La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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25/12/23

la estación de Setenil

Quizás porque mi niñez sigue jugando en sus vías… que cantaría Juan Manuel Serrat.  

Hoy es un humilde apeadero de la línea férrea que sube desde Algeciras a Madrid, pero en su día, a los ojos del niño que era, fue el centro del universo. Corría el año 1960. 

La estación de Setenil, entre Parchite y Almargen, fue mi particular Disneyland Park hasta que cumplí los diez años. Allí vivían y trabajaban mis abuelos -él, sobrestante de Renfe-, mi tío Paco -factor de circulación-, don Antonio el Jefe de Estación y Juanito el guardagujas. No hacía falta nadie más para completar el elenco de héroes que me rodeaban. 
Y allí me mandaban mis padres, para que disfrutara de mis abuelos… o ellos me padecieran, a poco que mis obligaciones escolares me lo permitieran. 

En aquel parque de atracciones, absolutamente rural, alejado kilómetros del núcleo de población más próximo, la vida de un niño podía discurrir absolutamente feliz. 
La llegada de cada tren era un espectáculo por si sola. El Pescaero, el Express, el Mercancias, el Automotor, cada uno de ellos había sido bautizado con un nombre propio. Y todos paraban en la estación de Setenil, centro neurálgico del comercio de la zona. Todos excepto el Talgo, que pasaba raudo como alma que lleva el diablo, respondiendo con una larga pitada el saludo del banderín rojo del Jefe de Estación. 

No había en el mundo nada más sorprendente para el mocoso que yo era. En la estación de Setenil no había luz eléctrica. La radio se conectaba a baterías y las casas se alumbraban con lámparas de carburo. En casa de mi abuelo se oía, con protocolaria devoción, “el parte” de mediodía y, después de comer, las novelas radiofónicas de Guillermo Sautier Casaseca. Por la noche, eran inevitables Matilde, Perico y Periquín. Un capítulo más extenso del párrafo que acabas de dejar atrás puedes encontrarlo en agosto 2022.

Algunas tardes ayudaba a mi abuela a preparar los carburos que nos alumbrarían por la noche, y para ello partíamos sobre los raíles del tren las piedras de carburo hasta hacerlas del tamaño adecuado para entrar en la lampara, muy parecida a las cafeteras clásicas de hoy día. El carburo se ponía en la parte de abajo, se le añadía agua, y se cerraba “la cafetera”. Al contacto con el agua el carburo producía gas acetileno que salía por la bujía de la parte superior, produciendo una llama limpia y cálida. Luz a muy bajo coste.

Faltaría Vidriera para contaros las mil y una aventuras que corrí sobre el andén de aquella humilde estación, pero no me resisto a dejaros algún rastro de ellas. 

Como el día que alguien soltó un carnero que esperaba ser facturado y el andén se convirtió en una improvisada plaza de toros mientras que yo, con los ojos como platos, entre la risa y el miedo, observaba las distintas faenas sobre un apilamiento de sacos de granos de anís que había junto a la gran báscula del muelle de carga. 

O aquel otro que un viajero había bajado a hacer sus necesidades en las letrinas de la estación y se vio sorprendido por el pitido del tren que partía. El hombre salió corriendo tras el tren, con los pantalones a media pierna, el culo al aire, en una agónica carrera por no perder el convoy. Al final, tras estar a punto de caer un par de veces, consiguió su objetivo. Aquello fue motivo de risas por una buena temporada.  

Otro día observaba atentamente la descarga de cajas de pescado del Pescaero, para los pueblos de la zona. Todas las cajas iban cubiertas de hielo y de las hojas de un árbol que ahora sé que eran acacias o helechos. Las avispas acudían a la humedad de las cajas de pescado… pero eso entonces no lo sabía, o no reparaba en ello. Hasta aquel día. De improviso noté que algo se me había posado en una mano… y la cerré. El picotazo fue de época y la mano se me puso en unos minutos como una bota. Siempre lo recordaré… y que en las casas de los ferroviarios casi todas las noches se cenaba pescado. 

Un maestro ambulante, del que lamentablemente no recuerdo el nombre, pasaba en verano por la estación y nos daba un par de horas de clase para desasnarnos un poco. Las inyecciones las ponía doña Concha, la mujer del jefe de estación. 

Otra de mis diversiones favoritas era poner chapas de cerveza sobre los raíles. No imaginas lo planchaditas que quedan después de pasar el tren. Los recuerdos se apilan intentando salir por mis dedos hacia el teclado. Pero no sólo colecciono imágenes, sino también olores, sonidos, paseos, esperas. Cuando vives en una estación te haces un especialista en esperar; siempre hay algo por venir. 

Tan intenso fue aquello que aún hoy, 60 años después, aún sigo visitando el lugar… que ya no es lo que fue, pero me sigue produciendo las mismas emociones.


La estación a día de hoy. Han desaparecido las casas de los ferroviarios que se situaban entre este edificio y el muelle de carga que se ve al fondo.


Al otro lado de las vías se encontraba este cortijo, hoy pura ruina. También sirvió de Cuartel para la Guardia Civil.


Una vista de la estación desde el lado Ronda/Algeciras. Un tren de cercanías se encuentra detenido en el andén.