La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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23/5/13

el peo de un borrico

Desconozco si su merced, urbanita por imposición, tiene conocimiento exacto del alcance del enunciado; lo más probable es que no.
El peo de un borrico, si el animal está saludable, es algo rotundo, categórico, estruendoso, definitivo. Y se propaga en el espacio como el trueno precursor de la tormenta rebota su eco en las cimas de las montañas.
A veces, sólo a veces, a este estampido cósmico suele suceder que el bicho, sin ningún miramiento y con absoluto desprecio por el lugar donde se encuentre, se obsequia con una liberadora meada que viene a ser como el despeñamiento del Zambeze en las cataratas Victoria. Algo en todo caso sobrecogedor para un adulto no familiarizado con semejantes excesos, mucho más para el talante frágil de un tierno infante.

Viene esto a cuento de tener que referirles un sucedido que aún me tiene conmovido el ánimo. Andaba hace unos días cumpliendo con los deberes propios de la abuelez en un pueblo del levante almeriense y llevaba de la mano a mi nieta Alicia, cuatro años casi cumplidos y el cum laudem de las nietas. Detuvimos nuestros pasos en un kiosco de prensa aledaño al edificio de los juzgados y estaba absorto y ocupado en adquirir unos cromos de Violeta, number one de las preferencias infantiles como antes lo había sido Dora Exploradora y mucho antes el Bob Esponja, detalles que ustedes no tienen porque conocer si aún no han tenido el privilegio de que alguien les llame abuelo (Vavá, en mi caso).

Al otro lado de la calle, amarrado el ronzal a la reja de una ventana, esperaba pacientemente un borrico cuyo dueño, muy probablemente, había entrado en el edificio del juzgado para resolver algún problema con la justicia antes de marchar a su trabajo en el campo. Como las cosas de palacio van despacio, y las de la justicia más que despacio se arrastran, el tiempo para nuestro amigo el borrico debió hacerse eterno. Y tan eterno se hizo que, sin previo aviso, el rucio soltó un peo descomunal, un rebuzno acorde a la inmensa espera y una meada suficiente para dejar en pañales las últimas inundaciones habidas en la zona y de las que aún no se han recuperado.

Alicia, tras pestañear un par de veces, desamparada ante ese ataque de la naturaleza rompió a llorar tan estrepitosamente como el día que le pisé la Monster High y se le rompió un brazo. El llanto de la niña enardeció al jumento, que continuó de modo frenético con su concierto, rivalizando ambos en ver cual elevaba más el volumen. La guardia de seguridad del juzgado salió a la puerta para ver qué coño pasaba y repartieron, a partes iguales, su fiscalizadora mirada entre el borrico y mi persona, que a esas alturas bastante tenía con explicar a la niña algo para lo que no tenía explicación alguna. El mundo entero se paró por unos instantes.

Allí quedaron el borrico y los cromos de Violeta, el kiosquero y los guardias civiles del juzgado, las risas de los presentes y el ridículo más bochornoso.
Me apresuré a tomar a Alicia en brazos y abandonar precipitadamente el lugar, mientras intentaba -sin conseguirlo- sofocar el llanto histérico de la niña.
Pasado un buen rato, las aguas ya sobre su cauce, secadas las lágrimas y superado el susto, se me sometió –inmerecidamente, creo- a un tercer grado agotador. Cómo y por qué?

… y sobre todas la definitiva,
¿por qué el papá de los borricos no le pone el pañal?

Y más inexplicable aún, el sentimiento de culpa que desde ese día me embarga sin saber aún de qué.

¡Cosas de vivir en los pueblos!


Los rucios y yo nunca hemos estado a partir un piñón. La excepción que confirma la regla, esta foto del autor, más antigua que la pólvora y que dejo a modo de disculpa para que Alicia se ría cuando sea mayor y esté en edad de sentir y comprender. 
En ella se ve a mi tío Emilio, a su mulo y a su perro. El único que desentona en la estampa es el jinete, a quien unas cortas vacaciones allá por El Pozuelo, en Huelva, sirvieron para iniciarle en su desencuentro con los equinos. Tenía otra miserablemente descabalgado, pero esa… a Dios gracias, se ha perdido.




