La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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31/7/12

Carmelo, el camaleón

¿Cuántos de ustedes han tenido un camaleón en sus manos?
Si seis de cada diez contesta que nunca, lo que les voy a contar adquiere la categoría de sucedido extraordinario y estará justificado que lo traiga a La Vidriera. Si dadas las fechas resultase que ni diez clientes se juntan en el lugar, con crisis o sin crisis, es que esto está pa irse y a los cuatro gatos que queden cualquier cosa que yo les cuente les amenizará la mañana.

Ocurrió el lunes pasado a la hora del ángelus... o un poquillo más. Yo regresaba del campo amparado en el climatizador del Ibiza, más hambre que un pillabichos y los Gipsy Kings en banda sonora mitigando el cri-cri de las chicharras que pedían clemencia al sol. Todo mi horizonte era una cerveza fresquita. De improviso, al tomar una curva cerrada, me encontré de morros con él.
¿Por qué el camaleón cruzó la carretera?

Pues vete tú a saber, sus necesidades tendría. Como los frenos ya no tenían objeto hube de hacer una virguería al volante para que su pequeño cuerpo quedase entre las ruedas del coche. Me detuve unos metros más alla, saqué la cámara de la guantera del coche y volví sobre mis pasos con la premura de evitar que alguien menos cuidadoso que yo lo espachurrara en el asfalto.

En esto llegó un motorista de motocross a toda pastilla al que no le importó dejar la moto atravesada en mitad de la curva, apearse de un brinco y echarle mano al bicho.

-Oye tú, que yo lo he visto primero.
-Y qué vas a hacer con él?
-Pues unas fotografías en las que salga bien guapo y dejarlo al otro lado de la cuneta.
-Vale, le haces las fotografías que quieras, pero si no te lo vas a llevar… luego este se viene conmigo. Tengo en mi casa un terrario donde ya le espera un compañero y se van a hacer grandes amigos.

Conocidas las aficiones exploratorias de nuestro camaleón, sus guacabaud suicidas, la seguridad y tranquilidad de un terrario no me pareció la peor de las ideas. Con todo le recordé al motero que era un animal protegido, me miró como quien mira a un extraterrestre y se perdió echando leches.

A mí la aventura me dejó un puntito agridulce. Yo le hubiera bautizado Carmelo –por el día-, hubiera quedado con él para otro rato y le hubiera devuelto a la trocha. Si al final acababa como almuerzo de un zorro, es algo de lo que nunca me habría enterado. Le deseo toda la felicidad camaleonica del mundo en su nueva vida. Al menos ya no terminará bajo las ruedas de un coche.

La foto... claro...

el camaleón

9/7/12

Leocadio

Se llama Leocadio y tiene 74 años de vellón. Nació en Huéneja, un pueblo de la Alpujarra almeriense, que abandonó apenas dejó la escuela para venir a la capital y buscarse la vida en otra cosa que no fuera guardar cabras o cultivar vides.

Ahora, llueva o ventee, nieve o te derrita el sol, coge su bicicleta cada mañana y recorre los diecisiete kilómetros que separan su casa de la playa de El Lance, en Retamar. Allí guarece la bicicleta en un viejo nido de ametralladoras y él toma un rato el sol tal como dios lo trajo al mundo –a él, no al sol-; luego se da un baño sin importarle el estado de la mar, come el bocadillo que lleva preparado y se regresa a su casa.

Sólo falta a su cita diaria con los pedales y el mar si alguna circunstancia imprevista le retiene en el olivo o si, accidentalmente, debe cuidar de alguno de sus nietos, evento este que él se ocupó de establecer que ocurriera de modo muy excepcional para no arruinar, con la imposición, su propia vejez.

Yo le conocía de vista, de encontrarlo alguna vez en el camino, de saludarnos sin detenernos. El domingo pasado, porque sí, se pegó a mi lado durante unos kilómetros, acompasamos el rodar de las monturas y nos fuimos contando confidencias como si lo hubiéramos hecho toda la vida.

Leocadio, de tanto sol y aire de mar anda tostado como un apache. Me contó que siempre fue deportista y que lo suyo era el atletismo. Un día el carnet de identidad le pasó factura y comprobó, horrorizado, que no tenía posibles físicos con que abonarla; ya no tenía sitio sobre el tartam del estadio. Entonces uno de sus hijos le regaló una bicicleta de montaña y él se enamoró de ella hasta el punto que llevan catorce años de relaciones. Relaciones en las que siempre incluyen el mar, formando un trío que mantiene alejados el aburrimiento y la enfermedad. Dice Leocadio –tocamos madera- que él nunca se pone malo.

Yo le conté sobre mi forma de entender el ciclismo, le presenté a Lagartija y le puse al corriente que nuestro trío lo completaba Nikita, que siempre viajaba en la mochila. También le pregunté sobre si tenía correo electrónico, mas para él llegaron tardes estas tecnologías. Así que la imposibilidad de remisión me disculpó de retratarlo para la inmortalidad. A cambio le hice una fotografía a Lagartija, guapísima ella, estilizada, arrebatada de rojo pasión destacando sobre el azul mediterráneo.

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