La Vidriera del Mairena


-Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente.
No es un caballero.
(Don Jaime de Astarloa. El maestro de esgrima.)

-Escribir es meterse en charcos.
(Juan de Mairena.- Maestro Vidriero).


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26/7/07

Bichos.

Mis relaciones con los bichos no van muy allá.
Una vez tuve uno en mi casa. A Viky, que por aquellos tiempos debería tener seis u ocho años, le dio llorona con los animales y ante la imposibilidad de ofrecerle en adopción uno que tuviera pelo –era alérgico- le regalamos una tortuga. La bautizamos con el nombre de “Milveinte”, porque mil veinte pesetas fue lo que nos costó el animalucho, incluido su alojamiento. El alojamiento era una especie de terrario en metacrilato que semejaba una laguna con una islita en el centro. La islita tenía su palmera y una escalerita para bajar al agua. Un lujazo. Nunca en la historia ninguna tortuga fue querida como aquella... por mi hijo –claro- porque el resto de la tribu pasaba olímpicamente de Milveinte, de la laguna y de la islita con su palmera.
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Pasados un par de meses desde que la tortuguilla era una más de la familia, sobrevino la tragedia. Un mediodía, al volver el niño del colegio, la encontró patas arriba bajo la palmera. Al parecer había resbalado en las escaleras, cayó en esa posición y le sobrevino la asfixia. Alguien me dijo por aquel entonces, aún no sé si puede ser o no cierto, que si estos animales quedan boca arriba y no pueden darse la vuelta, se ahogan. ¡Vete tú a saber!
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El caso, eso si lo supe, fue que al niño le costó una enfermedad. Y al resto de la familia por proximidad. Las lágrimas que pudo soltar aquel crío por su tortuga hubieran bastado para llenarle treinta lagunas en las que pudiera nadar. Aquellos días me prometí que nunca más, jamás de los jamases, ningún bichejo volvería a tener relación de parentesco conmigo. Esa promesa he estado en un tris de romperla en un par de ocasiones, pero.... ahí quedó la cosa.
Así que si mis relaciones con los bichejos amables son las de “tú en tu casa y yo en la mía”, las que me enfrentan a los bichejos asquerosos, léase aquellos que tienen más de cuatro patas –o ninguna- son sencillamente aborrecibles, de poner los pelos de punta, un espeluzno.
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Conocido esto, entenderán mucho mejor lo que viene a continuación.
Martes 24 de julio –tenía que ser martes-, estribaciones del desierto de Tabernas, caló... mucha caló, cualquier hora taurina de la tarde. Llego a mi club de tenis con la hora pegada al culo pues un asunto de faldas (.?) me entretuvo más de la cuenta. Aparco ocupando dos plazas, agarro por un pico la mochila y salgo disparao hacia los vestuarios. Al pasar frente a la zona de entrada a las pistas alcanzo a divisar mi contrincante que con cara de mu mala follá me señala su reloj.
-¡Que coño, yo también tengo reloj!, mascullo.
Vísteme despacio, que tengo prisa; no acierto con la pernera del pantalón, doy saltitos para no perder el equilibrio, lo termino perdiendo y casi m’escalabro..... ¡la hostia!.
Al forzarla, la camiseta cede por la axila..... oigo el rassss.
Bueno está, ya casi estoy. A ver... la raqueta, la codera, las bolas, el agua... el móvil, no me puedo olvidar el móvil... yo juego al tenis con móvil.... ¿pasa algo?
Voy a coger la puerta a velocidad AVE cuando algo se remueve en mi interior. Las prisas. El stress. En suma, un retortijón. Lo quiero ignorar, pero insiste.... un retortijón. Si salgo así a la pista no duro ni el primer asalto. El retortijón insiste, no da opción a que elija. Así que vuelvo sobre mis pasos y me encierro a toda prisa en el water. Lo haré en un pis-pas.... ahora si que puedo decir con propiedad eso de cagar echando leches. Y’astá. Alargó la mano para tirar del rollo de papel higiénico y la mano se queda petrificada en el aire, a escasos veinte centímetros del papel. El culo también se petrifica. Todo en mi, excepto los ojos como platos, queda petrificado. Sobre el rollo del papel higiénico, asqueroso en su inmediatez, el garfio enhiesto, se encuentra el padre de todos los alacranes.
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-Tranquilo, Juanito –me digo- si tu no te mueves él no se moverá.
De improviso el recinto del WC me parece sobrecogedoramente pequeño.
-¿Los alacranes saltan?, me pregunto en mi angustia.
El bicho me mira de mu mala manera.
Yo no acierto más que a mirarlo.
Pero el único que tiene el culo al aire soy yo.
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Entre “pa cojones los míos” y “no te mueras de la angustia” trazo planes de fuga. A y B.
A, abriendo la puerta. B, saltando la mampara. Con los pantalones en los tobillos lo más aconsejable es el A. Despacico, sin hacer ruido, el culo lo más posible pegado a la pared, los ojos fijos en el bicho, alargo la mano y voy abriendo la puerta poquito a poco, sólo lo suficiente para pasar.El WC más cercano queda como a diez metros. Teniendo el culo como lo tengo no me puedo poner los pantalones, pero.... no parece haber nadie en el vestuario.
-Venga Juanito... el mundo es de los valientes.
Termino de abrir la puerta. Saco la cabeza, miro a un lado y a otro. Silencio absoluto, nadie a la vista. Afuera. A la carrera, los pantalones en los tobillos, las muñecas de Famosa se dirigen al portal, me encamino al maldito rollo de papel. Justo cuando estoy a mitad de camino un grupo de tres o cuatro chavales irrumpe en el vestuario. La sorpresa los paraliza. No todos los días se ve a alguien cruzar el vestuario con el culo al aire y los pantalones en los tobillos. ¿Tierra porqué no me tragas?. Ni miro p’atrás. Me encierro en el nuevo WC. Miro si hay alacranes. Vuelvo a mirar si hay alacranes. Me siento en la taza y me desmadejo.
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Al rato, -ya ni me acuerdo que yo tenía que jugar tenis- me recompongo y con los pantalones en su sitio y la vergüenza en su sitio salgo al exterior. Del WC alacranizado veo que sale uno de los chavales de antes. Como si tal cosa. No dice ni pio. Yo, que tengo seca la boca, tampoco digo ni pio.
Otra vez... raqueta, codera, bolas, agua... móvil ¿pasa algo?... agarro todo y esta vez despacio, muy despacio, me dirijo a las pistas. En el camino me cruzo con alguien de mantenimiento. Le digo que en tal WC no hay papel... que lo reponga... pero que tenga cuidado al quitar el rollo... por si los bichos.
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Mi contrincante de hoy está de mu mala hostia. Pasa más de media hora de nuestra cita. Me mira con la misma mala leche que me miraba el bicho.
-¿Sabes que te digo Paco?... que m’he puesto mu malico.
-Mala cara si tienes, oye.
-Vámonos pal bar, Paquito, que me tome una manzanilla... y te voy contando... oye.... Paquito... ¿a ti te dan asco los bichos?
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laventaernabo > julio07

