Llevo unos días con un dolorcillo cogído en la matrícula que no me deja vivir. He probado con calor húmedo, calor a secas, Myolastam en tortillas y masajes varios. Que si quieres arroz, Catalina.
Esta mañana, San Bernardo, me he vuelto a levantar envarado, tieso como un palo, hierático –que no hierótico-, una mierda de tío. Por si fuera poco, mi camarera favorita me ha hecho esperar media hora para servirme el primer café de la mañana, lo cual no ha hecho sino empeorar mi humor y mi dolencia. No me gusta esperar. Ni que me esperen. Mi sombra es la puntualidad, y si llego tarde a algún sitio es que he perdido la sombra.
Cuando he llegado al curro me he dirigido directamente al servicio médico. El titular vacaciona, como no podía ser menos, pero el mancebo sabe y aplica más medicina que el titular como de aquí al malecón de La Habana.
-Ernesto, tengo la espalda como el cartón de embalar. Estoy mu malico. ¿Qué podéis hacer conmigo?
-Podemos esperar a la semana que viene, que ya estará aquí el doctor House.
-Ernesto, vete un poquito a la mierda, de aquí a dos días necesitaré ya respiración asistida, inclusión en la lista de trasplantables o quien sabe si habrá que amputar por el ombligo.
-Pues sólo te queda ponerte en mis manos, que ya sabes que sólo tengo título de curandero.
-Yo me pongo en tus manos o a tus pies, según se tercie, pero vamos p’al quirófano.
Y p’al quirófano nos fuimos. Ernesto, el curandero, sacó de una vitrina, ceremonial y parsimoniosamente como todo lo que hace, una jeringa que enseguida desechó por canija. Buscó otra de su gusto, que no del mío, gorda y larga, a la que añadió con irritante pulcritud una aguja tan gorda y tan larga como la jeringa. Junto a la jeringa fue depositando en una pequeña mesita una ampolla de Voltarem, otra de Valium, y otra de sabe Dios qué mejunje tribal. Con igual ceremonia llenó el canuto con las tres ampollas.
Aquello más que jeringa parecía una botella de gaseosa de medio litro. Por la puntita de la aguja –enorme- saltaron algunas gotitas que en otras circunstancias menos terroríficas me hubieran traído memoria de preliminares mucho más placenteros.
No hizo falta su petición de que me bajase los pantalones. Los malos tragos, cuanto antes.
-Te va a doler un poquito, me dijo.
-Me duele un huevo, contesté apretando los dientes y el culo.
Pese a tanta apretura, el contenido terminó pasando al continente, o sea a mí.
No sé si contar lo que vino luego. Uno no es que tenga mucho sentido del ridículo, pero es un caballero. Andaluz y señorito, pa más señas. Y existen situaciones por las que un caballero no debería pasar.
-Juanito, tal como estas, sin subirte los pantalones, tiéndete boca abajo en la camilla –me dijo el muy cabrón-.
Yo obedecí diligente.
El curandero acercó una máquina infernal, algo parecido al foco de un dentista y lo colocó sobre mi culo. Luego introdujo una almohada bajo la pelvis, con lo que el culo quedó ligeramente elevado. Seguidamente encendió el foco –calor térmico- y lo apuntó directamente a tan ex-noble zona, quedando esta ligeramente iluminada.
¡Por Isabel la Católica, que estampa!
Uno, terror de parias, frikis y gualtrapas, sin mácula y tacha, en posición decúbito prono, el culo al aire y al aire sus miserias.
-¡Quince minutillos así, Mairena!, apostilló el curandero, pasaré a darte una vuelta.
-Eso –pensé yo- y te traes a la gente que haya en cafetería. Ya de puestos.
Para hacer más llevaderos los quince minutos de ignominia me entretuve en leer los rotulillos que, en mi inmovilidad, quedaban a mi alcance; THINOTHERM 210i, en la máquina del calor, OXIVAC sobre una máquina de respiración asistida, PLASTIPAK en la odiosa caja de las jeringas… en el Plastipak estaba cuando aquella máquina pito y se dio pon concluida la sesión de calor.
-Ahora, te voy a aplicar en la zona a tratar un masaje con KETOPROFEM, que no es que cure, pero está fresquito. Yo sugerí, que el masaje, algo banal, podía serme aplicado por la administrativa del servicio, mucho más de mi gusto que el curandero. No coló. Según la versión médica porque mi culo está poblado de pelos y a ella le gustan como los de los bebés. ¡Que se le va h’cer!
-Mañana aquí a la misma hora.
-Lo que usté mande.
Ahora no me duele la espalda, pero me duelen el culo y la honra.
