Un buen día de 1964 el actor Richard Burton regaló a la también actriz Liz Taylor -por quien estaba colado- un barquito (34 metros de eslora) que antes había pertenecido a un tal Aristóteles Onassis. Sobre su cubierta, y en la frescura de sus camarotes, los dos pavos vivieron un tórrido romance.
Dicen las lenguas de doble filo que la Taylor, sólo tocada con una pamela para que el sol no le diera en la cara, gustaba de pasearse en pelotas por la cubierta del yate, para deleite de toda la tripulación. Era el paraíso.
Pero el amor es caprichoso y voluble y el Burton y la Taylor terminaron tarifando y el Jazmíne que así se llama el barquito, atracado en el puerto de Santa Pola.
El Richard terminó vendiendo el barco a unos narcotraficantes que lo rematricularon en Málaga y se dedicaban con él a las cosas propias de su sindicato. Eso fue hasta que la Guardia Civil les echó el guante; los narcos terminaron en la cárcel y el Jazmine en el puerto de Águilas y a disposición de la Agencia Tributaria.
Como las cosas de palacio van despacio y las de la justicia casi no van, malos tiempos llegaron para el Jazmine. En el puerto de Águilas, ante la desidia general, estuvo a punto de hundirse y hubo que reflotarlo de urgencia.
Así las cosas la Agencia Tributaria se dio prisa en subastarlo y fue adquirido por un empresario que lo traslado al varadero del puerto de Garrucha con el fin de acondicionarlo y volver a ponerlo en servicio. En servicio decente, se entiende.
Eso fue en el año 2018, 50 años después de aquel día de 1964 en que el Burton lo usara como anillo de compromiso. Luego vino la pandemia, y luego la incompetencia, y luego el olvido. El Jazmine se pudre lentamente en un rincón del astillero como una ballena varada en la última playa de la última isla desierta.
Ni rastro de los tiempos felices. Ni rastro del amor mediterráneo de aquellos dos locos. Ni rastro de alguien que sepa, quiera… pueda.
Una pura ruina que ayer me encontré, como quien no quiere la cosa, y que me ha tocado contar.
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