17/7/07

Creí que era mozuela.

La mañana había empezado mal y continuado peor. El motor de babor de la L-116, al navegar a poca profundidad, había engullido una piedra y la turbina del hidrojet había saltado hecha añicos. Un mecánico, en su intento de remediar lo irremediable, había sufrido la amputación de un dedo de la mano derecha y ya corría hacia el hospital.

Pensó, con amargura, que en ese momento le preocupaba más el motor de la embarcación que el dedo de su compañero. Esta profesión me está haciendo un hijo de puta, musitó para sí. 
La avería del dichoso motor suponía que de cuatro embarcaciones que tenían en la base, tres se encontraban inoperativas, y tres tripulaciones en tierra. La inmigración irregular y el tráfico de hachís no daban tregua, exigiéndoles dedicación continua, apoderándose de sus horas de sueño, de ocio, de familia, para intentar suplir la carencia de los medios que los presupuestos del Estado les negaban, sin que por ello disminuyese la exigencia de resultados. Cavilaba sobre el tiempo necesario para que una al menos de las tres patrulleras en dique seco se hiciera a la mar, intentando conjugar hechos y deseos, rogando a la Virgen del Carmen que, al menos, vientos de fuerza siete levantaran en el estrecho olas de 5 metros que impidiera navegar al mismísimo Nelson resucitado. Una galerna en condiciones les daría el tiempo necesario para poner sobre el mar dos de las patrulleras ahora varadas. 
En ocasiones como esta pretendía autoconvencerse de haber equivocado la carrera. Si como le decía su madre hubiera estudiado magisterio, ahora estaría cómodamente sentado en el aula de un instituto de enseñanza secundaria, a resguardo de fríos y calores, con tapones en los oídos para no oír a los cafres de los alumnos, la mente en las vacaciones de....... en las vacaciones, e importándole un higo el contrabando de hachís, los moros y los subsaharianos, el estado del mar y la madre que los parió a todos.

El sonido del radioteléfono le sacó de sus cuitas. El Coronel Jefe de la base quería verle. Aún no lo conocía, pero su fama de cascarrabias le precedía. Había llegado hacía una semana, según radio-macuto despotricado de Madrid por un asunto político. Su anterior contacto había sido de cinco minutos y meramente protocolario, al presentarse a los Oficiales de la base el día de su llegada. Para esa misma noche, recordó, se había organizado una cena de bienvenida en el Club de Oficiales, a la que debían de asistir con sus esposas. Como tantas otras cosas en aquel pequeño mundo, esto no era un acto a decidir, era “con sus esposas” y punto.