Y digo yo… ¿porqué el cabrón este sabe que a ella le gustan bébicos?. Los culos, digo.
Esta mañana, San Bernardo, me he vuelto a levantar envarado, tieso como un palo, hierático –que no hierótico-, una mierda de tío. Por si fuera poco, mi camarera favorita me ha hecho esperar media hora para servirme el primer café de la mañana, lo cual no ha hecho sino empeorar mi humor y mi dolencia. No me gusta esperar. Ni que me esperen. Mi sombra es la puntualidad, y si llego tarde a algún sitio es que he perdido la sombra.
Cuando he llegado al curro me he dirigido directamente al servicio médico. El titular vacaciona, como no podía ser menos, pero el mancebo sabe y aplica más medicina que el titular como de aquí al malecón de La Habana.
-Ernesto, tengo la espalda como el cartón de embalar. Estoy mu malico. ¿Qué podéis hacer conmigo?
-Podemos esperar a la semana que viene, que ya estará aquí el doctor House.
-Ernesto, vete un poquito a la mierda, de aquí a dos días necesitaré ya respiración asistida, inclusión en la lista de trasplantables o quien sabe si habrá que amputar por el ombligo.
-Pues sólo te queda ponerte en mis manos, que ya sabes que sólo tengo título de curandero.
-Yo me pongo en tus manos o a tus pies, según se tercie, pero vamos p’al quirófano.
Y p’al quirófano nos fuimos. Ernesto, el curandero, sacó de una vitrina, ceremonial y parsimoniosamente como todo lo que hace, una jeringa que enseguida desechó por canija. Buscó otra de su gusto, que no del mío, gorda y larga, a la que añadió con irritante pulcritud una aguja tan gorda y tan larga como la jeringa. Junto a la jeringa fue depositando en una pequeña mesita una ampolla de Voltarem, otra de Valium, y otra de sabe Dios qué mejunje tribal. Con igual ceremonia llenó el canuto con las tres ampollas.
Aquello más que jeringa parecía una botella de gaseosa de medio litro. Por la puntita de la aguja –enorme- saltaron algunas gotitas que en otras circunstancias menos terroríficas me hubieran traído memoria de preliminares mucho más placenteros.
No hizo falta su petición de que me bajase los pantalones. Los malos tragos, cuanto antes.
-Te va a doler un poquito, me dijo.
-Me duele un huevo, contesté apretando los dientes y el culo.
Pese a tanta apretura, el contenido terminó pasando al continente, o sea a mí.
No sé si contar lo que vino luego. Uno no es que tenga mucho sentido del ridículo, pero es un caballero. Andaluz y señorito, pa más señas. Y existen situaciones por las que un caballero no debería pasar.
-Juanito, tal como estas, sin subirte los pantalones, tiéndete boca abajo en la camilla –me dijo el muy cabrón-.
Yo obedecí diligente.
El curandero acercó una máquina infernal, algo parecido al foco de un dentista y lo colocó sobre mi culo. Luego introdujo una almohada bajo la pelvis, con lo que el culo quedó ligeramente elevado. Seguidamente encendió el foco –calor térmico- y lo apuntó directamente a tan ex-noble zona, quedando esta ligeramente iluminada.
¡Por Isabel la Católica, que estampa!
Uno, terror de parias, frikis y gualtrapas, sin mácula y tacha, en posición decúbito prono, el culo al aire y al aire sus miserias.
-¡Quince minutillos así, Mairena!, apostilló el curandero, pasaré a darte una vuelta.
-Eso –pensé yo- y te traes a la gente que haya en cafetería. Ya de puestos.
Para hacer más llevaderos los quince minutos de ignominia me entretuve en leer los rotulillos que, en mi inmovilidad, quedaban a mi alcance; THINOTHERM 210i, en la máquina del calor, OXIVAC sobre una máquina de respiración asistida, PLASTIPAK en la odiosa caja de las jeringas… en el Plastipak estaba cuando aquella máquina pito y se dio pon concluida la sesión de calor.
-Ahora, te voy a aplicar en la zona a tratar un masaje con KETOPROFEM, que no es que cure, pero está fresquito. Yo sugerí, que el masaje, algo banal, podía serme aplicado por la administrativa del servicio, mucho más de mi gusto que el curandero. No coló. Según la versión médica porque mi culo está poblado de pelos y a ella le gustan como los de los bebés. ¡Que se le va h’cer!
-Mañana aquí a la misma hora.
-Lo que usté mande.
Ahora no me duele la espalda, pero me duelen el culo y la honra.
Y digo yo… ¿porqué el cabrón este sabe que a ella le gustan bébicos?. Los culos, digo.