La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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20/12/10

La Habana

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Se llama Ramón. Ramón Sánchez, abundando en lo documental. Lo sé porque lo pone una plaquita que sujeta en el bolsillo de su camisa.
Y es el encargao.
Desde el otro lado de la barra, gestiona, desde siempre, los intereses comerciales del café La Habana. Hoy, que llueve y la parroquia acude mojada y somnolienta, parece que Ramón durmiera aquí.
Es el único que no viste uniforme, aunque siempre lo hace casi de la misma manera; pantalón oscuro y camisa de manga corta en tonos pálidos.

Ramón, el encargao, parece no hacer nada; sólo mira. Únicamente cuando los suyos se ven desbordados, que es casi nunca, echa una mano con lo que tercie.
Los camareros, todos de uniforme, blanco-negro y lila, todos con pajarita, deambulan cada uno a lo suyo. Uno a la cafetera… y sólo a la cafetera -solo para presing, le cantan-, otro a la barra, otro a las mesas, otro a la terraza. Yo, que no conozco sus nombres, les he bautizado por su referencia; el flaco, el nervioso, el joven, el calvo, el pistolero. Caminan siempre presurosos, aunque el local esté vacío, y no sonríen casi nunca.
Si alguno de ellos duda entre azúcar o sacarina, no lo pregunta al cliente sino a Ramón si anda cerca. Ramón sentencia si una cosa u otra, que lo sabe porque es el encargao.

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La Habana es una cafetería de estilo colonial, anclada en una esquina de la Avda. de Cabo de Gata, en el barrio del Zapillo, allá cerca del mar. Las paredes están recubiertas de madera, la iluminación la proporcionan quinqués de colorines y del techo cuelgan originales pai-pais que oscilan pausados para refrescar el ambiente. La atmósfera, calida y decadente, tiene algo que me atrae.
Alguna vez vi una mujer, guapa, ausente e igualmente decadente, que apoyada en la barra entabló una conversación amistosa con Ramón. Hay algo entre ellos dos.

En la cocina, gorrito reglamentario sobre las cabezas, otro hombre y otra mujer se ocupan de servir las tostadas y churros del desayuno, las tapas del aperitivo o los pasteles de la merienda. En la planta de arriba, cerrada al público, se encuentra el obrador en el que elaboran sus propios productos y repostería.

La clientela de La Habana es fija. Y numerosa. Son mayoría las personas de edad avanzada, pasados los cuarenta, y con evidente poder adquisitivo.
Porque el café, en La Habana, es treinta céntimos más caro que en cualquier otro sitio de los alrededores. No es que sea mejor, ni que proceda directamente de Cuba –como cuenta una leyenda zapillera-, pero si es más caro.
Una de las voces de mi conciencia diría que es el precio a pagar porque tengan empleo ocho personas en vez de cuatro, razón suficiente para que siga acudiendo al lugar.
La Habana está decorada con originales y rebuscados detalles. Radios y teléfonos antiguos, fotos en blanco y negro, maquetas de barcos, objetos de cartografía y un piano de cola al fondo del salón.
Y entre todos esos objetos, adusto, serio y vigilante, Ramón… el encargao.

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