- Con su permiso mi Coronel?
- Pase, Abrego.
- Me han dicho que quería verme, mi Coronel?
- Tengo entendido que usted es el Oficial de mantenimiento.
- Así es mi Coronel.-
- Y quiere explicarme, si no ofende su sensibilidad, porqué de las cuatro patrulleras de alcance medio que se alojan en esta base, tres se encuentran fuera de servicio.
- Si, mi Coronel. Una de ellas está pasando la revisión anual, impuesta desde Madrid, quiero decir que no elegimos nosotros la fecha.....
- Eso ya lo sé, Teniente, no soy tonto.
- ....bien, pues le decía que una está en revisión, la L-118 está esperando un motor que debe llegar de Santander y la tercera, la L-116, se ha averiado esta noche al engullir el turbojet una piedra de la playa.
- Y me quiere explicar usted, Teniente, porqué cojones opera una patrullera de mas de un metro de calado tan cerca de la playa.
- Pues, mi Coronel, un número indeterminado de inmigrantes de una patera fueron arrojados al agua desde la misma y, ante la evidencia de que no alcanzarían la playa fue necesario acercarse prácticamente hasta la línea de tierra para recogerlos.
- Bien Teniente, pues le voy a explicar algo que le va a quedar meridianamente claro. Yo no he venido al culo del mundo para ser el hazmerreír de nadie y que ustedes manejen esta base como si fuera un cortijo. Eso quiere decir que esta noche una de las embarcaciones que están en tierra deberá estar en la mar, con motor, sin motor o a remos, con la mar como un espejo o con un ciclón soplando. ¿Me ha entendido, Teniente?
- Le he entendido, mi Coronel, pero no sé si ello va a ser posible.
- Pues si no es posible, mañana quiero ver sobre mi mesa una papeleta de petición de destino con su nombre en la misma, ya que sospecho que su incompetencia no está a la altura de las metas que me he fijado para esta Unidad. Puede irse a trabajar. Y transmita al personal a sus ordenes que esta base ya tiene quien la dirija. Nada más.
- Bien, mi Coronel.

Dio media vuelta, salió del despacho y cerró la puerta. Un color le venía y otro se le iba. Cabrón, hijo de puta, tío mierda, ignorante, los descalificativos se le agolpaban en la boca y en la tripa. Un puntapié a una papelera del pasillo le ayudó a mitigar su ira. 
Salió al exterior. Su primera intención fue dirigirse al muelle pero luego pensó que en su estado era mejor dejar pasar un rato antes de hablar con nadie. Se dirigió al aparcamiento, buscó su coche y lo abrió de forma violenta. Al sentarse se golpeó la cabeza con el marco de la puerta. ¡Coño, coño y coño! ¡Me cago en San Petenene bendito! ¡Será cabrón! ¡Será hijo de puta!. 
Se miró la mano tras tocarse la cabeza esperando ver sangre en los dedos. No la vio. Arrancó de forma violenta, salió de la base casi llevándose por delante la barrera del control de salida y enfiló una carretera angosta, de firme irregular, que comunicaba la base con la autovía. Dibujaba en su cabeza el camino más corto para llegar al hospital donde habían llevado a su marinero cuando percibió, malamente arrimado al arcén derecho, un Citroen 2 CV, de color celeste y aspecto desvencijado. Maniobró para evitarlo y continuar cagando leches hacia el hospital. 
Cuando lo hacía la vio a ella. Agachada junto a la rueda delantera del 2 CV, la visión de una falda subida hasta la mitad del muslo hizo que un instintivo acto reflejo le hiciera pisar el freno y detenerse delante del Citroen. Bajó y se acercó. 
Ella continuaba manejando sobre la rueda y sus muslos continuaban a la vista. ¡Joder, que piernas!, pensó. Al acercarse, ella se incorporó. Pudo advertir entonces que puesta de pie, el vestido le llegaba ligeramente por encima de las rodillas y que sus caderas eran de matrícula de honor.
Se abrió de brazos, como intentando explicar lo que no entendía:
-He pinchado y no puedo sacar la rueda.

Tendría unos 40 años, pelo muy corto de tono rojizo, los ojos verdes, los labios finos y muy bien dibujados, una sonrisa contagiosa y pecas, muchas pecas sobre el rostro. Se fijo además que no tenía pecas ni en el nacimiento de sus pechos, ni en las piernas que antes había saboreado. Llevaba puesto un vestido muy ligero, blanco con florecitas naranjas o algo parecido, algo muy propio para los 42 grados que a esa hora, y en aquel sur del sur, marcaba el termómetro. Luchó con la rueda durante 20 minutos. La condenada estaba bien ajustada. Cuando terminó, su uniforme estaba empapado de sudor y sus manos empapadas de grasa. Estaba pensando volver a la base cuando le escuchó decir:
-No puede irse así, mi casa está unos metros más abajo. Si le parece vamos para que se asee y se quite la grasa de las manos.

