, por las mismas fechas y en el mismo barrio, Boca. Luego, a uno de ellos le tocó emigrar y este fue River, que se trasladó al barrio de Nuñez, un barrio acomodado que les deparó el mote de Millonarios, por el que se le conoce. También se les conoce por la Banda de la Gallina, y esto porque tras perder una final con Peñarol, alguien lanzó al campo una gallina blanca pintada con una raya roja –colores de River-. Desde entonces también les conocen por los gallinas.
Esta final de la Copa Libertadores, inédita porque es la primera que se da entre equipos del mismo país y la misma ciudad –antes la norma no lo permitía- pasará a la historia. En un país donde el fútbol es religión, esta noche a las 21 horas se parará el mundo. No habrá ojos más que para depositarlos en la cancha de la Bombonera. Ninguno de los dos equipos quería jugar este partido; y no por el miedo a ganar, no... es por el miedo a perderlo.
En Argentina, lo sé de buena tinta, lo que mola no es tener dinero, ser guapo, tener tres carreras o dar el braguetazo del siglo; lo que mola es saber jugar bien al fútbol. En Argentina –lo dice Relaño en el AS- uno de los peores insultos que te pueden dirigir es el de “patadura”, que define al negado en el arte del balompié. En mi pueblo les llamamos tuercebotas.
He leído en el ABC –saben que uno es mucho del ABC-, que sólo llegar a Papa puede conseguir que te perdonen ser un patadura. Es el caso de Francisco.
Mientras en River siempre se apostó por un fútbol de juego técnico y exquisito, en Boca prevalecieron la garra, la fuerza y la navaja en la media. Es por esto que, esta noche, pase lo que pase, mi equipo será River.
En mi juventud, cuando el Plus Ultra cruzó por primera vez el Atlántico, el fútbol era mi pasión… una de mis pasiones. Llegue a destacar –y puedo documentarlo- como portero –el Gato del Rebalaje- y como fino interior –doctor Mairena-, aunque sólo llegué a jugar en Regional. Me faltaron dinero y padrinos… sobre todo de lo primero.
Bueno… pues eso… que vamos a jugar, pibe… decídanse por uno o por otro y luego nos tiramos dos semanas hablando del partido. Justo hasta el partido de vuelta.
La Vidriera del Mairena
12/11/18
5/11/18
el violinista
Me gusta caminar, perdiendo los pasos, en las calles de las ciudades que visito. Del brazo de Nikita, mi objetivo es ninguno; pasear y mirar. El mundo está lleno de cosas curiosas y uno, gracias a los dioses, aún –pese a los años- no ha perdido la capacidad de sorprenderse. Es un juego divertido. Sólo necesitas estar en paz contigo mismo.
Hace ocho años, en agosto de 2010, me encontré el artista ambulante que abre el cristalito de hoy en una calle de Cáceres. Me sorprendió, aún lo recuerdo, que alguien con su maestría estuviera tocando en la calle. También haber pensado que a saber que historia había detrás de un Zukerman como este. Cambié una foto por unas monedas, unas sonrisas y seguí mi camino.
Hace unas semanas me volví a encontrar al mismo violinista en la calle Sol, de Plasencia. El plan era el mismo, caminar y sorprenderme. Otra vez lo conseguí; allí estaba él, mi violinista preferido.
No puedo decir que los ocho años pasados le hayan tratado bien. La calle, me imagino, no termina de ser un buen escenario para los artistas. La calle, no es un buen escenario para nadie.
Naturalmente no me recordaba. Y esta vez no sonreía, sólo interpretaba; el Adagio d’ Albinoni. Que no es que yo sea un experto en música clásica, no; es que lo decía una señora huesuda y emperifollada que había junto a mí, con una cara de marisabidilla que tiraba p’atrás. Luego he comprobado que hablaba ex–catedra.
Volví a dejar unas monedas en su maletín, tome la foto y seguí perdiendo pasos en las calles de Plasencia; a mediodía tenía una cita en la Casa de las Muñecas, a unos kilómetros de allí. Esta vez se nos unió, a Nikita y a mí quiero decir, una sensación agridulce que nos acompañó todo el día.
La sensación de tristeza de su adagio.
4/11/18
Camilo
Camilo ronda los 80 años y tiene un perro, Golfo, que no le va a la zaga en cuanto a cumpleaños dejados atrás. Son inseparables.
Se les puede ver, a menudo, paseando las aceras del barrio; calmos, pausados, serenos, atentos a la vida que se mueve a su alrededor. Camilo y Golfo son un elemento más del lugar, tan cercanos y entrañables como lo pueden ser el cura de la parroquia o el médico de cabecera al que todos vamos. Camilo y Golfo son una parte más del paisaje; son el paisaje mismo.
Golfo nunca va atado, ni falta que hace. Permanece junto a su amo y amigo y nada le altera. No le conozco un ladrido, una carrera, o un gesto brusco. Golfo, y Camilo, son la personificación de la mesura.
