La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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4/1/09

Zaragata (cuento infantil).

Es el que le cuento a mi nieto.
Bueno, ahora nos lo contamos a medias. Él se me adelanta en ocasiones; o me corrige si equivoco el guión.
Es un cuento con solera. El bisabuelo Emilio se lo contaba a mi padre; él a mí y a mis hijos. Yo a mi nieto.
Como mis canciones favoritas, nunca por mucho oírlo me pareció menos fascinante. Ni Caperucita ni Blancanieves, ni siquiera el Gato con Botas tuvieron nunca el hechizo que ejerció en mi tan simple historia. Quizás sea eso…, lo simple.
Traerlo aquí es el único medio que conozco de asegurar que la historia de Zaragata no se pierda. Ni el abuelo Emilio, ni el abuelo Andrés, ni siquiera mis hijos fueron aficionados a juntar letras para formar historias. De ese inconfesable vicio, sólo yo soy responsable.



Érase una vez -todos los cuentos tienen que comenzar así- que entre el faro de Cabo de Gata y Carboneras vivía, ha mucho tiempo, un pobre al que conocían por Zaragata. Zaragata era el más pobre de los pobres; pobre de solemnidad. Ni apellidos tenía.

Un día de agosto, a eso del mediodía, deambulaba por la zona del Cortijo del Fraile sin nada que llevarse a la boca. El hambre era la compañera habitual de Zaragata. Ni siquiera tenía perro, por no tener que compartir con él las migajas y los mendrugos de pan que le daban, o afanaba, de las casas de campo del lugar. El sol apretaba y el hambre también. Las tripas le sonaban de lo vacías. A lo lejos divisó una columna de humillo que se levantaba de las casonas de la cortijada. Echó las pocas fuerzas que le quedaban en llegar al reclamo. Ya a una legua, el estómago de Zaragata le contaba que aquel humo era humo de cocina. Y en la cocina la cortijera se afanaba en apañar un arroz con bogavantes traídos aquella misma mañana de la Isleta del Moro. El olor alimentaba.
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Zaragata pidió, por caridad, que le sirvieran un poco de aquello que tan bien olía. A cambio ya se ocuparía de cortar leña, ordeñar las cabras o segar la mies cuando fuera el tiempo. Tal necesidad vio la cortijera en los ojos de Zaragata que no sólo uno, sino tres platos le puso delante, siendo devorados al instante por el desdichado.

Zaragata comía como unicamente zampan aquellos a quienes el hambre ha mordido alguna vez. A la cortijera misma se hubiera zampado ya de puestos.

Cuando terminó, después de dejar escapar un eructo colosal y un pedo estruendoso, Zaragata se encaminó a una higuera cercana a la parte trasera del cortijo, echó al suelo su raída manta y, tumbándose boca arriba, en menos tiempo del que tarda en santiguarse el cura de Rodalquilar, se entregó al noble vicio de la siesta.
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En esas estaba, soltando unos ronquidos de los de tiembla el misterio, cuando acertó a pasar por allí una rata tan pobre y tan hambrienta como el propio Zaragata. Cada ronquido del sestero era acompañado por una vaharada de arroz bogavantino que ejercían sobre la rata un efecto hipnótico. El bicho ya no veía más que la boca del Zara
gata y no olía otra cosa que el aroma arrocero que de la misma salía.
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Sin pensarlo, cuando Zaragata abría la boca en uno de los ronquidos, la rata pegó un salto y se le coló en la barriga. Había caído en la mejor de las alacenas.
Cuando Zaragata despertó, su dolor de tripa era insufrible. Volvió a pedir auxilio al cortijero que, ante el temor de que se muriese allí mismo, avió la mula y le trasladó al médico de Aguamarga, un galeno con merecida fama de matasanos. Tensión, estetoscopio, rayos X… ¡oh…. ¡ allí estaba la intrusa, bien se le veía el jopo rabilargo.
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Como en Aguamarga no había quirófano y el asunto apremiaba, el medicucho tiró de enciclopedia. Entre dos vecinos sujetaron a Zaragata y mientras uno le impedía moverse y el otro le abría la boca, el doctor le metió por ella al gato Mizifú.
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Cuando Mizifú llegó al estomago y se topó con la rata, se lió la de dios es cristo. La barriga de Zaragata, de tanto movimiento, semejaba la bolsa de las bolas de la lotería. Que si meneo pacá, que si meneo pallá, que si escóndete que te pillo, que si no t'escondas que da igual…


Al final la rata acertó a dar con el ombligo y por allí salió disparada. Y el Mizifú detrás como alma que lleva el diablo intentando agarrarla. Los dos se perdieron por las calles del pueblo y de ellos nunca más se supo.
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El médico de Aguamarga gozó de extraordinaria fama y clientela hasta que él mismo estiró la pata.
Zaragata curó. Pero nunca volvió a dormir la siesta bajo las higueras.
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Desde entonces, cuando a la luz de la lumbre los abuelos cuentan este cuento, los niños que lo escuchan siempre tienen que terminar cantando su canción…



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El pobre de Zaragata
Que en una choza vivía,
Se ha tragado una rata
Por la boca el otro día.

El tonto del inocente
No deja de padecer,
Que dice que se la siente
Por la barriga correr.

Y el médico le receta
Que se trague un gato vivo
Y le ha venido a salir
La rata por el ombligo.



Mi agradecimiento a Toni M Oliva, Silvia Fernández. A. Otero y Gatofrito, por acompañarme con sus dibujos en esta aventura. Los lectores con alma de niño se lo paguen. 
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