Aún no sabía como, pero dijo que sí. Cuando salió del cuarto de baño ella le estaba esperando con un vaso de limonada en cada mano y una sonrisa que le llenaba la cara.
-Siento haberlo puesto así. No sé como pagárselo.

Mientras decía “no sé como pagárselo” ya le estaba desabrochando los botones de la camisa, aún empapada de sudor. El roce de sus manos encendió la luz de alarma. Aquello no iba a tener remedio, la hoguera había empezado a arder.

-Qué quieres de mi?
-Todo.
-¿Qué es todo?
-Estoy sola y no quiero estarlo. Quiero agradecer tu esfuerzo y quiero hacerlo bien. ¿Me vas a rechazar?

Aquello no podía estar pasándole a él. Esas cosas sólo pasan en las pelis. La acercó y la beso suavemente en los labios, casi con miedo, esperando despertar de un sueño. Que bien olía. La abrazó. Su cuerpo era pequeño, frágil, delicado. Aflojó la presión de sus brazos y cogiéndola del culo la levantó en peso. De esta manera su sexo, duro como la biela de un motor, se acomodó sobre la pelvis de ella. Acarició su culete bajo las braguitas. Ella se desprendió de su abrazo y se arrodilló junto a él, desabrochó despacio su pantalón y lo bajó, con el slip, hasta las rodillas. El pene le iba a estallar. No había hecho ella más que meterselo en la boca cuando se corrió.
-Lo siento, exclamó. No estoy acostumbrado a esta clase de regalos.
-No lo sientas, compénsame.

Le agarró de la mano y le arrastró hacía el sofá al tiempo que dejaba caer el vestido. Su cuerpo le deslumbró. Estaba como drogado. Dejó que se recostara en el sofá y metió la cara entre sus piernas. Pudo percibir como su vagina estaba empapada y el flujo brillaba sobre la parte interior de los muslos. Esta sola visión le bastó para empalmarse otra vez. Comenzó a lamer muy despacio su clítoris al tiempo que ella comenzaba dulcemente a quejarse y le masajeaba el cabello. Acarició sus pechos con ambas manos. En poco tiempo ella comenzó a jadear más intensamente y supo que se venía. Arqueó su pelvis hacia él y le aprisionó en un abrazo brutal al tiempo que dejaba exclamar un ¡Diooooooossssssssss! muy bajito. Quedó ella traspuesta y él borracho. Por cinco minutos se dieron un respiro, mirándose sin decir nada, sonriéndose, acabando los refrescos. Nuevamente ella le tomó de la mano y dijo:
-Tendremos que acabar esto.

Se arrodilló en el sofá con las manos apoyadas en el respaldo, ofreciéndole las nalgas. Él se acerco y le separó suavemente las piernas. Metió su mano entre los muslos y le acarició de adelante a atrás. La mezcla de semen y flujo la mantenían empapada. Puso el pene a la entrada de la vagina y empujó sin dificultad alguna al tiempo que con los dedos inició un baile de caricias sobre el clítoris. En escasos segundos un temblor los envolvió a los dos y cayeron desmadejados sobre el sofá. Se había hecho tardísimo. Cuando se despedía le preguntó:
-Cómo te llamas?
-Lucía, respondió. ¿Y tu?
-Jaime. ¿Nos volveremos a ver?
-No lo creo. Ya he pagado tu servicio y soy una mujer ocupada. Sola, pero ocupada.

La tarde que siguió fue frenética. Hospital, talleres, otra vez hospital, otra vez talleres. Lo imposible suele ser imposible y ninguna de las embarcaciones averiadas podría ser puesta en servicio en menos de 48 horas pero, sin pretenderlo, advirtió que eso se la traía al pairo. Si tenía que perder de vista al cabrón del Coronel, lo tomaría como una bendición del cielo. Llegó a su casa con el tiempo justo de darse una ducha rápida y cambiarse de uniforme. Su mujer ya le estaba esperando arreglada. Guapa, su mujer era, sencillamente, guapa. 
El recuerdo de lo vivido durante la mañana le estalló de improviso en los ojos y en el pene que, repentinamente, cobró vida. La premura de tiempo le hizo desechar hacerlo con su mujer. Llegaron, con la lengua fuera, y mas que en punto. A la puerta del salón donde se celebraría la cena, recibiendo a los que llegaban, se encontraban el cabrón del Coronel y su esposa. Cuando se acercó a ellos lo que vio le aflojó las piernas.

Enfundada en un elegante traje azul, su sonrisa luciendo espléndida, relajada, una mano cogida de la de su marido, mil pecas sobre su cara, se encontraba Lucía.