La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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14/4/24

el Padrino

Viviendo el pasado Lunes de Pascua, alguien me recordó la antiquísima costumbre, en algunos pueblos de España, de consumir la llamada Mona… o Mona de Pascua. La Mona es un alimento típico de la repostería española compuesto por un hornazo o torta adornado con huevos.

En algunos lugares, como en Olvera… mi pueblo, el lunes de Pascua -o de Quasimodo- se reúnen las familias o amigos para ir a comerse la Mona al aire libre, siendo costumbre de cascar el huevo de la Mona en la frente de otra persona.

 

El gasto de la Mona siempre corría a cuenta del Padrino. Y es sobre esa figura, EL PADRINO, con la que quería moldear este cristalito. Pero no el Padrino mafioso siciliano que tan bien encarnaron Marlon Brando y Al-Pacino, sino esa figura antaño tan importante y ahora tan superflua que nos acercó a la pila del bautismo a los que profesamos la religión católica.

 

Y es que, caí en la cuenta, no conozco quienes fueron mis padrinos. Si bien recuerdo perfectamente que los de mi hermano eran Antonio Villalba y su mujer Dolores, amigos de mis padres a quien en casa nos referíamos como “el padrino” o “la madrina”, de los míos sólo recordaba vagamente que, en un tiempo, fueron amigos de mis padres en la localidad de Olvera. Mi padre ya no vive y, desgraciadamente, mi madre no recuerda siquiera quien es ella.

 

Los padrinos, habrán caído en la cuenta, eran personas muy cercanas a los padres del bautizado y antiguamente adquirían una responsabilidad real sobre el futuro del recién nacido. A día de hoy, aunque en la teoría es lo mismo, me da que en la práctica los padrinos son más adorno que otra cosa. Afortunado el que sea excepción de la regla.

 

Para remediar esta laguna documental en mi propia familia, paso con premura a dejar constancia que los padrinos de David, mi hijo mayor, fueron su abuelo Pepe (q.e.p.d.) y su abuela Mariana. Y los de Víctor, mi hijo pequeño, fueron su tío Juan González y su tía Isabel (q.e.p.d. ambos). Las dos ceremonias de bautismo fueron oficiadas en la iglesia de San José, en Estepona, por el sacerdote D. Diego Gil Biedma, que posee otro cristalito en este blog por derecho propio (enero de 2016).

 

Los padrinos de Toñi, la madre de los niños fueron Antonio Gil y su esposa Celia, amigos del abuelo Pepe, de los que poco después nunca más se supo. 

 

Y ya sólo quedaba averiguar quiénes fueron los padrinos del Maestro Vidriero. Se me encendió la luz. Unas gestiones por internet me permitieron dar con la Parroquia de la Encarnación, en Olvera, y por ende con Moisés, su párroco. Lo demás todo es gracias al buen hacer y mejor disposición del sacerdote, que en muy breve tiempo me envió la joya documental que les muestro:

 



Gracias a ella pude averiguar que mi sobrenombre, del que nunca nadie me habló, es Del Sagrado Corazón, y que mis padrinos fueron FRANCISCO SERRANO PERNÍA y DOLORES GÓMEZ MUÑOZ, muy amigos en aquellos entonces de mi padre y de los que, al salir del pueblo, les perdimos el rastro definitivamente. En aquellos tiempos, años 50/60, viajar no era actividad común en la clase trabajadora.

 

Y les voy a dejar con una imagen de la pila bautismal de la aldea del Pozuelo, pedanía de Zalamea la Real, en la que sin lugar a dudas fue inscrito al catolicismo el abuelo Vélez. 




15/3/24

el lavadero

En el corazón del barrio del Realejo, según bajas andando -o subes- desde la Alhambra a la céntrica plaza de Isabel la Católica, se encuentra la placeta de la Puerta del Sol y en ella un lavadero del siglo XVI cuya contemplación justifica el esfuerzo; sólo podrás llegar hasta aquí andando.

 

El lavadero, recién restaurado, está protegido por seis columnas toscanas realizadas con piedra de la Sierra de Elvira, y un techo artesanal de madera y teja árabe. En él acostumbraban a lavar las granaínas cuando aún no había agua corriente en la ciudad.

 

La placeta, además, constituye un mirador único para contemplar la puesta del sol, pese a que el día anotado en mi agenda para fotografiarlo caían chuzos de punta. Ni la imponente borrasca que se cernía sobre la ciudad aquel día y que dejó completamente nevado los alrededores de Granada y mojado como sopa al imprudente cronista, desmereció un ápice la belleza del monumento en cuestión.

 

Disculpen mis clientes la brevedad de este cristalito. Valga en mi descargo que sólo puedo escribir con la mano derecha. La izquierda, aún, sólo me sirve para señalar. Las izquierdas, sabido es, siempre han tenido mucha malaje.

 





París bien vale una misa, que dijo Enrique IV. La visita al rincón que les muestro valió el aguacero que tuve que soportar.

13/2/24

en el andén

Al hilo del hilo anterior, quizás para cerrar el circulo, ahora mi hijo mayor se ha hecho fanático del modelismo ferroviario. Voy a querer creer que puse la semilla cuando le regalé su primer Ibertren.

 

Esto me ha hecho pensar que antiguamente, muy antiguamente, la gente de los pueblos que tenían estación de ferrocarril solía pasearse, en los ratos de asueto, por el andén de la estación. No hacía falta que fuesen a emprender algún viaje, ni siquiera que esperasen el regreso de alguien. 

 

El andén de las viejas estaciones, por sí solo, constituía un punto de encuentro, un nexo sociológico que se instalaba en torno a los habitantes de las poblaciones que tenían la suerte de contar con el ferrocarril.

 

La llegada y la partida de un tren siempre ha constituido un evento singular, algo mágico, un encantamiento que atraía como un potente imán las vidas de los pueblerinos carentes de otros espectáculos.

 

Y cuando al fin se divisaba en la lejanía la silueta de la locomotora acercándose era como si se nos quitase un peso de encima, la llegada del Mesías, el alumbramiento de lo que había de ser… y era.

 

A eso se sucedía la despedida de los que marchaban o la sonrisa franca de los que bajaban del tren para quedarse; sin importar que fueran nuestros o no. 

 

Finalmente, cumpliendo con la liturgia, salía el jefe de estación con su gorra roja y hacía sonar la campana colgada en el andén. Se dirigía con paso firme y pausado hacia la locomotora, levantaba el banderín plegado y hacía sonar su silbato. El maquinista le respondía con un prolongado pitido. El tren comenzaba lentamente a moverse y partía dejando siempre una sensación de vacío, de nostalgia, de abandono.

 

Y como mi infancia son los recuerdos de una estación de pueblo, de cuando en cuando -como ahora- procuro volver a ellos para volver a sentir el palpitar de lo ferroviario en mi sangre.