10/5/13

don Alfredo

Ayer, 9 de mayo de 2013, en pleno estallido de la primavera, se nos fue el último genio de la escena.
En un espacio en el que uno tenga mano, no podían faltar siquiera unas líneas de adiós y condolencia por el que, modestamente, considero uno de los mejores actores españoles de todos los tiempos.
El paradigma y tópico de español típico, bajito, feo, peluo y permanentemente cabreao, entregó ayer la cuchara. Alguien que fue capaz de arrancarme risas y lágrimas por igual, un tarugo en el mejor y más cariñoso sentido de la palabra, no se merece menos.

Se atropellan en mi recuerdo sus interpretaciones en cateto a babor, los santos inocentes, tristeza de amor, lleno por favor o la impagable la vaquilla, que con tantas otras componen las credenciales con que nuestro buen Alfredo se presentará donde quiera que sea que tenga que presentarse a rendir cuentas de lo bueno o malo que se hizo aquí, en el infierno.

Si algunos señalaron el landismo como sinónimo de estulticia, algunos de los nuestros nos referiremos a su promotor como Alfredo, el Grande.
Porque, les guste o no, hoy somos todos –culturalmente hablando- un poco más huérfanos.

Descanse en paz, don Alfredo.

9/5/13

calle Papuecas

calle Papuecas

Venía a contarte que hace unos días arrastré mis pasos por la calle Papuecas y ello me trajo memoria de Francisco Gentil. Francisco Gentil vivía abajo de la calle, antes de subir la empinada cuesta, en una de las primeras casas de la –iba a decir- acera derecha. Y digo iba porque esa calle nunca ha tenido aceras, que las calles de los pueblos, cuando son muy pueblos, prescinden de las aceras por ser un requisito innecesario.

El tal Gentil era compañero de clase cuando estudiábamos Preu; del último preu que se estudió en España. Le recuerdo como un chico modosito, casi afeminado… y no digo con esto que lo fuera. Pero persiste en mis recuerdos que nunca formaba jaleos, se peleaba por las chicas –ni por ninguna otra cosa- o participaba de las competiciones deportivas de las que uno era tan fanático. Y eso, automáticamente, te colocaba en el bando de los potencialmente… raritos. El buen Gentil era hijo de un calero, de los de alpargatas calientes, un calero de los que vendían cal viva en su propio domicilio. Y debía irle de puta madre porque mi compañero Gentil tuvo dos cosas que yo no tuve en mi puñetera vida; una lata en la cómoda de su casa de la que podía coger las monedas de cinco duros que le diera la gana y, pasado el tiempo, un Citroen Dyane 6 que para quien no pudo ser propietario de una mísera bicicleta, era algo así como la encarnación de Rockefeller bañado en oro de 24 kilates.

No he vuelto a verle desde entonces. Lo he buscado sobre el propio escenario, en el fasebuk de los demonios y en otros lugares de la red; sin rastro. A veces pienso que se fugó –pese a lo modosito- con María Gloria, aquella medionovia mía de amor inconfesado. Algún propio me contó que estudió filología y era profesor de griego en un instituto de enseñanza secundaria. Si le viera Merche Auzmendi, nuestra profe de griego de entonces, se le caerían las bragas de la impresión, si es que no se le cayeron ya por cualquier otra causa. En cualquier caso, algo muy alejado de la cal de sus progenitores que tantas monedas de cinco duros y tan envidiado Citroen pusieron en sus manos.

Nada que ver los muchachos de entonces con los de ahora. Ni aquella Papuecas descuidada y animalera con la de ahora, reventada de geranios y acicalada al punto del erotismo callejero pese a que al principio de la calle, a mano derecha y cerrada a cal y canto –nunca mejor dicho-, resiste la puerta de Gentil el calero.