No tengo memoria de haberles contado que estoy buscando peluquero.
Es así; el mío, el titular, se jubiló dejándome en el más absoluto desamparo capilar.
Debe ser un pelucas de los de toda la vida, tradicional… que uno es un antiguo, con local en los que se hable de fútbol, toros y mujeres –a ser posible malas-. Con una jaula con canario y un poster de la Duodécima.
No soy de estilismo complicado, más bien de Teniente O’Neil cuando se preparaba para ingresar en los Seal. Pero no dejas tu cabeza en manos de cualquiera; ni la de arriba, ni la de abajo. Es por eso que ando un poco confuso y desnortao.
Acudí primero a una de mi barrio, clásica, de las de manual. Pero el fígaro se pasó de listo y me cobró por encima del precio de mercado. Lo hubiera pasado si el precio llevara incluido masajito, mimos, o hubiera cantado algo; pero no hubo nada de ello. Tachado de la lista.
Ayer acudí a otro. A este tampoco lo conocía, pero en el escaparate de su barbería lucía una bicicleta. Pensé –equivocadamente- que por corporativismo nos íbamos a llevar bien.
Cuando entre al local ocupaba el sillón de cliente una especie de gentleman como el que protagoniza el anuncio de la fragancia Solo, de Loewe, que ya tenía arreglada la… digamos… cresta. Ahora se ocupaba el maestro peluquero de la barba. El maestro peluquero resultó ser un chaval de veintipocos años, vestido como un rapero del Bronx, protegido con un delantal de herrero y tocado con una gorra de beisbol. En la peluquería, para más detalle y ponerles en situación, sonaba música hip-hop a todo trapo. Tenía una foto en el móvil en la que se le veía en plena faena, pero... la he perdido.
Aquello fue pa verlo. El peluquero trataba la barba del fulano como si estuviera podando un bonsái. Peine, tijera, máquina… peine, tijera, máquina… de cuando en cuando, el barbero hacía una foto con su móvil de la barba del cliente y se la enseñaba, para ver si estaba quedando a su gusto. Hasta con un cepillo de dientes, le alisaba la zona del bigote para mejorar los resultados. Joder, ni que estuviera esculpiendo el Discóbolo.
A la media hora –yo era el único cliente en espera- me levanté y me fui sin dar explicaciones. Creo que ni notaron mi ausencia, los muy capullos. Otro tachado de la lista. Tu Barbería, resultó NO ser mi barbería.
Como me urgía cortarme la cabellera –la poca cabellera que queda y se empecina en formar ricitos-, aún tuve tiempo de entrar en otro local de la misma calle. Delage Peluqueros, reza el cartelito. Delage son dos chavales por debajo de los treinta y tatuados hasta el culo. Uno de ellos se adorna la nariz con un aro. Quiero creer que no soy de prejuicios –lo soy- pero preferí que por turno me cogiera el otro. Si en la pelu de la bici la banda sonora era el hip-hop, aquí priva el tecno-pop. Por supuesto a todo volumen.
Ocho minutos treinta y dos segundos, tardó el maestro en acondicionarme los cuatro pelos que me quedan. Y quedé tan guapo y aparente como la Teniente O’Neil.
Pero tampoco es mi lugar. Sigo buscando peluquero.
La Vidriera del Mairena
20/10/17
16/10/17
la Senda de Matagallar
Fueron esta vez de la partida el Sherpa, el Vete y el Capitán Pedales; tres patas para un buen banco.
Jubrique, punto de partida
Cuando tras cuatro horas y cuarto de triscar montes, subir trochas y bajar barranqueras, llegamos a la sombra y fresco de la Venta de San Juan, sentado ante el plato que les muestro, mi cuerpo entero estaba en las mismas condiciones que las ruinas que le siguen. Estamos por el caucel del Genal, en un rincón conocido por Arroyo Hondo.
Y puedo asegurarles, sin temor a equivocarme, que engullimos los platos sin el menor remordimiento de conciencia. Por una vez, y sin que sirva de precedente, el colesterol –bueno o malo- pasó a ser algo intrascendente.
Inhabilitado para jugar al tenis por mor de una lesión en el dedo indice de la mano derecha, lesión ridícula y puñetera que lo mismo me retira, esta vez el Sherpa acordó llevarnos de excursión por la Senda de Matagallar. Nos acompañó nuestro amigo el Vete, siempre dispuesto a apuntarse a estas correrías.
En la referida excursión, de unas cuatro horas aproximadamente de duración, se recorren doce kilómetros. Ello puede darles una idea de la orografía del terreno a patear.
... del Runtastic
En términos generales se trata de dejar el coche en Jubrique, tierra de bandoleros, y descender ya caminando hasta el lecho del río Monardillo. Superado el trámite, y si no te has despeñado, hay que subir los 596 metros de nada de la Sierra Paloma, tras lo cual daremos vista a Genalguacil.
Una vez en sus calles se impone un alto en el camino, tanto para reponer fuerzas con un breve refrigerio, como para admirar –siquiera sea de pasada- las obras de arte que se agolpan en sus calles.
Recuperado el aliento, hubimos de descender por el cauce del Panerón hasta el río Armachal, que nos llevará al Genal en el paraje conocido por Arroyo Hondo. Este descenso hará ridículo el anterior de Jubrique, que uno pensaba –hasta ahora- que era lo más de lo más.
Ya en la Laguna de Pradollano, que incita al baño como el canto de las sirenas de Ulises, el camino se hace más liviano y cómodo. La chopera te ampara del sol abrasador y la Junta de Andalucía habilitó seguras pasarelas para ir salvando sin mayores problemas el cauce del río, ya en el horizonte la Venta de San Juan, término de nuestro viaje.
Una vez en la Venta, derrengaos y extenuados, la cerveza fresquita entra por el gaznate como si fuera el agua del Genal.
Tras el postre, el digestivo y el café, sólo queda un pequeño problema; alguien nos tiene que subir hasta Jubrique para recuperar nuestro vehículo.
Ello queda en manos de la buena gente del lugar. Para nosotros no supuso impedimento y para el que quiera copiar la aventura supongo que tampoco lo será.
Este habrá sido, desde luego, el menor de los impedimentos que encontrarán en el camino.
Quede pues aquí constancia de la aventura, a mayor gloria de los tiempos en que pudimos hacerlo.
Otras vivencias de la Senda de Matagallar:
Bien está, lo que bien acaba.
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