Tampoco Camilo lleva bolsas para recoger excrementos, que sustituye por un folleto comercial de los que dejan en su buzón publicitario. Cuando Golfo quiere hacer sus necesidades, se para y mira fijamente a su amo; este extiende en la acera el folleto publicitario y el perro, invariablemente, hace sus necesidades encima. Luego Camilo lo recoge y lo deposita en el contenedor de basuras más cercano.
Camilo está casado, pero raramente le veo acompañado de su mujer. A Camilo siempre le veo con su perro. Es por eso que supongo, sólo supongo, que la muerte de Golfo le dolerá tanto como la de su señora… como sea que se llame.
Camilo, que se jubiló hace ya cienes de años, también perteneció a mi empresa y llegamos a coincidir unos años, aunque desarrollando distintas funciones. Él se dejaba la vida en el cuidado de las motocicletas para que nosotros no tuviéramos que dejar las nuestras una vez las montábamos. Camilo era capaz de desmontar y volver a montar una Sanglas 400 con los ojos cerrados. Y ante la negativa de cualquiera de ellas a ponerse en funcionamiento, bastaba una imposición de manos de Camilo para que arrancase echando leches. Lo que te cuento.
Mantengo una relación cordial con Camilo, nos vemos casi a diario; nuestro barrio es un territorio familiar. No voy a decir que sea mi amigo porque Camilo no tiene las llaves de mi trastero, pero nos tenemos cariño… y respeto.
El caso es que un día le pedí que me dejara hacerle unas fotos, acompañado de Golfo… claro, y no puso ninguna pega conocedor de mi afición por la fotografía.
Fueron pasando los días, las semanas, los meses, y nunca encontraba el momento adecuado. Hace unos días, me dijo: Oye Mairena, si quieres hacer las fotos te vas a tener que dar prisa… Golfo no creo que nos aguante mucho.
Me la he dado. Camilo y Golfo, Golfo y Camilo, ya nunca dejaran de pasear las aceras de mi barrio.
Y yo me he quitado un peso de encima.
Se les puede ver, a menudo, paseando las aceras del barrio; calmos, pausados, serenos, atentos a la vida que se mueve a su alrededor. Camilo y Golfo son un elemento más del lugar, tan cercanos y entrañables como lo pueden ser el cura de la parroquia o el médico de cabecera al que todos vamos. Camilo y Golfo son una parte más del paisaje; son el paisaje mismo.
Golfo nunca va atado, ni falta que hace. Permanece junto a su amo y amigo y nada le altera. No le conozco un ladrido, una carrera, o un gesto brusco. Golfo, y Camilo, son la personificación de la mesura.
Tampoco Camilo lleva bolsas para recoger excrementos, que sustituye por un folleto comercial de los que dejan en su buzón publicitario. Cuando Golfo quiere hacer sus necesidades, se para y mira fijamente a su amo; este extiende en la acera el folleto publicitario y el perro, invariablemente, hace sus necesidades encima. Luego Camilo lo recoge y lo deposita en el contenedor de basuras más cercano.
Camilo está casado, pero raramente le veo acompañado de su mujer. A Camilo siempre le veo con su perro. Es por eso que supongo, sólo supongo, que la muerte de Golfo le dolerá tanto como la de su señora… como sea que se llame.
Camilo, que se jubiló hace ya cienes de años, también perteneció a mi empresa y llegamos a coincidir unos años, aunque desarrollando distintas funciones. Él se dejaba la vida en el cuidado de las motocicletas para que nosotros no tuviéramos que dejar las nuestras una vez las montábamos. Camilo era capaz de desmontar y volver a montar una Sanglas 400 con los ojos cerrados. Y ante la negativa de cualquiera de ellas a ponerse en funcionamiento, bastaba una imposición de manos de Camilo para que arrancase echando leches. Lo que te cuento.
Mantengo una relación cordial con Camilo, nos vemos casi a diario; nuestro barrio es un territorio familiar. No voy a decir que sea mi amigo porque Camilo no tiene las llaves de mi trastero, pero nos tenemos cariño… y respeto.
El caso es que un día le pedí que me dejara hacerle unas fotos, acompañado de Golfo… claro, y no puso ninguna pega conocedor de mi afición por la fotografía.
Fueron pasando los días, las semanas, los meses, y nunca encontraba el momento adecuado. Hace unos días, me dijo: Oye Mairena, si quieres hacer las fotos te vas a tener que dar prisa… Golfo no creo que nos aguante mucho.
Me la he dado. Camilo y Golfo, Golfo y Camilo, ya nunca dejaran de pasear las aceras de mi barrio.
Y yo me he quitado un peso de encima.
Otrosí:
8 de enero de 2024. Golfo ha muerto.
Nos dejó hace unos días; antes de que comenzaran las navidades según he sabido.
Se fue como vivió, en silencio y con mesura. Y nos ha dejado un poco más solos.
Pero a quien ha dejado en la más absoluta soledad es a Camilo. Tal es así que ahora pasea el barrio y ni siquiera parece el mismo. Le falta su escudero, su sombra, su eco, su compañía.
Joder... nunca había rezado un Padrenuestro por un perro.
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